jueves, 31 de diciembre de 2020

Pasado tiempo, al documentarse los hechos de '2020, la Gran vergüenza' en España se llorará 

  
No puede dudarse del resultado actual: 'Alea jacta est', las estrategias del Sanchista Frankeinstinismo (como tan bien lo caracterizó Perez Rubalcaba...) se impusieron, para bastante; si no gozan de cómodas mayorias, al menos, han logrado adherir a medio País para poder neutralizar cualquier oposición por la otra mitad contando siempre asimismo con los resortes del Poder que -cada vez aun más omnímodo...- detentan. 

  
Otra cosa es que la presente obnubilación (arrancada tras veintiuna quincenas de sucesivas Alarmas...) no durará sin fin tampoco, viéndose inevitable que concluya por dar paso al usual 'llanto y crujir de dientes' póstumo. Cabría recordar tantísimo sentimiento culposo acarreado de generación en generaciones una vez finiquitada toda otra hegemonía político-social totalitaria en sus transcursos igualmente inexpugnables como (¡sin ir más lejos!) aquellas del Nacional Socialismo, primera mente, y el Nacional Sindicalismo luego. 

[Una casi unánime Alemania, eufórica con Hitler, "no sabría (de ningún problema) en su tiempo"... inmediatamente previo al desastre final durante la II G.M... Y qué no decir de las tan "silenciosas mayorías correctísimas", por activas o/y pasiva, en su afección al Movimiento... que de pronto pasaron a nutrir mayorías no menos "correctas" de UCD, PSOE y PP consecutivamente...] 

  
El caso es muy claro, según aquí se puede contar:
  
'Como todas las epidemias catastróficas que figuran en los anales de la historia, la del coronavirus dejó un reguero de muertos durante un período de tiempo muy reducido de apenas unos meses. El dolor causado por esas muertes ha sido profundo –y será seguramente duradero–, especialmente por las condiciones en las que los vencidos por la enfermedad no lograron superarla: aislados de los demás en hospitales abarrotados de pacientes o en residencias de ancianos o, también, en sus casas, sin el auxilio moral de sus familiares, con una asistencia médica que no siempre llegó para aliviar su dolor y en una soledad radical que les impidió ver por última vez a quienes ellos amaban. Estas condiciones de la muerte han sido, quizás, el aspecto más cruel de una infección que cabalgaba desbocada en el mes de marzo, en el que cada día parecía peor que el anterior, y también durante abril y mayo, cuando con una parsimonia desesperante se fueron reduciendo las cifras. Y no puede olvidarse tampoco que gran parte de los muertos carecieron de un ritual normalizado de despedida, consolador para sus deudos, pues hubieron de permanecer durante días en morgues, a veces improvisadas, y se impidió que la mayor parte de sus familiares y amigos asistieran a su inhumación. 

La tristeza que han causado todas esas muertes ha sido profunda, más aún cuando, como se verá enseguida, muchas de ellas ni siquiera han sido reconocidas por las autoridades sanitarias, negándoseles así el luto colectivo de una nación apesadumbrada por la carga que ha supuesto, para muchos, perder a sus seres queridos. Pero no nos adelantemos, porque este tema tiene muchos matices y recovecos que conviene exponer ordenadamente para evitar que cualquier apriorismo enturbie la valoración de los acontecimientos. Empecemos, pues, por conocer las cifras oficialmente publicadas por el Ministerio de Sanidad. Su evolución se recoge en la Figura que sigue a partir del día 3 de marzo –hay un fallecimiento anterior el 13 de febrero, como ya se ha mencionado más atrás– y hasta el 7 de junio, día en el que se anotaron los cinco últimos óbitos. En total, en ese gráfico se acumulan las 28.409 muertes que las autoridades sanitarias consideraron verificadas hasta mediado julio a través de pruebas diagnósticas PCR –como si la diagnosis por medio de la descripción de los signos y síntomas que caracterizan la enfermedad no fuera un procedimiento médico aceptable–, y que son las únicas reconocidas por tales autoridades en contra del criterio sostenido por la Organización Mundial de la Salud.




Algunas de las cifras (…) pueden parecer asombrosas, especialmente los 688 muertos que se contabilizaron el 22 de mayo –que hacen aparecer un pico extemporáneo dentro de la senda descendente que sucedió a los 950 fallecidos del 2 de abril, el día más trágico de la epidemia–, los 1.918 que fueron retirados de una tacada el 25 de mayo –aunque al día siguiente se restauraron 283 de ellos– o los 1.179 anotados el 19 de junio, después de casi dos semanas en las que no se contabilizó ningún óbito, sin que aún se haya dado una explicación satisfactoria del proceder de quienes confeccionan la estadística que ahora nos sirve de base para nuestro análisis. La serie, por otra parte, presenta continuas subidas y bajadas, sobre todo en abril y mayo, que probablemente no son sino un reflejo de la deficiente gestión que ha tenido este asunto en el Ministerio de Sanidad. Ésta se inició en marzo con unas notables carencias de información derivadas de unos precarios, obsoletos y descoordinados sistemas de recogida de datos, tanto en las Autonomías –que en ese momento, antes de la declaración del estado de alarma, eran las administraciones competentes en la materia– como en las estructuras de la Administración Central.

