lunes, 29 de mayo de 2023

QUEDAN 3 PREGUNTAS -CLAVE- SÓLO YA



 
Pero en tamaño estado de shock actual ni tan siquiera cabría esperar que apenas nadie se las quisiese plantear; lo mismo entre l@s dizque 'progresistas' que allí donde se disparará la euforia 'rival': desconocen cualquier posible 'autocrítica' o/y enmendarse...



jueves, 18 de mayo de 2023

Extracto [sobre un recorrido histórico] en "L' HOMME REVOLTÉ", por Albert Camus (7º)

   [continúa tras de la 6ª parte

 
III.5.5La totalidad y el proceso

Renunciar a todo valor equivale entonces al renegar de la rebeldía por aceptar el Imperio y esclavitud. Criticar a los valores no podía dejar impune una idea de libertad: identificada con el dinamismo de la historia, no podrá disfrutar de sí misma hasta que se detenga ésta, en la Ciudad universal; mas antes, cada una de sus victorias suscitará una impugnación que la volverá vana. No son libres los individuos en un régimen totalitario, aun cuando el hombre colectivo se libere. Al fin, cuando el Imperio libre a la especie entera, reinará libertad sobre rebaño de siervos, que serían al menos libres con relación a toda trascendencia.

Milagro dialéctico, la transformación de cantidad en calidad, es optarse por llamar libertad a la esclavitud total. Como en ejemplos citados por Hegel y Marx, no hay transformación objetiva, sino cambio subjetivo de calificación. Librar al hombre de sujeción divina exige la más absoluta sumisión, al devenir, como antes a un altar. Verdadera pasión del siglo XX es la servidumbre. El Imperio es a un tiempo guerra, oscurantismo y tiranía; afirmando desesperadamente que verdad, fraternidad y libertad será: la lógica de sus postulados a ello le obliga. La intervención cínica de unos ejércitos occidentales contra la revolución soviética demostró entre otras cosas a los revolucionarios rusos cómo las guerras y el nacionalismo eran realidades lo mismo que la lucha de clases.

Movimientos revolucionarios de Alemania, Italia y Francia marcaron el punto culminante de la esperanza revolucionaria. Pero el aplastarse aquellas revoluciones con fortalecimiento consecutivo de los regímenes capitalistas hicieron de la guerra una realidad de las revoluciones. La filosofía de la Ilustración condujo entonces a la Europa del toque de queda. Las guerras, tibias o fría, son la esclavitud de una revolución transformada en imperial: si para retomar la fuente de las revueltas a sus principios falsos no renuncia ello sólo significa un mantenimiento, por varias generaciones y hasta la descomposición espontánea del capitalismo, de una dictadura total sobre cientos de millones de hombres; o, si quiere precipitar el advenimiento de la Ciudad humana, una guerra nuclear, tras de la cual sólo brillaría sobre ruinas definitivas. La revolución mundial, por ley misma de aquella historia que imprudentemente ha deificado, se ha condenado a la policía o las bombas.

Tal  necesidad la sitúa ante un último dilema: fraguarse nuevos principios o renunciar a esas justicia y paz cuyo reinado definitivo quería. Esperando dominar el espacio, el Imperio se ve forzado a reinar también sobre los tiempos. Negando toda verdad estable, precisa negar hasta su forma más baja, de la historia. Año tras año y a veces mes tras mes, 'Pravda' se corrige a sí misma, sucediéndose las ediciones retocadas de la historia oficial. En este punto, la comparación con el oscurantismo religioso no es justa siquiera. La Iglesia jamás llegó a decidir sucesivamente que la manifestación divina se hacía en 2, luego 3 ó 4, y de nuevo 2 personas; esperando que la voz tranquila de rebeldía en un niño proclame al fin cómo 'el rey va desnudo'... según lo que todo el mundo puede ver ya: que una revolución condenada para durar a negar su vocación universal, si no es renunciando a sí misma por ser universal, vive sobre principios falsos.

Las técnicas de propaganda tienden a forzar que coincidan reflexión y reflejo condicionado. Si no hay naturaleza humana, la plasticidad humana es en efecto infinita. El realismo político, en este grado, no es más que un romanticismo sin freno de la eficacia. Es explicable así por qué rechaza el marxismo ruso todo lo irracional, y sólo cálculo debe reinar en su Imperio; Freud, por ejemplo, era un pensador hereje o «pequeñoburgués» porque había dado a luz al inconsciente y le había conferido al menos tanta realidad como al súper-yo: podría definir la originalidad de otra naturaleza humana, en oposición a lo histórico y social.
     
