lunes, 15 de mayo de 2023

Extracto [sobre un recorrido histórico] en "L' HOMME REVOLTÉ", por Albert Camus (6º)

 [continúa tras de la 5ª parte

 
III.5.3- El fracaso de la profecía 

Hegel ponía soberbiamente fin a la historia en 1807, los saint-simonianos consideraban que las convulsiones revolucionarias de 1830 y 1848 eran las últimas. Comte murió en 1857, disponiéndose a subir al púlpito para predicar el positivismo a una humanidad vuelta por fin de sus errores. A su vez, con el mismo romanticismo ciego, Marx profetizó la sociedad sin clases y la solución del misterio histórico; más prudente, sin embargo, no fijó la fecha.

El movimiento revolucionario, a fines del siglo XIX y a comienzos del XX, vivió como los primeros cristianos, esperando el fin del mundo y la parusía del Cristo proletario. Los textos de Marx ya citados dan una idea justa de la esperanza ardiente que por entonces era el espíritu revolucionario. A pesar de los fracasos parciales, aquella fe no dejó de crecer hasta 1917, el momento que se halló ante sus sueños casi realizados: «luchamos por las puertas del cielo», había gritado Liebknecht. Ya se realizaba la profecía de Rosa Luxemburg: «la revolución se levantará mañana en toda su estatura con gran estruendo y, para terror vuestro, anunciará con todas sus trompetas: era, seré, soy». El movimiento 'Spartakus' creyó tocar la revolución definitiva, puesto que, según el propio Marx, esta debía pasar por la rusa completada con otra más occidental.

Pero el movimiento fue aplastado y ambos líderes espartaquistas fueron asesinados; Alemania se precipitaría a la servidumbre. Quedó la revolución rusa sola, viva contra su propio sistema, lejos aún de las puertas celestiales y con un apocalipsis por organizar. La parusía se alejaba todavía más. La nueva Iglesia se hallaba de nuevo ante Galileo: para conservar la fe, negaría el sol y humillaría al hombre libre. La tendencia observada en la Inglaterra industrial del siglo XIX se ha invertido en ciertos casos o complicado en otros; el capitalismo aprendió planificación y ha contribuido al crecimiento del Estado-Moloch.

En fin, la ley de concentración se reveló falsa para economías agrícolas, tratadas a la ligera por Marx. Y la misma simplificación le apartó del fenómeno nacional, justo en el siglo de las nacionalidades: la nación no podría explicarse por la economía enteramente; su sistema, pues, la ignoró. Por otra parte, se ha podido comprobar cómo la más eficaz acción revolucionaria o sindical fue obra siempre de las élites obreras que no esterilizan hambrunas. La miseria o degeneración no han cesado de ser cuanto antes eran aunque Marx, contra toda observación, no quisiera que lo fuesen: factores conformistas de servidumbre, no revolucionarios.

A partir del momento en que la productividad considerada por burgueses y marxistas un bien en sí misma se desarrolla en proporciones desmesuradas la división del trabajo, que Marx pensó poder evitarse, se ha hecho ineluctable; quienes coordinaban las labores de cada cual han constituido, por su función misma, una capa cuya importancia social es decisiva. Y añadió Simone Weil: «podría suprimirse la oposición entre comprador o vendedor del trabajo sin suprimir otra entre quienes disponen de máquina y aquellos de los que la máquina dispone». La voluntad marxista de suprimir degradante oposición entre trabajos intelectual y manual ha chocado contra las necesidades de la producción que Marx exaltaba en otra parte. Decía que división del trabajo y propiedad privada son expresiones idénticas; mas la historia demostró lo contrario.

La idea de una misión del proletariado no pudo encarnarse al fin hasta hoy en la historia; esto resume el fracaso de la predicción marxista. El fallo de la II Internacional probó cuánto el proletariado estaba determinado por más aparte de su condición económica, y que tenía una patria, contrariamente a la famosa fórmula. Es cierto, además, que la capacidad revolucionaria de las masas obreras fue frenada por la decapitación de la revolución libertaria (con Kropotkin), durante y después de la Comuna parisina; al fin y al cabo marxismo dominó al movimiento obrero a partir de 1872, sin duda también, porque la sola tradición socialista que podía plantarle cara fue anegada en sangre; entre insurrectos del 1871 prácticamente no había marxistas.
     