(…) Por detrás de estas discusiones bizantinas acerca de si los enfermos de coronavirus debían o no ser confirmados con pruebas analíticas se desenvolvió la enorme tragedia de los ancianos que residían en centros geriátricos públicos o privados y que fueron marginados de la atención sanitaria, las más de las veces de una manera deliberada aunque no reconocida. También hay que mencionar en este oscuro capítulo de la epidemia a las muchas personas mayores que prefirieron no acudir a un hospital porque cundió el pánico. Los hospitales eran un lugar de muerte, hasta el punto de que uno de cada cinco de los pacientes allí ingresados falleció, aunque esta proporción aumentaba a uno de cada cuatro entre los mayores de setenta años, y uno de cada dos entre los que superaban los 80 años. A nadie sorprenderá, por ello, que cuando las noticias sobre los óbitos se multiplicaron, muchos ancianos rehuyeran los centros hospitalarios en el momento de sentirse enfermos. Algunos murieron, a veces, en la más radical soledad porque el confinamiento así lo impuso.

En el final de marzo y los primeros días de abril, cuando las muertes alcanzaron a su cénit, las autoridades sanitarias anunciaron el inminente colapso hospitalario, aunque rápidamente se inició la instalación de hospitales de campaña y otras estructuras provisionales. Pero la capacidad de las Unidades de Cuidados Intensivos (UCI) se agotaba y ello suponía un freno para el tratamiento de las personas más vulnerables, entre ellas muy importantemente los ancianos, pues eran ellos los que, con más frecuencia, presentaban las patologías previas –tensión alta, diabetes, lesiones cardíacas y dificultades respiratorias– que aumentaban el riesgo mortal de la covid-19. Una idea de la incidencia de la enfermedad entre las personas mayores la da el hecho de que los estudios que se han realizado sobre los residentes en centros geriátricos a finales de junio señalan que el 70% de ellos han sufrido el contagio de la enfermedad.

En esa situación buena parte de las personas mayores, sobre todo las acogidas en residencias geriátricas, fueron dejadas en las manos del Arcángel Azrael. Los hospitales los rechazaban en cuanto había alguna dificultad para ofrecerles cama. Un parte de alta de las Urgencias del Hospital Infanta Cristina de Parla (Madrid) argumenta así la inadmisión de una paciente de más de setenta años: "Ante la situación de saturación actual, y por indicación de dirección médica dada esta mañana, no se permite el ingreso de pacientes de residencia en el hospital". En el juicio clínico contenido en el mismo documento se especificaba que la mujer presentaba "neumonía bilateral" y "probable covid-19 (pendiente de PCR)". Era el 25 de marzo; tras días más tarde esta señora fallecía en la residencia que la alojaba. El caso no es anecdótico. En Madrid, en un abuso criminal de las competencias autonómicas, se había dado la orden de no hospitalizar a los ancianos con demencia avanzada, los considerados terminales o los grandes dependientes. Similares decisiones se aplicaron en Cataluña, Castilla y León y la Comunidad Valenciana –y tal vez en otros lugares de España–. En Cataluña, incluso, se rechazó ingresar en las UCI a los mayores de ochenta años. El propio Ministerio de Sanidad había publicado el 6 de marzo un protocolo en el que, como norma general, se establecía que "todos aquellos residentes que presenten sintomatología respiratoria aguda, deberán restringir sus movimientos lo máximo posible y quedarse en una habitación con buena ventilación". Se reafirmaba así la idea -según la cual "no hay que cerrar las residencias ni los centros de día, no hay por qué cambiar la vida social ni nada en esos lugares"- que había expresado el director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, Fernando Simón.'

(texto incluido en el reciente libro 'Abuso de poder', Mikel Buesa)
   



"Ha sido 2020 un año distinto, inédito, que se recordará seguramente como 'el año de la covid-19', denominación insólita porque siempre fue el año el que dio su nombre a la pandemia… no al revés. Pero esta enfermedad ha sido excepcional. Y no porque el virus golpease con mayor intensidad que los del pasado sino por sus novedosos efectos sociales, políticos, económicos y psicológicos. 

Las pandemias del siglo XX causaron enfermedad y muerte pero se afrontaron con entereza, dignidad y sosiego; no con desatado pánico, búsqueda de culpables, prohibiciones generalizadas o persecución del disidente. Nunca una pandemia había desorientado y desarmado a la ciudadanía, ni propiciado su completa sumisión al poder.