Celebraba 70 años el diario soviético Pravda
   
Se puede someter a un hombre vivo y reducirlo al estado histórico de cosa. Pero si muere rehusando, reafirma una naturaleza humana que rechaza el orden de las cosas. Por eso, el acusado es exhibido y muerto ante la faz del mundo tan sólo si consiente diciendo que su muerte será justa. Debe morir con deshonra, o desaparecer. El sistema concentracionario ruso ha realizado, en efecto, el paso dialéctico del gobierno de las personas a la administración de cosas, pero confundiéndolas. Quien ame a sus amistades las ama en el presente y la revolución no quiere sino un hombre que todavía no está. Amar es matar al hombre perfecto que debe nacer por la revolución. En el reino de las personas, los hombres traban afecto entre sí; en el Imperio de las cosas, por delación se unen: la Ciudad que pretendía ser fraternal se vuelve un hormiguero de solos.

Desde tal punto de vista, la única revolución psicológica que ha conocido nuestra época tras de Freud ha sido efectuada por los NKVD y demás policías políticas, en general. Guiadas por una hipótesis determinista, calculando los puntos flacos y el grado de elasticidad en las almas, estas nuevas técnicas han creado literalmente la física del alma. El diálogo, relación de personas, se sustituyó por propaganda o polémica; que son dos especies de monólogo. Abstracciones han sustituido a las verdaderas pasiones que corresponden al dominio de la carne y lo irracional. «¡Qué miserable -exclamaba Marx- esta sociedad que no conoce mejor medio de defensa sino el verdugo!»; y ése no era todavía el filósofo ni aspiraba, por lo menos, a la filantropía universal.

La contradicción última de la mayor revolución en la historia es del nihilismo; se confunde con el drama de la inteligencia contemporánea que, aspirando a lo universal, acumula las mutilaciones del hombre. La totalidad no es la unidad; ni el estado de sitio, aun extendido, es reconciliación. En esa revolución el reivindicar la Ciudad universal no se mantiene si no es rechazando a los dos tercios del mundo y la herencia prodigiosa de los siglos, negando naturaleza y belleza en beneficio de la historia: amputándole al hombre sus fuerzas de pasión, dolor, dicha e invención singular... o grandezas. Principios que se dan los hombres acaban ganándole por la mano a sus intenciones más nobles. A fuerza de luchas incesantes, la Ciudad universal de los hombres libres y fraternales cede su sitio al universo único del proceso.

Marx reintrodujo en el mundo descristianizado, pero frente a la historia, culpa y castigo. A su manera, aquella no es más que largo castigo, pues verdadera recompensa no se saboreará sino hasta el fin de los tiempos. El juicio definitivo por la historia depende de juicios infinitos que habrán sido pronunciados desde ahora y serán entonces confirmados o invalidados. El mundo del proceso es uno en el cual éxito e inocencia se autentifican uno con otra, donde todos los espejos reflejan la misma mistificación. Se define por los 'Ejercicios espirituales' de San Ignacio: «para no extraviarnos nunca, deberemos estar siempre prontos a creer negro lo que yo veo blanco, si la jerarquía eclesial lo define así».

Al término de larga insurrección en nombre de la inocencia humana surge por una perversidad esencial afirmación de culpabilidad general. Todo hombre es un criminal, sin saberlo: el criminal objetivo es quien, precisamente, creía ser inocente; ¿se trata de objetividad científica? No, sino histórica: ¿cómo saber si el porvenir de la justicia está comprometido, por ejemplo, con la denuncia inconsiderada de una justicia presente? Esta objetividad no tiene sentido definible, pero el poder le dará uno al declarar culpable lo que no apruebe. La ley, cuya función estriba en perseguir sospechosos, los fabrica.

En el régimen capitalista el hombre que se dice neutral es reputado favorable, objetivamente, a él. En el universo del proceso, conquistado al fin y acabado, un pueblo de culpables camina sin tregua hacia imposible inocencia, bajo miradas amargas de Grandes Inquisidores; ahí concluyó el itinerario sorprendente de Prometeo: clamando su odio a los dioses y amor al hombre, se aparta con desprecio de Zeus yendo hacia los mortales para dirigirlos en el asalto al cielo. Pero son débiles o cobardes; y hay que organizarlos. Les gustan el placer o la dicha inmediata; hay que formarles en el rechazar, para crecerse, la miel de los días. El verdadero y eterno Prometeo ha tomado ahora el rostro de una de sus víctimas...
    
    
III.6.- Rebelión y revolución

La revolución de los principios mató a Dios en la persona de su representante. La del siglo XX lo que le quedaba en aquellos mismos, y consagra el nihilismo histórico; escoger la historia, y sólo ella, es elegir el nihilismo contra las enseñanzas de una verdadera rebeldía. Si el hombre quiere hacerse Dios, se arroga el derecho de vida o muerte sobre los otros: fabricante de cadáveres, e infra-hombres, él mismo lo es; y no Dios, sino un servidor innoble de la muerte. Los pensamientos que pretenden guiar nuestro mundo en nombre de la revolución se han vuelto, realmente, ideología del consentimiento y no para ninguna rebeldía: terror es el homenaje que solitarios rencorosos acaban rindiendo a la fraternidad de los hombres.

