jueves, 28 de febrero de 2019

El IBI -más "Plusvalía..."- municipal, verdadero 'impuestazo (a las clases bajas) del Patrimonio'

  
   
"Quizás sea el del Patrimonio aquel impuesto más odiado y vilipendiado por esos 'pensamientos' únicos que se han adueñado de la economía, lo cual, hasta cierto punto, tiene su lógica ya que tal tributo junto con el de Sucesiones y el IRPF sobre la Renta constituyen los instrumentos esenciales de la progresividad del sistema fiscal. No pretendemos aquí refutar el discurso falaz que se suele usar al denostarlo. Para ello, véase "Impuesto sobre Patrimonio" del 22 de septiembre de 2011 [o en el libro "Economía, mentiras y trampas” de la editorial Península...]. Se perseguirá, eso sí, señalar la contradicción que representa el hecho de que los mismos que condenan sin paliativos este tributo muestren indiferencia e incluso promocionen el Impuesto de Bienes Inmuebles (IBI), que es en realidad un gravamen sobre la riqueza, si bien limitado a un único tipo de patrimonio, el inmobiliario. Este tributo tiene además el agravante de no ser progresivo, sino proporcional (lo que en cierta forma es congruente al no incidir sobre todas las riquezas del contribuyente). Será tal vez esa ausencia de progresividad la razón de que este gravamen no moleste demasiado a los realmente adinerados, que son los que imponen el pensamiento único.
   

En España, dicho IBI es el impuesto que más ha crecido en los últimos 30 años. Su recaudación nunca se ha reducido, por el contrario, se ha multiplicado por 8 desde 1990. Incide directamente sobre la Vivienda, que es el único ahorro y patrimonio del que disponen una mayoría de los ciudadanos. El 77% de los españoles tienen casa en propiedad, 10 puntos porcentuales más que para la media de la Unión Europea. En este caso, sí nos encontramos frente a un impuesto que va gravando a las clases medias y bajas y, además, de una manera proporcional y no progresiva.
      

  
Sobre la vivienda inciden también otra serie de impuestos: sobre todo Plusvalías Municipales y estatal, Transmisiones Patrimoniales, etc., que hacen que, en España, según la OCDE, el porcentaje que representa la imposición sobre el patrimonio inmobiliario respecto a la totalidad de ingresos esté muy por encima del de la mayoría de los países de la Organización. Curiosamente, los que recurren al argumento de la 'doble imposición' para oponerse al impuesto de Patrimonio o al de Sucesiones no encuentran objeción a que se paguen 2 veces por el mismo concepto las plusvalías generadas en las ventas de los inmuebles. Una vez al Ayuntamiento, y otra al Estado dentro del impuesto sobre la Renta.
  
  
El Impuesto sobre el Valor de los Terrenos de Naturaleza Urbana (conocido popularmente como Plusvalía municipal), que sólo grava los inmuebles urbanos (no las grandes fincas de los terratenientes), se ha convertido en un tributo discrecional, puesto que cada ayuntamiento aplicó aquellos criterios que creía convenientes y de unas formas para nada transparentes. Hay que añadir que la obligación de este gravamen se genera en cualquier transmisión, incluso en los casos en los que se produce por herencia, lo que no ocurre en el impuesto sobre la renta con la plusvalía estatal (llamada habitualmente la “plusvalía del muerto”). La arbitrariedad de esta figura tributaria es tan clara que el Tribunal Constitucional ha tenido que intervenir y considera que este impuesto vulnera el principio constitucional de capacidad económica en la medida en que no se vincula necesariamente a la existencia de un incremento real del valor del bien, “sino a la mera titularidad del terreno durante un periodo de tiempo”.
  