Hay acontecimientos históricos capaces de sacar a la luz transformaciones sociales y culturales que hasta ese momento solo se vislumbraban. Esta pandemia ha rasgado el velo, ha proporcionado una nítida radiografía del mundo de hoy, retratando a una mediocre clase política y a una sociedad bastante infantilizada. Presa del pánico, la ciudadanía de 2020 se arrojó en brazos de sus gobernantes, buscando no tanto soluciones racionales como un bálsamo para sus miedos. Y, en un mundo que dedica más esfuerzo a buscar culpables que a ingeniar soluciones, los dirigentes actuaron de manera defensiva, aplicando aquellas medidas que potenciaban su imagen, que les permitían esquivar la culpa y endosarla a los ciudadanos por no cumplir las reglas.

Aunque en pocos lugares haya alcanzado cotas tan extremas como en España, la degradación de los gobernantes es un fenómeno común en Occidente. Abunda una clase política carente de principios, centrada en la apariencia, improvisadora, incapaz de atenerse a un plan coherente, rehén del más miserable corto plazo. Una categoría de dirigentes fruto de unos perversos mecanismos de selección que encumbran al poder a sujetos con pocos escrúpulos, a oportunistas desprovistos de espíritu de sacrificio o sentido del bien común.


Pero la mala calidad de la política se debe también a la infantilización de una creciente proporción del electorado, guiado por consignas simples, por puras imágenes televisivas, incapaz de ejercer una crítica coherente al poder. Unos votantes cada vez más encasillados en pandillas, en facciones irreconciliables, que conciben la política con un enfoque 'futbolístico': el de nuestro equipo frente al de ellos, no como un abierto y respetuoso debate de ideas.


El pueril mundo actual se ha acostumbrado a contemplar muchos derechos y pocos deberes. Pero buena parte son “falsos derechos”, meros señuelos inventados por los gobernantes como vías indirectas por las que rebasar esos límites y controles que las constituciones democráticas establecieron al ejercicio del poder para impedir que el gobierno se ejerciera de manera tiránica o despótica. Contemplar, por ejemplo, un 'derecho a la salud', o expresiones similares, resulta grandilocuente, atractivo, pero poco eficaz pues nadie puede garantizar tal cosa. Es más bien una excusa que otorga a los gobernantes enorme potestad para imponer cualquier medida, incluso algunas extremadamente lesivas para las libertades, alegando que existe peligro para la salud.

Nunca, hasta hoy, se había entendido la cuarentena como un confinamiento de los sanos salvo en la ficción literaria. En 'La Máscara de la Muerte Roja', Edgard Allan Poe relata la ocurrencia del Príncipe Próspero que, ante una epidemia devastadora, se encierra a cal y canto en un castillo, con todos los lujos, junto a mil amigos sanos y ricos. Naturalmente, la estratagema sirve de poco: la muerte aparece sin necesidad de disfraz durante un baile de máscaras, llevándose a Próspero y al resto de la concurrencia. Errónea concepción la de ese príncipe que considera el confinamiento una medida eficaz. También la de aquella minoría de cortesanos que puede permitirse un largo encierro sin coste, percibiéndolo incluso como un dolce far niente, mostrando escasa solidaridad hacia quienes contemplan desesperados como desaparece su empleo o quiebra su negocio.

La inclusión de estos dudosos derechos es una de las vías por las que la democracia clásica, entendida como separación de poderes, controles, contrapesos y límites a los gobernantes, ha ido eclipsándose poco a poco en el mundo actual. Deben observar mucha precaución esos países, como Chile, que han decidido redactar una nueva constitución.

La sociedad del miedo

Esta pandemia también ha mostrado que la sociedad moderna ha perdido la capacidad que poseían nuestros antepasados para gestionar el miedo. Cierto, el miedo es una emoción y, como tal, no ha cambiado a lo largo del tiempo. Los antiguos griegos, o los pobladores del neolítico, lo experimentaban igual que nosotros. Pero la manera de afrontarlo se encuentra socialmente mediatizada, se canaliza a través de reglas, normas, creencias y costumbres, que han variado sustancialmente en los últimos tiempos.

Así, se transformaron las normas no escritas que regulaban la expresión pública del miedo. En el pasado no estaba bien visto que las personas maduras, especialmente las investidas de cierta autoridad, manifestaran públicamente su miedo: era costumbre disimularlo. Y tenía cierta lógica porque el miedo es contagioso y, si los individuos lo observaban en otros, especialmente en aquellos a los que reconocían autoridad, la situación podía escalar hacia un pánico descontrolado. Hoy día, sin embargo, mostrar públicamente miedo no sólo se encuentra aceptado sino fomentado, un cambio que favorece la 'autoexpresión' individual, pero también el estallido de pánicos.