El revolucionario es al mismo tiempo rebelde, o ya no más que policía y funcionario revuelto contra la rebelión; pero, si lo es, termina levantándose contra la revolución. De modo que no hay progreso, sino simultaneidad y contradicción creciente sin cesar. Todo revolucionario acaba siendo hereje u opresor. En el universo puramente histórico que ambas han elegido, rebeldía y revolución van a parar al mismísimo dilema: policía o locura.

La historia, sí, es uno de los límites del hombre. Pero por su rebelión éste pone, a su vez, en aquella otro límite como promesa de nuevo valor. Eso es lo que hoy día combate implacablemente la revolución cesarista, porque representa su verdadera derrota y una obligación de renunciar a sus principios. En 1950 la suerte del mundo no estriba, como parece, en el luchar entre producción burguesa o revolucionaria; sus fines lo mismo serían; sino entre las fuerzas de rebeldía y dicha revolución...

Reivindicación de toda rebeldía es la unidad, y para la revolución histórica otra totalidad. La primera parte del no, apoyada en un sí, la segunda de negación absoluta, condenándose a todas las servidumbres para fabricar un sí relegado hasta el término de los tiempos. Una es creadora, la otra nihilista. La primera tiene como fin el crear, para ser cada vez más; la segunda se ha obligado a producir, por negar progresivamente mejor.. La revolución, para ser creadora, no puede prescindir de una regla, moral o metafísica, equilibrando el delirio histórico. Sin duda, no tenía más que desprecio justificado por la moral formal y mistificadora que halla en la sociedad burguesa. Pero la locura consistió en extenderlo a toda reivindicación moral.

En sus mismos orígenes e impulsos más profundos hay cierta regla que no es formal y, no obstante, puede servirle de guía. La rebeldía le dirá cada vez más fuerte qué hay que tratar de hacer, no para empezar a ser alguna vez ante ojos del mundo reducido al consentimiento, sino en función de aquel ser oscuro que se descubre ya en el Movimiento insurreccional: esa regla no es formal ni a la historia sometida está; es lo que podremos precisar descubriéndola en estado puro, con la creación artística. Observemos sólo cuánto al «me rebelo, luego existimos» y «existimos solos» de otra rebeldía metafísica, ésta contra la historia suma cómo -en lugar del matar y morir para producir un ser que no somos- necesitamos vivir y hacer vivir para crear... el qué somos...  
    
Beria comisario supremo NKVD a cheka de la URSS
  

lunes, 15 de mayo de 2023

Extracto [sobre un recorrido histórico] en "L' HOMME REVOLTÉ", por Albert Camus (6º)

 [continúa tras de la 5ª parte

 
III.5.3- El fracaso de la profecía 

Hegel ponía soberbiamente fin a la historia en 1807, los saint-simonianos consideraban que las convulsiones revolucionarias de 1830 y 1848 eran las últimas. Comte murió en 1857, disponiéndose a subir al púlpito para predicar el positivismo a una humanidad vuelta por fin de sus errores. A su vez, con el mismo romanticismo ciego, Marx profetizó la sociedad sin clases y la solución del misterio histórico; más prudente, sin embargo, no fijó la fecha.

El movimiento revolucionario, a fines del siglo XIX y a comienzos del XX, vivió como los primeros cristianos, esperando el fin del mundo y la parusía del Cristo proletario. Los textos de Marx ya citados dan una idea justa de la esperanza ardiente que por entonces era el espíritu revolucionario. A pesar de los fracasos parciales, aquella fe no dejó de crecer hasta 1917, el momento que se halló ante sus sueños casi realizados: «luchamos por las puertas del cielo», había gritado Liebknecht. Ya se realizaba la profecía de Rosa Luxemburg: «la revolución se levantará mañana en toda su estatura con gran estruendo y, para terror vuestro, anunciará con todas sus trompetas: era, seré, soy». El movimiento 'Spartakus' creyó tocar la revolución definitiva, puesto que, según el propio Marx, esta debía pasar por la rusa completada con otra más occidental.

Pero el movimiento fue aplastado y ambos líderes espartaquistas fueron asesinados; Alemania se precipitaría a la servidumbre. Quedó la revolución rusa sola, viva contra su propio sistema, lejos aún de las puertas celestiales y con un apocalipsis por organizar. La parusía se alejaba todavía más. La nueva Iglesia se hallaba de nuevo ante Galileo: para conservar la fe, negaría el sol y humillaría al hombre libre. La tendencia observada en la Inglaterra industrial del siglo XIX se ha invertido en ciertos casos o complicado en otros; el capitalismo aprendió planificación y ha contribuido al crecimiento del Estado-Moloch.