Habrá que considerar, además, tal como ya se ha dicho, que el Estado en el IRPF grava también el incremento de los bienes inmuebles manifestado en las transmisiones (las llamadas plusvalías). Esta carga fiscal abusiva se ha hecho tremendamente gravosa después del injusto y distorsionante tratamiento dado a estas operaciones en la reforma fiscal de 2014. Desde la implantación del IRPF por la Ley 44/1978, una cuestión ha estado siempre presente en el desarrollo legislativo: cómo descontar la inflación de las plusvalías de manera que no se grave una ganancia que puramente ficticia es. El tema es especialmente relevante cuando el incremento patrimonial se produce en la transmisión de un activo que ha permanecido largo tiempo en el patrimonio del sujeto pasivo (suele ocurrir con los inmuebles), ya que el efecto de la inflación se acentúa, de tal forma que la parte de ganancia debida a la pérdida de valor de la moneda puede llegar a ser muy elevada. Por ello, en las sucesivas reformas de la Ley, el legislador ha introducido en todos los casos mecanismos correctores (aunque no siempre los mismos) para separar los incrementos reales de los ficticios.
  
   
   
En 2014, el Gobierno decidió modificar el régimen fiscal vigente en aquel momento sobre esta materia, y aun cuando aquel injustificable tratamiento previsto en el proyecto se suavizó después a lo largo de la tramitación parlamentaria, las plusvalías por la venta de un inmueble tributan en el IRPF por unas cantidades muy superiores a las que correspondía con anterioridad a la reforma. Especial gravedad reviste este tema para los inmuebles adquiridos en los años 1970 y principios de los 1980, puesto que, dado el tiempo transcurrido y las elevadas tasas de inflación de aquellos años, dichas ventas pasaron de estar casi exentas a tributar en un porcentaje significativo de la totalidad del valor inmueble.
   
Los damnificados no son desde luego ni las Empresas ni los contribuyentes de rentas altas, que tienen todos sus inmuebles depositados en sociedades, ya que a todos ellos se les ha dado la opción en múltiples ocasiones de revalorizar todos sus activos sin coste alguno. Afecta en mayor o menor medida a las clases medias con una segunda vivienda, y en especial a personas mayores jubiladas o próximas al jubilarse y que han considerado la propiedad inmobiliaria como la mejor forma de ahorrar para completar su exigua Pensión frente a los ruinosos Fondos de Pensiones, y ahora, después de sufrir la merma de valor de la crisis inmobiliaria, se les dice que van a perder un porcentaje importante del resto de sus ahorros.

  
Para España, la propiedad inmobiliaria está en manos de las clases medias y bajas, fundamentalmente. La verdadera riqueza se encuentra, por el contrario, en el capital mobiliario al que por supuesto no le afecta ni el IBI ni la Plusvalía municipal y cuenta con infinidad de medios para escapar del gravamen de las plusvalías en el impuesto sobre la Renta. De ahí la importancia en cuanto a los impuestos del Patrimonio y de Sucesiones, y de ahí también el empeño del neoliberalismo económico por suprimirlos."

 (Juan F. Martín Seco: 'El IBI, impuesto del patrimonio de las clases bajas', 7/02/19, en Republica.com)


   


lunes, 18 de febrero de 2019

La mente de los Justos: ¿por qué no Escucha? Política y Religión dividen a gentes sensatas...

   
Usted es inteligente, progresista (o sea "liberal", en USA...) y está muy bien informado. No puede entender por qué muchos estadounidenses de las clases trabajadoras votan a los conservadores (o sea "Republicans", en USA...). Cree que los han embaucado, pero se equivoca. Esta acusación no viene de la derecha. Es una advertencia de Jonathan Haidt (Nueva York, 1963), un psicólogo social de la Universidad de Virginia que, hasta 2009, se consideraba un progresista ferviente. En 'La mente de los justos', Haidt nos propondría -enriquecer el conservadurismo mediante- un conocimiento más profundo de la naturaleza humana. Para empezar, el autor sostiene que las personas somos fundamentalmente intuitivas, no racionales. Si uno quiere persuadir a los demás tiene que apelar a sus sentimientos. Pero Haidt busca algo más. Busca la sabiduría. Eso es lo que hace que valga la pena leer su libro.