Pero hay otro cambio aún más sutil. En 'El Mundo de Ayer', Stefan Zweig señalaba una curiosa paradoja: los grandes avances de la ciencia se correspondieron con enormes retrocesos en el plano moral, en el de los principios. Aunque parezca contradictorio, los grandes adelantos del conocimiento han incrementado las incertidumbres con la que la humanidad percibe su futuro. El mañana se concebía antaño como una continuación del presente, el resultado de cambios paulatinos, no drásticos. Actualmente se contempla el futuro como un mundo completamente desconocido, radicalmente distinto al presente, una terra incognita habitada por monstruos donde la humanidad debe adentrarse sin mapa, brújula ni sextante. Un territorio donde cualquier suceso apocalíptico, desde una catástrofe climática, sanitaria o nuclear, puede ocurrir súbitamente.

La radical ruptura cultural con el pasado ha propiciado una humanidad aislada en el presente, sin guía, sin mecanismos compartidos que ofrezcan sentido o aporten algún contrapeso a esa imagen amenazadora del futuro. Así, muchas dificultades que antaño se gestionaban con aplomo, causan hoy pánicos desmedidos, especialmente cuando son los gobernantes quienes asustan al público para después erigirse en garantes de su tranquilidad.

Gran parte de la ciudadanía actual antepone la seguridad, aunque sea sólo aparente, a la libertad, prefiriendo las medidas que simplemente aportan tranquilidad, aunque a la larga resulten ineficaces. Como ya señalaba el sociólogo Christopher Lasch, "atormentado por la ansiedad, la depresión, una confusa insatisfacción y sensación de vacío interno, el ‘homo psicologicus’ actual no busca el engrandecimiento individual ni la trascendencia espiritual, sino la paz interior”.

El miedo y el infantil conformismo durante la pandemia desembocaron en la rendición absoluta ante las autoridades, en una actitud pasiva ante los abusos del poder, en la aceptación de un régimen de censura y autocensura donde, mermada la libertad de expresión y opinión, la confrontación de ideas fue sustituida por un entorno donde solo caben 'la ortodoxia o herejía'

Aquellos que mantienen una postura crítica con la política oficial sobre la covid-19 son ya no discrepantes sino herejes, blasfemos: unos individuos que deben ser denostados, vilipendiados, enviados a la hoguera del ostracismo..."

 
 


La información real NO es lo que 
aquí vocean los medios pagados 
para oficial 'Alarmar', censurando 
[U.E.]stadísticas: esa "2ª ola" que 
ahora nos cambia todo tanto... NI 
SIQUIERA llegó a los excesos de 
mortalidad, sobre l@ 'normal' que
ya tuvimos los años 2017 y 2018,
sin coronavirus-19, por las Gripes
[el dato está en pág web, adjunta,
pero sin publicar para este Reino]
 

Y sobre los países con mayor  
letalidad en toda la pandemia, 
pese al ruido aquí armado con 
Suecia o/y Alemania ... el podio 
de "lo peor" es encabezable por 
 España, seguido de Reino Unido, 
Bélgica más Francia, lejos ambos
(bien comparados: relativamente)!
 
 
 
La LETALIDAD CIERTA durante la pandemia se mide por sus muertes. Y sin embargo los CONTAGIOS QUE SE DECLARAN, en cambio, dependen cada vez también del nº de pruebas hechos para detectarlos (incluyéndose asintomáticos)... 

Es obvio que durante la "2ª OLA" se aumentó mucho la búsqueda de positivos con PCR, por lo cual fueron declarados muchos MÁS CONTAGIAD@S -pero no mortales- por cada 1 de quienes así llegan a terminar.

Pero no podría tener ninguna lógica verosímil la situación -oficial mente- declarada EN DICIEMBRE, cuando se informa de Crecimiento para los contagios mientras que no obstante a la vez su Mortalidad continúa claro Descenso con su anterior curva exactamente igual de como ya lo hacía desde un mes antes...

   
_______________________

POSDATA [3/1/20]
   
  ¿Cuándo aprenderemos nosotros?
 
   Para los alemanes, ya "vacunados" 
   por la (nefasta) experiencia con su 
   ley fundamental de Weimar el siglo 
   pasado, nuestro Desafuero -actual- 
   totalitario [mediante cogobernanza: 
   'Única... Más Autonómicas'...] hoy es 
   increíble; respetan derecho, toda su 
   Prosperidad es incomparable y -sólo- 
   sufren tercio que aquí muertes, o 
    sea casi 40 por 100.000 habitantes  
   en total, hasta finales del año 2020 

 






Pese al interesado tratar de hacernos creer algo contrario, "en esta Navidad NO hay Exceso de Muertes... frente a lo estimado durante los anteriores años como... Normal" (estadística oficial -del M° de Sanidad- para 'Euro-MoMo').