En fin, la ley de concentración se reveló falsa para economías agrícolas, tratadas a la ligera por Marx. Y la misma simplificación le apartó del fenómeno nacional, justo en el siglo de las nacionalidades: la nación no podría explicarse por la economía enteramente; su sistema, pues, la ignoró. Por otra parte, se ha podido comprobar cómo la más eficaz acción revolucionaria o sindical fue obra siempre de las élites obreras que no esterilizan hambrunas. La miseria o degeneración no han cesado de ser cuanto antes eran aunque Marx, contra toda observación, no quisiera que lo fuesen: factores conformistas de servidumbre, no revolucionarios.

A partir del momento en que la productividad considerada por burgueses y marxistas un bien en sí misma se desarrolla en proporciones desmesuradas la división del trabajo, que Marx pensó poder evitarse, se ha hecho ineluctable; quienes coordinaban las labores de cada cual han constituido, por su función misma, una capa cuya importancia social es decisiva. Y añadió Simone Weil: «podría suprimirse la oposición entre comprador o vendedor del trabajo sin suprimir otra entre quienes disponen de máquina y aquellos de los que la máquina dispone». La voluntad marxista de suprimir degradante oposición entre trabajos intelectual y manual ha chocado contra las necesidades de la producción que Marx exaltaba en otra parte. Decía que división del trabajo y propiedad privada son expresiones idénticas; mas la historia demostró lo contrario.

La idea de una misión del proletariado no pudo encarnarse al fin hasta hoy en la historia; esto resume el fracaso de la predicción marxista. El fallo de la II Internacional probó cuánto el proletariado estaba determinado por más aparte de su condición económica, y que tenía una patria, contrariamente a la famosa fórmula. Es cierto, además, que la capacidad revolucionaria de las masas obreras fue frenada por la decapitación de la revolución libertaria (con Kropotkin), durante y después de la Comuna parisina; al fin y al cabo marxismo dominó al movimiento obrero a partir de 1872, sin duda también, porque la sola tradición socialista que podía plantarle cara fue anegada en sangre; entre insurrectos del 1871 prácticamente no había marxistas.
     
    
La revolución se halló entregada cada vez más a sus burócratas doctrinarios por una parte, o a unas masas debilitadas y desorientadas por otra. Cuando se guillotina la élite revolucionaria dejando que viva Talleyrand, ¿a Bonaparte quién se opondría? El socialismo industrial no ha hecho nada esencial por la condición obrera pues no tocó al principio mismo de la producción y organización del trabajo, que, por el contrario, exaltaba; ha podido prometer los goces celestiales a quien se mataba trabajando; mas no le ha dado nunca el goce del creador. 

Sólo el sindicalismo revolucionario se introdujo en aquella vía, con Pelloutier y Sorel, queriendo crear mediante la educación profesional y cultura los cuadros nuevos que sigue reclamando todavía un mundo sin honor. Los socialistas autoritarios fueron los primeros en negar tal misión, pues para que se manifestara era preciso aceptar riesgo depositando confianza en la libertad y espontaneidad obreras. 

El socialismo autoritario confiscó, al revés, dicha libertad viva en provecho de otra ideal por llegar aún. Las ilusiones burguesas relativas a la ciencia y al progreso técnico compartidas por el socialismo autoritario dieron origen a esta civilización, de los domadores de máquinas, que puede separarse por la competencia y dominación entre bloques enemigos pero en el plano económico se ha sometido a las mismas leyes: acumulación del capital y producción racionalizada sin cesar acrecentándose.

Toda colectividad en lucha necesita el acumular, en vez de distribuir sus rentas, por acrecentar su poder. Burguesa o socialista, aplazará para más tarde la justicia, en provecho del solo poder. No cesa de acumular nunca; o quizás para ello le hiciese falta pasar por la guerra. Y hasta ese día, el proletario no recibe sino apenas cuanto precisa para subsistir. La esclavitud se generaliza entonces, permanecen las puertas del cielo cerradas. Tal es la ley económica, y la realidad es todavía más sangrienta. La revolución, en el callejón sin salida donde la metieron sus enemigos burgueses y partidarios nihilistas, no tiene más salida que revueltas serviles aplastadas en sangre o espantosa esperanza del suicidio atómico.