    
La revolución se halló entregada cada vez más a sus burócratas doctrinarios por una parte, o a unas masas debilitadas y desorientadas por otra. Cuando se guillotina la élite revolucionaria dejando que viva Talleyrand, ¿a Bonaparte quién se opondría? El socialismo industrial no ha hecho nada esencial por la condición obrera pues no tocó al principio mismo de la producción y organización del trabajo, que, por el contrario, exaltaba; ha podido prometer los goces celestiales a quien se mataba trabajando; mas no le ha dado nunca el goce del creador. 

Sólo el sindicalismo revolucionario se introdujo en aquella vía, con Pelloutier y Sorel, queriendo crear mediante la educación profesional y cultura los cuadros nuevos que sigue reclamando todavía un mundo sin honor. Los socialistas autoritarios fueron los primeros en negar tal misión, pues para que se manifestara era preciso aceptar riesgo depositando confianza en la libertad y espontaneidad obreras. 

El socialismo autoritario confiscó, al revés, dicha libertad viva en provecho de otra ideal por llegar aún. Las ilusiones burguesas relativas a la ciencia y al progreso técnico compartidas por el socialismo autoritario dieron origen a esta civilización, de los domadores de máquinas, que puede separarse por la competencia y dominación entre bloques enemigos pero en el plano económico se ha sometido a las mismas leyes: acumulación del capital y producción racionalizada sin cesar acrecentándose.

Toda colectividad en lucha necesita el acumular, en vez de distribuir sus rentas, por acrecentar su poder. Burguesa o socialista, aplazará para más tarde la justicia, en provecho del solo poder. No cesa de acumular nunca; o quizás para ello le hiciese falta pasar por la guerra. Y hasta ese día, el proletario no recibe sino apenas cuanto precisa para subsistir. La esclavitud se generaliza entonces, permanecen las puertas del cielo cerradas. Tal es la ley económica, y la realidad es todavía más sangrienta. La revolución, en el callejón sin salida donde la metieron sus enemigos burgueses y partidarios nihilistas, no tiene más salida que revueltas serviles aplastadas en sangre o espantosa esperanza del suicidio atómico.

Voluntades de poder y lucha nihilista por la dominación lograron más que barrer la utopía marxista: quería dominar la historia, se perdió en ella; quiso avasallar todos los medios pero se redujo al estado de medio cínicamente manipulada por el fin más trivial y sangriento. ¿Cómo un socialismo, que se decía científico, pudo chocar así con los hechos? La respuesta es simple: no lo era; su fracaso depende, por contra, de un método bastante ambiguo para quererse al mismo tiempo determinista o profético, dialéctico y dogmático. 
     
   
Si el espíritu no es sino el reflejo de las cosas, no puede preceder su marcha sino por la hipótesis. Si la teoría está determinada por la economía, puede describir el pasado de su producción, no un futuro que únicamente probable sería. Por lo demás, ¿no es por tal razón por que su libro fundamental se titula 'El capital' y no 'La revolución'...? 

Marx o los marxistas se dedicaron a profetizar el futuro y el comunismo en detrimento de sus postulados para el método científico. Esta predicción no podía ser científica, por el contrario, sino dejando de profetizar en absoluto. El marxismo no era científico; sólo, como mucho, cientificista. Hizo estallar el divorcio profundo que se había establecido entre una razón 'científica' como fecundo instrumento de investigación, pensamiento e incluso rebeldía y otra 'histórica', inventada por la ideología germana en su negación de todo principio.

La historia del nihilismo contemporáneo es un largo esfuerzo para fundar, por la sola fuerza del hombre o las fuerzas a secas, algún orden sobre una historia que no lo tiene ya. Esta pseudo-razón acaba entonces identificándose con la estrategia y astucia, esperando culminar en el Imperio ideológico. ¿Qué harían aquí las ciencias? Nada es menos conquistador que una razón; por ello, la 'histórica' es irracional y romántica. El único aspecto realmente científico del marxismo se halla en su rechazar todo mito, poniendo al día los intereses más crudos.