Los contagios con Gripe, otros años, en éste del 'PCR positivo' son...


domingo, 13 de diciembre de 2020

SIN ESPERANZA, CON CONVENCIMIENTO: análoga...mente (a como medio siglo haría)...

    


Para que yo me llame un tal González,

para que mi ser pese sobre el suelo,

fue necesario un ancho espacio

y un largo tiempo:

hombres de todo mar y toda tierra,

fértiles vientres de mujer, y cuerpos

y más cuerpos, fundiéndose incesantes

en otro cuerpo nuevo.

Solsticios y equinoccios alumbraron

con su cambiante luz, su vario cielo,

el viaje milenario de mi carne

trepando por los siglos y los huesos.

De su pasaje lento y doloroso

de su huida hasta el fin, sobreviviendo

naufragios, aferrándose

al último suspiro de los muertos,

yo no soy más que el resultado, el fruto,

lo que queda, podrido, entre los restos;

esto que veis aquí,

tan sólo esto:

un escombro tenaz, que se resiste

a su ruina, que lucha contra el viento,

que avanza por caminos que no llevan

a ningún sitio. El éxito

de todos los fracasos. La enloquecida

fuerza del desaliento...


(ÁNGEL GONZÁLEZ, en "Áspero mundo", de 1956)


viernes, 20 de noviembre de 2020

El h@mbre acecha... llamo al toro de España... ¡Hay c@s@s ante l@s que no cabe Abstención!


   
EL ANIMAL INFLUYE SOBRE MÍ con extremo, 
la fiera late en todas mis fuerzas, mis pasiones. 
A veces, he de hacer un esfuerzo supremo 
para acallar en mí la voz de los leones.

Me enorgullece el título de animal en mi vida, 
pero en el animal humano persevero. 
Y busco por mi cuerpo lo más puro que anida, 
bajo tanta maleza, con su valor primero.

(...)

Por hambre vuelve el hombre sobre los laberintos 
donde la vida habita siniestramente sola. 
Reaparece la fiera, recobra sus instintos
sus patas erizadas, sus rencores, su cola.

Arroja sus estudios y la sabiduría, 
y se quita la máscara, la piel de la cultura, 
los ojos de la ciencia, la corteza tardía 
de los conocimientos que descubre y procura.
  
  

(...)

Yo no tengo en el alma tanto tigre admitido, 
tanto chacal prohijado, que el vino que me toca, 
el pan, el día, el hambre no tenga compartidos 
con otras hambres puestas noblemente en la boca.

Ayudadme a ser hombre: no me dejéis ser fiera 
hambrienta, encarnizada, sitiada eternamente. 
Yo, animal familiar, con esta sangre obrera 
os doy la humanidad que mi canción presiente...
   
  


ALZA, TORO DE ESPAÑA: levántate, despierta.
Despiértate del todo, toro de negra espuma,
que respiras la luz y rezumas la sombra,
y concentras los mares bajo tu piel cerrada.

Despiértate.
Despiértate del todo, que te veo dormido,
un pedazo del pecho y otro de la cabeza:
que aún no te has despertado como despierta un toro
cuando se le acomete con traiciones lobunas.

Levántate.
Resopla tu poder, despliega tu esqueleto,
enarbola tu frente con las rotundas hachas,
con las dos herramientas de asustar a los astros,
de amenazar al cielo con astas de tragedia.

(...)  

Desencadénate
Desencadena el raudo corazón que te orienta
por las plazas de España, sobre su astral arena.
A desollarte vivo vienen lobos y águilas
que han envidiado siempre tu hermosura de pueblo.

Yérguete.
Es como si quisieran arrancar la piel al sol,
al torrente la espuma con uña y picotazo.
No te van a castrar, poder tan masculino
que fecundas la piedra; no te van a castrar.

Truénate.
No retrocede el toro: no da un paso hacia atrás
si no es para escarbar sangre y furia en la arena,
unir todas sus fuerzas, y desde las pezuñas
abalanzarse luego con decisión de rayo.

Abalánzate.
Gran toro que en el bronce y en la piedra has mamado,
y en el granito fiero paciste la fiereza:
revuélvete en el alma de todos los que han visto
la luz primera en esta península ultrajada.
  
   

(...)  

Revuélvete.
Partido en dos pedazos, este toro de siglos,
este toro que dentro de nosotros habita:
partido en dos mitades, con una mataría
y con la otra mitad moriría luchando.

Sálvate.
Despierta, toro: esgrime, desencadena, víbrate.
Levanta, toro: truena, toro, abalánzate.
Atorbellínate, toro: revuélvete.
Sálvate, denso toro de emoción y de España...