Voluntades de poder y lucha nihilista por la dominación lograron más que barrer la utopía marxista: quería dominar la historia, se perdió en ella; quiso avasallar todos los medios pero se redujo al estado de medio cínicamente manipulada por el fin más trivial y sangriento. ¿Cómo un socialismo, que se decía científico, pudo chocar así con los hechos? La respuesta es simple: no lo era; su fracaso depende, por contra, de un método bastante ambiguo para quererse al mismo tiempo determinista o profético, dialéctico y dogmático. 
     
   
Si el espíritu no es sino el reflejo de las cosas, no puede preceder su marcha sino por la hipótesis. Si la teoría está determinada por la economía, puede describir el pasado de su producción, no un futuro que únicamente probable sería. Por lo demás, ¿no es por tal razón por que su libro fundamental se titula 'El capital' y no 'La revolución'...? 

Marx o los marxistas se dedicaron a profetizar el futuro y el comunismo en detrimento de sus postulados para el método científico. Esta predicción no podía ser científica, por el contrario, sino dejando de profetizar en absoluto. El marxismo no era científico; sólo, como mucho, cientificista. Hizo estallar el divorcio profundo que se había establecido entre una razón 'científica' como fecundo instrumento de investigación, pensamiento e incluso rebeldía y otra 'histórica', inventada por la ideología germana en su negación de todo principio.

La historia del nihilismo contemporáneo es un largo esfuerzo para fundar, por la sola fuerza del hombre o las fuerzas a secas, algún orden sobre una historia que no lo tiene ya. Esta pseudo-razón acaba entonces identificándose con la estrategia y astucia, esperando culminar en el Imperio ideológico. ¿Qué harían aquí las ciencias? Nada es menos conquistador que una razón; por ello, la 'histórica' es irracional y romántica. El único aspecto realmente científico del marxismo se halla en su rechazar todo mito, poniendo al día los intereses más crudos.

Marx escribió a Engels que la teoría de Darwin constituía base misma para la suya. Por el marxismo permanecer infalible, hubo, pues, que negar los descubrimientos biológicos posteriores. Como se dio caso de que aquéllos consistieron en introducir noción de azar en biología contra el determinismo, desde mutaciones bruscas constatadas por De Vries, hubo que ordenar a Lyssenko disciplinar los cromosomas y demostrar otra vez el determinismo más elemental. Lo cual es ridículo: para ello, el siglo XX debería negar el principio de indeterminación en física, la relatividad restringida, teoría de los quanta y también otras tendencias científicas contemporáneas.

Al fin y al cabo, el principio que consiste en poner la razón científica al servicio de una profecía no tiene nada misterioso; se le ha llamado ya principio de autoridad; es él quien guía las Iglesias cuando quieren someter verdadera razón a fe muerta y libertad para la inteligencia bajo mantenimiento del poder temporal [véase Jean Grenier: 'Essai sur l’esprit d’ortodoxie']. O sea, estamos en el purgatorio y prometen que no tendremos infierno: es decir, esta fe nueva no se funda sino en la razón pura como las anteriores. 
    
Lasalle: lápida en tumba, Breslau
   
El marxismo no se justificaría, en esta fase, más que por la Ciudad definitiva. ¿Mas dicha Ciudad de los fines tendría entonces un sentido? Sólo uno en el universo sagrado, una vez admitido su postulado religioso: el mundo fue creado, luego tendrá un fin; Adán salió del Edén, la humanidad habrá de volver a él. Aunque ninguno en el universo histórico si se admitió el postulado dialéctico que, aplicado correctamente, no podría ni debía detenerse. De análogas maneras al como a la sociedad estamental sucede otra sin sus estamentos pero con clases, habría que prever que a ésta le sucedería una ya no clasista pero animada entre nuevos antagonismos, aún por definir.

El devenir tampoco tiene fin, sólo medios que nunca están garantizados por nada si no es un valor ajeno al mismo (la dialéctica no es ni puede ser revolucionaria: es únicamente nihilista, puro movimiento que tiende a negar todo cuanto no es él mismo; no hay, pues, en este universo razón alguna para imaginar un fin de la historia; el cual sería justificación de los sacrificios exigidos en nombre del marxismo a la humanidad). Como ese valor ahistórico es al mismo tiempo ajeno a la moral, no sería propiamente hablando ninguno sobre donde poder reglamentar nuestra conducta; sino dogma sin fundamento que podremos hacer nuestro en movimiento desesperado de un pensamiento ahogado por la soledad o el nihilismo, y que veremos imponérsenos desde aquellos a quienes sus dogmas aprovechan. El fin de la historia es, pues, un principio de lo arbitrario y del terror: utilizado, como la moral eterna y el reino de los cielos, para más embaucamiento social.