Marx escribió a Engels que la teoría de Darwin constituía base misma para la suya. Por el marxismo permanecer infalible, hubo, pues, que negar los descubrimientos biológicos posteriores. Como se dio caso de que aquéllos consistieron en introducir noción de azar en biología contra el determinismo, desde mutaciones bruscas constatadas por De Vries, hubo que ordenar a Lyssenko disciplinar los cromosomas y demostrar otra vez el determinismo más elemental. Lo cual es ridículo: para ello, el siglo XX debería negar el principio de indeterminación en física, la relatividad restringida, teoría de los quanta y también otras tendencias científicas contemporáneas.

Al fin y al cabo, el principio que consiste en poner la razón científica al servicio de una profecía no tiene nada misterioso; se le ha llamado ya principio de autoridad; es él quien guía las Iglesias cuando quieren someter verdadera razón a fe muerta y libertad para la inteligencia bajo mantenimiento del poder temporal [véase Jean Grenier: 'Essai sur l’esprit d’ortodoxie']. O sea, estamos en el purgatorio y prometen que no tendremos infierno: es decir, esta fe nueva no se funda sino en la razón pura como las anteriores. 
    
Lasalle: lápida en tumba, Breslau
   
El marxismo no se justificaría, en esta fase, más que por la Ciudad definitiva. ¿Mas dicha Ciudad de los fines tendría entonces un sentido? Sólo uno en el universo sagrado, una vez admitido su postulado religioso: el mundo fue creado, luego tendrá un fin; Adán salió del Edén, la humanidad habrá de volver a él. Aunque ninguno en el universo histórico si se admitió el postulado dialéctico que, aplicado correctamente, no podría ni debía detenerse. De análogas maneras al como a la sociedad estamental sucede otra sin sus estamentos pero con clases, habría que prever que a ésta le sucedería una ya no clasista pero animada entre nuevos antagonismos, aún por definir.

El devenir tampoco tiene fin, sólo medios que nunca están garantizados por nada si no es un valor ajeno al mismo (la dialéctica no es ni puede ser revolucionaria: es únicamente nihilista, puro movimiento que tiende a negar todo cuanto no es él mismo; no hay, pues, en este universo razón alguna para imaginar un fin de la historia; el cual sería justificación de los sacrificios exigidos en nombre del marxismo a la humanidad). Como ese valor ahistórico es al mismo tiempo ajeno a la moral, no sería propiamente hablando ninguno sobre donde poder reglamentar nuestra conducta; sino dogma sin fundamento que podremos hacer nuestro en movimiento desesperado de un pensamiento ahogado por la soledad o el nihilismo, y que veremos imponérsenos desde aquellos a quienes sus dogmas aprovechan. El fin de la historia es, pues, un principio de lo arbitrario y del terror: utilizado, como la moral eterna y el reino de los cielos, para más embaucamiento social.

Las profecías de Nietzsche, sobre tal punto cuando menos, están justificadas. El marxismo, último representante del luchar por justicia y contra la gracia en el siglo XIX, tomó a su cargo sin haberlo querido su lucha también contra la verdad. Al pueblo que no tenía esperanza en el reino de los cielos le prometieron otro del hombre. Pero la sangre de rebeldes cubrió los muros de las ciudades y la justicia total no se acercó. La cuestión del siglo XX, por la cual murieron los terroristas de 1905, se ha ido precisando poco a poco: ¿cómo vivir sin gracia ni justicia?

Sólo ha contestado el nihilismo, y no la revuelta. Hasta hoy sólo habló él, repitiendo la fórmula de los rebeldes románticos, «frenesí»: el histórico se llama poderío. Su voluntad vino a relevar la de justicia, fingiendo al principio identificarse con ella y relegándola luego en algún lugar al final de la historia. Encontramos de nuevo al final de tan largo camino la rebeldía metafísica, avanzando ahora por entre tumulto de las armas y consignas, mas olvidando sus principios; hundiendo su soledad en el seno de las muchedumbres armadas y cubriendo sus negaciones con una escolástica obstinada: volviendo aún hacia el porvenir, de quien ha hecho desde ahora su dios único, pero separada del mismo por una multitud de naciones que abatir o continentes a dominar.
   