               Miguel Hernández (1938)
   

"... ¿Quién sería, una persona: qué ha logrado? Sin seguir fiel a sí mismo nada tiene, ya. Decir lo que se siente, de veras, y no... repetir las palabras de quien se arrodilla..."

domingo, 15 de noviembre de 2020

Cosa por su nombre: 'dictadura constitucional'




"Durante la última de las sesiones de control al Gobierno en el Congreso de los Diputados, alguien le mencionó la bichaPedro Sánchez aludiendo a la “dictadura constitucional”. La reacción del presidente evidenció su ignorancia supina en la materia jurídico-política cuando le espetó al diputado interpelante que 'de ninguna manera una dictadura podía ser constitucional por existir una contradicción entre ambos dos términos'. 

Tal vez él lo crea así, pues no parece percatarse de que, en su último decreto de alarma, lo que verdaderamente ha establecido es una dictadura constitucional que acaso pudiera servir al propósito de atajar la epidemia de coronavirus –aun cuando nada lo garantiza–, pero lo que sí es seguro es que nos cercenará algunas de las libertades y derechos fundamentales de los españoles.

Este concepto de dictadura constitucional ya lo empleó Carl Schmitt para designar la situación a la que podía conducir el artículo 48 de la Constitución de Weimar, que concedía al presidente del Reich alemán el poder de “suspender en todo o en parte los derechos fundamentales” cuando estuviera en peligro la seguridad o el orden público; una situación de excepción que, de hecho, podía instituir una dictadura en manos del canciller. 

Es decir, una dictadura derivada del ejercicio mismo de los poderes constitucionales cuando éstos tomaban la decisión de provisionalmente eliminar libertades públicas y el control del Gobierno por el Parlamento y los tribunales. 

Schmitt escribió en 1925: “Ninguna Constitución de la tierra había legalizado tan fácilmente el golpe de Estado como la de Weimar”. Luego el ascenso de Hitler al poder en 1933 –cuando el 30 de enero el presidente Paul von Hindenburg le nombró canciller y dos meses más tarde el Reichstag aprobó la 'Ley para el Remedio de las Necesidades del Pueblo y del Reich'– permitió constatar que, en efecto, Carl Schmitt había acertado en su pronóstico.

Una dictadura constitucional ahora es lo que propone y dispone Pedro Sánchez con su declaración del 'estado de alarma'. Una declaración que otorga a su Gobierno el poder de legislar al margen del Parlamento, regulando hasta el mínimo detalle la vida de los españoles –como ya ocurrió durante el estado de alarma anterior– y cercenando sus libertades de manera generalizada (sin considerar el límite que imponen las leyes sanitarias al autorizar la restricción de los derechos individuales sólo a las personas contagiadas o que hayan tenido un estrecho contacto con éstas). 

  

Y ahora con el agravante de haber suprimido el control parlamentario de la acción del Gobierno durante 6 meses –lo que choca frontalmente con el mandato constitucional de que sea el Congreso de los Diputados quien, cada quince días, decida acerca del mantenimiento de la situación excepcional– y también el de los jueces ordinarios; pues la naturaleza de la norma obliga a que el control jurisdiccional lo ejerza el Tribunal Constitucional. 

El remedo de que el presidente vaya por el Congreso un rato cada dos meses -para charlar del asunto...- no es un verdadero control parlamentario, pues se ha eludido la posibilidad de realizar cualquier votación que pudiera retirar al Gobierno los poderes de excepción adquiridos con la alarma.

La anterior experiencia del confinamiento ya preludiaba este abuso de poder actual, pues fueron numerosas las intervenciones gubernamentales que cercenaron los derechos de circulación y residencia, la libertad de expresión, el derecho de reunión pacífica y sin armas, la libertad de empresa y el derecho a la negociación colectiva. Pero lo que ahora se produce es un salto cualitativo de imprevisibles consecuencias. 

La dictadura constitucional es un hecho que emerge de la aprobación misma de la renovación del estado de alarma por parte del Congreso. Éste se conforma a ser retirado de sus funciones de control del Ejecutivo y, de esta manera, otorga al Palacio de la Moncloa un poder que se asemeja al que, en otro tiempo, se ejerció desde el Palacio de El Pardo. 

Pedro Sánchez debiera haber aprendido que las dictaduras no siempre se derivan de una guerra y que sí es perfectamente posible que, tergiversando y retorciendo la Constitución, sea ésta la que aparentemente las ampara. 

Alguien señaló hace unos meses que el presidente del Gobierno tiene vocación de autócrata. Ahora lo estamos constatando sin la menor duda. Ojalá que ya no sea demasiado tarde."

(Mikel Buesa, 29.10.2020: 'Dictadura constitucional')  



miércoles, 28 de octubre de 2020

"INUTILIDADES DEL ESFUERZO -Y SUS RESULTADOS...- EN LA VIDA MORAL..."