Las profecías de Nietzsche, sobre tal punto cuando menos, están justificadas. El marxismo, último representante del luchar por justicia y contra la gracia en el siglo XIX, tomó a su cargo sin haberlo querido su lucha también contra la verdad. Al pueblo que no tenía esperanza en el reino de los cielos le prometieron otro del hombre. Pero la sangre de rebeldes cubrió los muros de las ciudades y la justicia total no se acercó. La cuestión del siglo XX, por la cual murieron los terroristas de 1905, se ha ido precisando poco a poco: ¿cómo vivir sin gracia ni justicia?

Sólo ha contestado el nihilismo, y no la revuelta. Hasta hoy sólo habló él, repitiendo la fórmula de los rebeldes románticos, «frenesí»: el histórico se llama poderío. Su voluntad vino a relevar la de justicia, fingiendo al principio identificarse con ella y relegándola luego en algún lugar al final de la historia. Encontramos de nuevo al final de tan largo camino la rebeldía metafísica, avanzando ahora por entre tumulto de las armas y consignas, mas olvidando sus principios; hundiendo su soledad en el seno de las muchedumbres armadas y cubriendo sus negaciones con una escolástica obstinada: volviendo aún hacia el porvenir, de quien ha hecho desde ahora su dios único, pero separada del mismo por una multitud de naciones que abatir o continentes a dominar.
   
En el Ajuntament de Valencia, 23/8/21
   
III.5.4- El reino de los fines

Es completamente falso hablar, como suele hacerse, del jacobinismo de Lenin. Los jacobinos creían en los principios y la virtud; él en la revolución o virtud de lo eficaz, sólo. La lucha contra la moral formal, iniciada por Hegel y Marx, vuelve a encontrarse por él en su criticar las actitudes revolucionarias ineficaces con formas sentimentales; quiso expulsar la moral de las revoluciones por creer con razón que un poder revolucionario no se funda en el respeto a los diez mandamientos.

Tanteó un poco al principio, vaciló sobre saber si Rusia debía pasar primero por la fase capitalista e industrial. Pero era ruso, su tarea consistía en hacer allí la revolución. Echó por la borda el fatalismo económico y declaró ya en 1902 que los obreros no elaboran por sí solos una ideología independiente. La doctrina socialista suponía base científica que sólo podían darle los intelectuales. Cuando dijo que había que borrar toda distinción entre obreros e intelectuales había que traducirle cómo se podía no ser proletario pero conocer, mejor, los intereses del proletariado; y felicitó a Lassalle [inventor del socialismo de Estado] por haber sostenido aquella lucha encarnizada contra la espontaneidad de las masas.

Combatió a la vez el reformismo culpable de aflojar la fuerza revolucionaria y al terrorismo, actitud ejemplar ineficaz. La revolución, antes de ser económica, o sentimental, es militar; su acción revolucionaria se confundirá con la estrategia: «luchar contra la policía política exige cualidades especiales, o sea, revolucionarios de profesión [...] Somos los jóvenes turcos de la revolución, con algo de jesuítico, además»; la dictadura del proletariado es necesaria para oprimir o suprimir lo que queda de la clase burguesa llevando a cabo una socialización en los medios de producción.

Pero sin embargo, en su mismo libelo 'El Estado y la revolución' llegó a legitimar el mantenimiento tras ésta y sin plazo final previsible de la dictadura por una fracción revolucionaria sobre todo el resto, contradiciendo por completo las ideas federalistas y antiautoritarias que la Comuna produjo; pues no se le olvida cómo aquello había fracasado. Su efugio es indiscutible ahí; el Estado provisional de Marx y Engels se ve cargado con una nueva misión que puede darle larga vida. Encontramos ya la contradicción del régimen estalinista, enfrentado con su filosofía oficial: sobre dos justicias, democrática y de gestión directa por soviets. O bien mantener potente aparato burocrático represivo no se justifica, en términos marxistas, o su doctrina es errónea y socializar medios de producción no significa desaparición de las clases.

«A cada cual según sus necesidades» es la fase superior del comunismo; y habrá Estado, hasta entonces. ¿Por cuánto tiempo? «Eso no podemos saberlo... ni se le ha ocurrido a ningún socialista prometer el advenimiento de dicha fase». Con este punto muere definitivamente la libertad. Del reinado por la masa se pasó a la idea de una revolución hecha y dirigida con agentes profesionales. Una crítica implacable del Estado se concilia luego con la necesaria, si bien provisional, dictadura del proletariado en las personas de sus jefes; sin que a nadie se le ocurra proponerle ningún término. El Estado proletario, desde hace más de 30 años, no ha dado señal alguna de anemia progresiva. Recordemos, por el contrario, su prosperidad creciente: mientras haya entre toda la Tierra, ya no en alguna sociedad dada, un oprimido y/o propietario, el Estado se mantendrá.