En el Ajuntament de Valencia, 23/8/21
   
III.5.4- El reino de los fines

Es completamente falso hablar, como suele hacerse, del jacobinismo de Lenin. Los jacobinos creían en los principios y la virtud; él en la revolución o virtud de lo eficaz, sólo. La lucha contra la moral formal, iniciada por Hegel y Marx, vuelve a encontrarse por él en su criticar las actitudes revolucionarias ineficaces con formas sentimentales; quiso expulsar la moral de las revoluciones por creer con razón que un poder revolucionario no se funda en el respeto a los diez mandamientos.

Tanteó un poco al principio, vaciló sobre saber si Rusia debía pasar primero por la fase capitalista e industrial. Pero era ruso, su tarea consistía en hacer allí la revolución. Echó por la borda el fatalismo económico y declaró ya en 1902 que los obreros no elaboran por sí solos una ideología independiente. La doctrina socialista suponía base científica que sólo podían darle los intelectuales. Cuando dijo que había que borrar toda distinción entre obreros e intelectuales había que traducirle cómo se podía no ser proletario pero conocer, mejor, los intereses del proletariado; y felicitó a Lassalle [inventor del socialismo de Estado] por haber sostenido aquella lucha encarnizada contra la espontaneidad de las masas.

Combatió a la vez el reformismo culpable de aflojar la fuerza revolucionaria y al terrorismo, actitud ejemplar ineficaz. La revolución, antes de ser económica, o sentimental, es militar; su acción revolucionaria se confundirá con la estrategia: «luchar contra la policía política exige cualidades especiales, o sea, revolucionarios de profesión [...] Somos los jóvenes turcos de la revolución, con algo de jesuítico, además»; la dictadura del proletariado es necesaria para oprimir o suprimir lo que queda de la clase burguesa llevando a cabo una socialización en los medios de producción.

Pero sin embargo, en su mismo libelo 'El Estado y la revolución' llegó a legitimar el mantenimiento tras ésta y sin plazo final previsible de la dictadura por una fracción revolucionaria sobre todo el resto, contradiciendo por completo las ideas federalistas y antiautoritarias que la Comuna produjo; pues no se le olvida cómo aquello había fracasado. Su efugio es indiscutible ahí; el Estado provisional de Marx y Engels se ve cargado con una nueva misión que puede darle larga vida. Encontramos ya la contradicción del régimen estalinista, enfrentado con su filosofía oficial: sobre dos justicias, democrática y de gestión directa por soviets. O bien mantener potente aparato burocrático represivo no se justifica, en términos marxistas, o su doctrina es errónea y socializar medios de producción no significa desaparición de las clases.

«A cada cual según sus necesidades» es la fase superior del comunismo; y habrá Estado, hasta entonces. ¿Por cuánto tiempo? «Eso no podemos saberlo... ni se le ha ocurrido a ningún socialista prometer el advenimiento de dicha fase». Con este punto muere definitivamente la libertad. Del reinado por la masa se pasó a la idea de una revolución hecha y dirigida con agentes profesionales. Una crítica implacable del Estado se concilia luego con la necesaria, si bien provisional, dictadura del proletariado en las personas de sus jefes; sin que a nadie se le ocurra proponerle ningún término. El Estado proletario, desde hace más de 30 años, no ha dado señal alguna de anemia progresiva. Recordemos, por el contrario, su prosperidad creciente: mientras haya entre toda la Tierra, ya no en alguna sociedad dada, un oprimido y/o propietario, el Estado se mantendrá.

Bajo la presión inevitable de los imperialismos adversos nace, con Lenin, el imperialismo de la justicia; por una promesa del milagro de justicia remota, legitima injusticias durante todo el tiempo de la historia, convertida en aquella mistificación por Lenin detestada más que nada: hay que aniquilar toda libertad para conquistar el Imperio y, algún día, éste será por fin aquella. El camino de la unidad pasa entonces por la totalidad...  


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