Hace ahora 200 años, en su obra capital 'El mundo como Voluntad y Representación', Arthur Schopenhauer nos explicó [recogiendo ancestrales enseñanzas de Siddaharta Gautama, el Shakyamuni, Buda] cómo "...toda nuestra corriente de ya satisfechos deseos que vuelven a renacer cubiertos por otras formas es una manifestación fenoménica y efímera desde cierta eterna e incandescente voluntad con la cual se acucia sin saciarla nunca. ¿Qué hacer? ¿Desarraigar los deseos? Eso fue lo que intentó el estoicismo, pero ahí está el resultado: un hombre sin vida, rígido, impasible ante vivir o morir. 

Schopenhauer ofrecía otras alternativas diferentes: cuando el deseo sea suprimido por luz de la inteligencia, y no represión, surgirá un estado [más compasivo, al asumir toda nuestra interdependencia existencial...] que, lejos del desinteresarse con respecto a cualquier suerte o dolor ajenos, conseguiría llevarnos al compartirlos como si fueran propios. Esta es la plenitud de la vida y su ética. Pero él mismo fue consciente del que ni aun ésta supone una conquista definitiva. También un asceta o el místico, tan admirados por haber llegado a la quietud y compasión, vuelven a sentir zarpazos del deseo aunque sea bajo formas de mayor perfección e incluso huyendo del hastío. 
 
No somos conscientes de que la vivencia -¡como vida!- es inagotable, brota continuamente y renace de nuevo; pero (nosotros) estorbamos el continuo renacer cosificándolo en moldes de las experiencias. Tengo una vivencia, y la vivo intensamente, pero he de dejarla pasar. Si no, detengo la corriente de mi vida. Tal es el continuo morir psicológico y moral como condición para que la vida se renueve con su natural frescura. Cuando lo inagotable -que la vivencia es- resulta estorbado por los recuerdos o la experiencia, entonces comienzan las búsquedas del resultado. La mente quisiera, pues, fines o experiencia y resultado. Mas éstos tan sólo son objetos muertos que impiden la corriente de las vivencias... 



   
Dicho esto, una cuestión clave viene gestándosenos. ¿Cabe no perseguir ningún fin? ¿Puede la mente renunciar a todo resultado? ¿Es posible acción que sea tan libre como para no tener motivos ni propósitos? Valoramos a los hombres de acción, no contemplativos ni soñadores. Mas hay acción verdadera cuando tiene integración del proceso total de la vida; sin ésta, por otros meros activismos, destructiva tan sólo es. La parcial no es en absoluto acción, pues arrastra desintegrarnos; y verdadera es la que no tiene un fin concreto, ni dirección, o búsqueda de resultados. En este sentido, es igual que las acciones creativas; éstas, y aquélla, no son fruto del esfuerzo. Como en la verdadera virtud, no hay tampoco propósito, sino un olvido del yo (sin confusión, con inconsciencia, del propio valor); y entonces surge un ser completo, exuberante.

El recto conocimiento de sí mismo, sin ánimo de cambiarse, nos conduce a unas realidades autosuficientes y pletóricas; basta con remover sus obstáculos; que son los ideales, proyectos, propósitos. Por otro lado, el intento de cambiar sustratos profundos de nuestra realidad resulta vano, y quizás contraproducente. Nuestra voluntad no cambia. Sólo la inteligencia -es decir, el conocimiento- puede orientar su fuerza ciega hacia unos nobles objetivos; pero querer transformarla es absurda lucha contra nosotros mismos, conduce hacia un autodestruirnos paulatino...

 
 

Deja de querer transformarte a ti mismo, o del intentar ser justo y honrado, pretendiendo reformar el mundo con tus inmejorables ideas; limítate al conocerte y entrégate a los quehaceres o circunstancias que te rodean. El ideal del cambio y progreso espiritual es una huida de lo que somos ¿Si hubiera comprensión de nosotros mismos, surgirían ideales? Es tu pensamiento el que los crea; y a nuestro trabajo en realizarlos llamamos acción; pero ésta es un auto-proyectar encerrado en nosotros.

¿Es posible actuar sin propósitos? Sí, cuando somos capaces de ver acciones que persiguen algún propósito; pues, entonces, nuestra percepción alerta ya desconectó el interés del yo sobre las mismas apareciendo éstas limpias y libres. En dicho comprender lo que cualquier actividad nuestra es consiste una real acción verdadera... 
 
    
 
  
La práctica socrática es un actuar sin propósito ni dirección. Por ello Sócrates resulta un tipo desconcertante: no tiene oficio ni funda su academia como hacen otros; no se tiene por ningún maestro, guía o reformador político. Suele presentarse a si mismo como un ignorante profundamente interesado en buscar la verdad dialogando con otros. La verdad —para él— no está en resultados u objetivaciones; sino en un continuo preguntarse sin poder llegar a respuestas definitivas, claras. Una verdad objetivada es un peso muerto que impide la movilidad y frescura del hálito vital que da el estarse cuestionando siempre. Atenerse a los resultados es una forma de seguridad frente a las arduas tareas del investigar.