Bajo la presión inevitable de los imperialismos adversos nace, con Lenin, el imperialismo de la justicia; por una promesa del milagro de justicia remota, legitima injusticias durante todo el tiempo de la historia, convertida en aquella mistificación por Lenin detestada más que nada: hay que aniquilar toda libertad para conquistar el Imperio y, algún día, éste será por fin aquella. El camino de la unidad pasa entonces por la totalidad...  


domingo, 14 de mayo de 2023

Culturas de 'la cancelación', identidad 'woke' o corrección política cual nueva religión sectaria

 
 
"En marzo de 2023 la metrópolis de San Francisco (California) apoyó una propuesta de anteproyecto para "indemnizar..." durante hasta 250 años, con 5 millones de dólares iniciales y unas rentas de otros 97.000 anuales, a cada ciudadano de raza negra como compensación por lo de la esclavitud ocurrido hace siglos [el asunto, que aún carece de cualesquier presupuestos estimados, quedó pendiente para ser ratificado el próximo mes de junio]... 

Así, personas que nunca fueron esclavas recibirían una sustanciosa indemnización de contribuyentes que nunca tuvieron esclavos, en un lugar -como California- donde nunca existió la esclavitud. Hubiera sido justa una compensación en 1865, tras la guerra de Secesión, para aquellas personas que sufrieron esclavitud y todavía estaban vivas. 

Pero, como es imposible indemnizar a los muertos, la presente propuesta tiene seguramente otros objetivos [reeditando una vez más aquella tiranía de ausentes {bien sean difuntos pasados o -¡tanto da!- del futurible, por venir} sobre nuestro muy real presente que tan bien pintó Albert Camus en su gran 'El hombre rebelde'...]: aplacar las atribuladas conciencias de algunos 'vivos'.

Detrás de este tipo de propuestas se encuentra la insólita convicción de que la responsabilidad no corresponde a individuos concretos sino a colectivos. Y la insensata creencia de que la culpa, y la inocencia, se heredan. Estas son las bases del 'wokeismo', como política de la identidad, una extraña doctrina que llama a los futbolistas a permanecer genuflexos antes del partido, que censura y cancela cualquier opinión considerada 'políticamente incorrecta' o exige a los españoles pedir perdón por la colonización de América. 
 
 
Se trata de una ideología que divide a la sociedad en colectivos buenos y malos, víctimas y verdugos, inocentes y culpables, entre los cuales existen agravios, deudas históricas que se heredan del pasado. Y como, supuestamente, ha llegado la hora del juicio definitivo, los colectivos buenos deben recompensarse mientras los malos expían su culpa aceptando sus castigos. Las connotaciones religiosas de esta ideología resultan más que evidentes.

El 'wokeismo' nace en los ambientes universitarios de los Estados Unidos y se difunde mayoritariamente entre las élites y las clases acomodadas. Posteriormente, se extiende de forma arrolladora por países con influencia protestante, encuentra más dificultad para asentarse en países de cultura católica pero no logra penetrar en regiones de tradición no cristiana. 

Nada de ello es casualidad: esta ideología surge por la proyección del credo protestante, calvinista en concreto, para la política. Tiene su origen en la traslación hacia los asuntos mundanos de esos dogmas puritanos que marcaron la vida religiosa de los Estados Unidos desde su formación.

La calvinista tradición puritana se encuentra en el núcleo fundacional de los Estados Unidos de América; muchos de los líderes que impulsaron la independencia eran fervientes creyentes en esta fe. Aunque otras religiones, como el catolicismo, fueron abriéndose camino con el tiempo, los conceptos puritanos habían forjado ya la mentalidad americana, especialmente la de sus élites.
  
    ¡Hoy acá ya no cabe ni 1 tontuná más...!
 
El calvinismo cree en la depravación absoluta de los seres humanos, marcados por un 'pecado original e indeleble'. Contempla el pasado como un camino de corrupción, reflejo de la contaminación papal del cristianismo durante 1.500 años. De ahí la necesidad constante de limpieza, de purgación, los intentos recurrentes de regreso al origen, a las Escrituras. La conciencia calvinista resulta muy atormentada, pues ni la fe ni las obras son garantía de salvación: solo evitarán la condenación del infierno aquellos previamente elegidos por Dios (conforme a su predestinación). 

¿Cómo asegurarse estar entre los escogidos? Según Max Weber, en 'La ética protestante y los orígenes del capitalismo', trabajando sin descanso para que el éxito en la vida, la riqueza, proporcione una señal de pertenecer al grupo destinado a la salvación. Así, la riqueza personal poseería en la visión protestante, calvinista especialmente, connotaciones muy distintas, casi opuestas, a las del imaginario católico.

La influencia calvinista en América del Norte favoreció logros admirables en la política, como la Constitución de los Estados Unidos, repleta de ingeniosos controles y contrapesos a la acción de unos futuros gobernantes que, en ausencia de estos mecanismos, se inclinarían inevitablemente a la maldad, a la corrupción moral. 