A la pregunta de “¿por qué la otra parte no hace caso a la razón?” que tantos se hacen en relación con la política, Haidt responde que no fuimos diseñados para razonar. Cuando se plantea una cuestión moral a un grupo de personas, se mide el tiempo de respuesta y se escanea su cerebro, la respuesta y el patrón de activación cerebral indican que los interrogados llegan rápidamente a una conclusión, y que después elaboran razones para justificar su decisión. Los ejemplos más divertidos y penosos son las transcripciones que hace el autor de las entrevistas sobre supuestos extravagantes. ¿Es incorrecto tener relaciones sexuales con un pollo muerto? ¿Y con una hermana? Si su perro se muere, ¿por qué no se lo come? La mayoría de los sujetos responden que todo eso está mal, pero ninguno puede explicar por qué.

El problema no es que la gente no razone. Sí que lo hace, pero sus argumentos sirven para apoyar sus conclusiones, no las de su interlocutor. La razón no funciona como un juez que sopesa imparcialmente las pruebas, sino más bien como un abogado que justifica nuestras opiniones ante los demás.


Para explicar esta persistencia, Haidt invoca una hipótesis evolutiva. Las personas competimos por nuestra posición social, y la ventaja decisiva en esta competición es la capacidad de influir en los demás. Desde este punto de vista, la razón evolucionó para ayudarnos a inventar historias, no al aprender. Así que, si queremos cambiar la mentalidad de la gente, concluye el autor, no tenemos que apelar a su razón, sino a quien manda en ésta, es decir, a las intuiciones morales subyacentes cuyas conclusiones la razón defiende.

En Occidente pensamos que la moral trata del daño, los derechos, la justicia y el consentimiento. ¿El pollo es propiedad de esa persona? ¿El perro está realmente muerto? ¿La hermana es mayor de edad? Sin embargo, salga de su país y descubrirá que su perspectiva es anómala. Haidt ha leído tratados de etnografía, ha viajado por el mundo y ha entrevistado a miles de personas a través de internet. Él y sus compañeros han elaborado toda una lista de hasta 6 ideas fundamentales que sustentan la mayoría de sistemas morales: el afecto, la justicia, la libertad, la lealtad, la autoridad y la santidad. Junto a estos principios, ha identificado temas relacionados que poseen peso moral: la divinidad, la comunidad, la jerarquía, la tradición, el pecado y la degradación.

Puede que las visiones del mundo que analiza Haidt difieran de las de usted. No parten del individuo, sino del grupo; exaltan las familias, los ejércitos y las comunidades. Suprimen las formas de expresión individual que pueden debilitar el tejido social. Valoran el orden y no la igualdad.

No es que estos sistemas morales sean ignorantes o atrasados. El autor sostiene que son corrientes en la historia porque se adecúan a la naturaleza humana. Los compara con las costumbres culinarias. Adquirimos la moral igual que adquirimos nuestra preferencia por determinados alimentos. Haidt cita estudios que muestran que la gente castiga a los tramposos, acepta jerarquías y no está de acuerdo con la distribución igualitaria de los beneficios cuando las contribuciones son desiguales. Para descubrir estas ideas no hace falta irse a otro país. Podemos encontrarlas en el Partido Republicano. Los temas
conservadores de la fe, el patriotismo, el valor, la castidad, la ley y el orden tocan esos 6 fundamentos de la moral, mientras que los 'Demócratas', según Haidt, se centran casi exclusivamente en el cuidado y la lucha contra la opresión. Este es el sorprendente mensaje del autor a la izquierda: en cuestión de moral, los conservadores son más abiertos que los progresistas, ya que ofrecen una dieta más variada.