Quien opta por acumular resultados confiriéndoles valor intemporal y metafísico es Platón; éste prefirió dogmatizar, en vez de dudar, categorizar y no inquirir. Ahí están los resultados: Platón fundó academia, eligió discípulos doctos, configuró un sistema e influyó con una doctrina monolítica en el pensamiento griego y los posteriores. En cambio Sócrates fue al ágora, por hablar con todo tipo de gente, y no tuvo escuela ni exigía que quien lo escuchaba supiera geometría; presentándose como un ignaro, no sólo ni tiene sistema sino que tritura sin piedad aquéllos que sus oyentes le presentan tímidamente. 



Sócrates no simuló tener la verdad bajo apariencia de ignorante; se tenía por tal y actuaba queriendo hallar aquélla en coloquio con sus conciudadanos. Pero, al exponer sus dudas, caería como castillo de naipes toda supuesta verdad afirmada por sus interlocutores. La docta ignorancia socrática echaba involuntariamente por tierra las supuestas verdades de su oyente invitándole a inquirir de nuevo sin presupuestos previos. Esto resultaba muy molesto a sus contertulios: a nadie gusta que desmonten sus convicciones, creencias o acariciadas verdades y le inviten al vivir sin apoyos, cuestionándolo todo cada día. Mas tal actitud tiene también su correlato en la vida moral... 

Si Sócrates no acumula conocimientos ni verdad, y se tiene a sí mismo como un ignorante que busca, eso mismo le ocurre con respecto a la virtud. Cuando un oyente le dice: “oye, tú tienes cara de tener todos los vicios”, el maestro responde: “cierto, lo único es que soy consciente de ello”. Se tiene a sí mismo, pues, no por un tipo virtuoso; sino por un sujeto capaz de todos los vicios, con un solo medio de afrontar éstos: el conocimiento de sí mismo... Bastaría con percibirlos, o tener conciencia de ellos; no se requeriría esfuerzo alguno suplementario contra las inclinaciones.    
 


Sólo con ser consciente, de todas ellas, puede bastar. Ese conocimiento de sí es lo que mantiene al yo a raya [con aquel WU WEI” -esto es No Forzamiento, o bien Impensada Mente... en vez de la 'In-acción', que malentendiendo suele decirse...- chino] y eso es ya suficiente. La vida misma se ocupa de llevar a buen puerto las fuerzas que hay en el instinto, sin necesitar doblegarlas por contrafuerzas de la voluntad. El conocimiento de sí, con lo que quiere acumular el ego, es lo que hace posible acceder a la virtud. Basta con remover los obstáculos; no es necesario hacer algo positivo, pues ello vendría del yo. 

Ese continuado vigilarse a  mismo logra dotar de libertad extraordinaria, que le hace inmune al individuo ante los condicionamientos familiares, políticos y religiosos. Sócrates no invitó a romper con la familia, polis o religión, sino que reclamaba independencia del individuo por encima de todas ellas; en medio de tales condicionamientos el hombre ha de vivir, pero sin aceptar sus pretendidas autoridades en las propias búsquedas individuales. Por ello fue visto como amenaza de disolución contra los valores políticos, morales y religiosos; de ahí la triple acusación contra él: corruptor de la juventud, ateo y enemigo de la polis...

Nietzsche hace su afirmación dionisíaca y sin fisuras de la vida ante las amenazas del sinsentido y el vacío; a tan recio afirmarla debe cooperar el conocimiento y, en esa función, se agota el cometido del mismo. Sócrates, en cambio, enseñó a enfrentarse con ese vacío tratando de no taponarlo por afirmaciones o creencias; y, para eso, es imprescindible como instrumento el conocimiento desinteresado. No hay que apresurarse a llenarlo; es preciso sentirse libre frente al vacío, y esa libertad la presta el conocimiento. 


  
Sócrates, pues, no niega la vida; la ve con su inestable devenir e inseguridad y, ante todo eso, no valen refugios ni afirmaciones entusiastas fabricadas por el propio hombre. Nietzsche no entendió el conocimiento socrático, que supone un “estar alerta” y dejar hacer al fugitivo soplo de la vida. Sócrates hizo del conocimiento de sí el instrumento más poderoso para la afirmación de libertad del individuo, incluso frente al valor de la vida. Nietzsche potencia el ego humano que fabrica soluciones; en cambio, Sócrates nos promueve una insobornable libertad individual frente a la vida y los dioses..." 



Y todo esto nos recuerda mucho lo que bien claro razonaba Henry D. Thoreau -más a la pata llana-  en su "Life without Principle"...