Generó también periódicas explosiones de renovación de la fe, de rectitud moral, fenómenos a los que los americanos llaman Gran Despertar (Great Awakening), verdaderos terremotos religiosos cuyas réplicas se harían sentir en toda la Europa protestante. Los dos primeros despertares generaron renovación de la fe y aparición de nuevas confesiones. 
  
  
El tercero (1870-1920), invocó la autoridad de la religión para impulsar transformaciones sociales de carácter ultra puritano, siendo la más conocida la Volstead Act (1919) o Ley Seca, dirigida a combatir el 'demonio' del alcohol.

En 'American Awakening'Joshua Mitchell sostiene que nos encontramos ante el cuarto gran despertar religioso yanqui, "pero esta vez sin Dios y sin redención". La crisis de las iglesias protestantes, la secularización de sus creyentes, trasladó las ideas de culpa, pecado original, predestinación o maldad absoluta desde la religión a la política. Las élites, y gran parte de las masas, fueron abandonando la religión… pero solo en la superficie. 

Ante 'la muerte de Dios', esas élites puritanas trasladan atormentadas conciencias hacia una alternativa utópica: la construcción del 'Reino de los Cielos' en la propia tierra. Pensaban que escapaban de la religión, pero tan solo abrazaban un sucedáneo laico: los mismos dogmas en distinto envoltorio. El 'wokeismo' conservaba buena parte de la liturgia, la moralidad y la espiritualidad calvinistas, pero cambiaba completamente el relato.

El pecado original se había transmutado en los crímenes y transgresiones que la raza blanca, y Occidente, habrían cometido en el pasado, como el colonialismo o la esclavitud. Esta culpa histórica se fue heredando de generación en generación y ahora, llegado ya el momento de un 'juicio final', debería ser expiada con penitencia, castigo, humillación y peticiones del perdón; aun cuando esta deuda nunca sea saldada. 
 
 
Los inocentes, o elegidos para la salvación, se han encarnado en ciertas minorías raciales y grupos pertenecientes a las culturas no occidentales, si bien otros colectivos han ido engrosando posteriormente la tribu de los escogidos: mujeres, gays, 'trans...', etc. Curiosamente, la frontera entre oprimidos y opresores no separa ricos de pobres; quizá por ello sea una ideología tan popular entre las élites.

La Naturaleza es otra víctima inocente del malvado Occidente, contumaz pecador por el uso de energías impuras, aun cuando la definición de pureza haya ido cambiando con el tiempo. El cambio climático es diabólico si lo genera la acción humana; pero benigno si es natural ya que en este caso no hay transgresión, no hay pecado.

El 'wokeismo' se difunde con más dificultad entre países de cultura católica porque ciertos conceptos y actitudes religiosas son distintos. No existe esa percepción de pasado impuro, ni la acuciante necesidad de purgarlo. La conciencia individual es más laxa, menos atormentada por la perspectiva del infierno pues las propias obras pueden proporcionar la salvación: la idea de cargar con la culpa de pecados ajenos, o heredados, encaja peor en la mentalidad católica. 

Tampoco se entiende bien en esta cultura que la línea de demarcación entre oprimidos y opresores no separe a ricos de pobres, sino mezcla de forma irreverente a mendigos y acaudalados en el mismo muestrario, igual que en el escaparate irrespetuoso de los cambalaches. En este sentido, el marxismo era mejor sustituto del catolicismo que el 'wokeismo'.
 
  
La aplicación directa de los conceptos religiosos a la política es incompatible con un sistema democrático, donde la responsabilidad por los actos es individual, nunca grupal ni heredada. Los conceptos del pecado original, la transgresión e inocencia, salvación, penitencia o castigo pueden funcionar en un contexto religioso, referidos simbólicamente a otra vida. Pero resultarían absurdos y extremadamente peligrosos cuando escapan de las iglesias y se nos trasladan al activismo social. 

Dividir a los ciudadanos en grupos inocentes y grupos pecadores, y concederles un trato distinto, no solo es discriminatorio, también señala camino totalitario hacia lo grotesco distópíco

El 'wokeismo' termina siendo así un sucedáneo de religión que rechaza todos los principios de la modernidad liberal como la libertad y responsabilidad individuales, la igualdad ante la ley, el pluralismo de ideas o el valor de discrepancia.

Nos encontramos ante una de las ideologías políticas más disparatadas y dañinas de la historia, un producto para puritanos atormentados que creen haber huido de la religión pero [travistiendo decálogos ancestrales] continúan obsesionados con la culpa y el pecado original. Una doctrina para santurrones que no quieren abrazar la religión… pero tampoco pueden renunciar a ella."