  
Haidt trata el éxito electoral como una especie de prueba de aptitud evolutiva. Supone que si a los votantes les gustan los mensajes conservadores, es que hay algo haciendo el que merezcan ser apreciados. El conservadurismo prospera porque concuerda con la manera de pensar de la gente, y eso es lo que lo valida. Los trabajadores que votan a los 'Republicanos' no son tontos. En palabras de Haidt, “votan a favor de sus intereses morales”. Uno de esos intereses es el capital moral, es decir, las normas, las prácticas y las instituciones, como la religión y los valores de la familia, que facilitan la cooperación restringiendo el individualismo. En este sentido, el autor aplaude a la izquierda por regular la codicia de las empresas. No obstante, le preocupa que los progresistas, en otros aspectos, disuelvan el capital moral. Las políticas de educación que permiten que alumnos demanden a los profesores erosionan su autoridad en el aula. La educación multicultural, por otra parte, debilita funciones aglutinantes de la asimilación. Haidt está de acuerdo con que, a veces, las viejas prácticas se tienen que reexaminar y cambiar. Lo único que quiere es que los progresistas actúen con prudencia y protejan pilares sociales sostenidos por la tradición.

Otro aspecto de la naturaleza humana que, según Haidt, conservadores entienden mejor que
progresistas, es el altruismo localista, la inclinación a preocuparse más por los miembros del propio grupo que por los foráneos. Salvar Darfur, someterse a las Naciones Unidas y pagar impuestos para dar educación a niños de otro país puede ser noble, pero no es natural. Lo natural es ayudar a tu gente, a tu pueblo, a tu nación.

Sin embargo, Haidt no se ha limitado a reprender a los
progresistas. Considera que la Derecha e Izquierda son cual aquel Yang y el Yin... pues cada uno aporta un conocimiento que por su otra contraparte se debería escuchar. El estudio de Haidt propone varias directrices generales. Primero, pues, tendremos que ayudarle a la ciudadanía para desarrollarse más relaciones empáticas que busquen el entendimiento mutuo en vez de apenas utilizar la razón para defenderse de las opiniones contrarias. Segundo, hay que lograr sacar también más tiempos para la contemplación. Y tercero (aunque nunca, para nada, tampoco menos importante), deberíamos ponerles fin a segregaciones ideológicas.

Muchas entre tales propuestas por Haidt son vagas, insuficientes o difíciles de poner en práctica. Y está bien que sea así. El autor sólo quiere iniciar un diálogo sobre cómo integrar una mejor comprensión de la naturaleza humana para la manera en que nos gobernamos. Y eso lo ha conseguido. El libro constituye una aportación decisiva al conocimiento de la humanidad sobre sí misma.

Ahora bien, ¿a quién dirige sus consejos? Si las intuiciones son irreflexivas y la razón es interesada, ¿qué parte de nosotros espera que regule y organice estas facultades? Esta es la tensión implícita de su ensayo. Como científico, Haidt adopta una visión empírica de la naturaleza humana. Nos describe tal como hemos sido, sin esperar nada más. En cambio, como escritor, nos habla de manera racional, como si fuésemos capaces de algo más grande. Da la impresión de que no puede evitarlo, como si estuviese en su naturaleza el apelar a nuestra capacidad de razonar y nuestro sentido de una humanidad común, y en la nuestra entenderlo.

No hace falta creer en Dios para ver en esta capacidad superior parte de nuestra naturaleza. Basta con creer en la evolución. La propia evolución ha evolucionado: a medida que los seres humanos se vuelven cada vez más sociales, la lucha por la supervivencia depende menos de las facultades físicas y más de las capacidades sociales. En este sentido, una facultad producida por la evolución -la sociabilidad- pasó a ser su nuevo motor. ¿Por qué no podría pasar lo mismo con la razón?

Haidt nos pide que entendamos nuestros instintos y los superemos. El autor aquí apeló a un poder capaz de prudencia, reflexión y reforma. Si somos capaces de aprovechar ese poder -la sabiduría-, nuestro proyecto más importante será reconciliar nuestras diferencias nacionales e internacionales. ¿Es inmoral la diferencia de ingresos? ¿Debería el Gobierno favorecer la religión? ¿Podemos tolerar las culturas que someten a las mujeres?

Quizá la fe de Jonathan Haidt en los receptores del gusto moral no supere este examen. Podría ser que nuestro gusto por la santidad o la autoridad, al igual que nuestro gusto por el azúcar, fuese una peligrosa reliquia. En todo caso, tiene razón en que debemos aprender lo que fuimos, aunque nuestra naturaleza nos lleve a superarlo. 
William Saletan

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