viernes, 1 de septiembre de 2023

El estoicismo no bástate [recordar a Epicuro de Samos, Horacio, Lucrecio, Filodemo de Gádara]

 
 
"¿Cómo ser feliz? 
 
Esta es una pregunta propia de la infancia, una inquietud filosófica cuya urgencia parece desvanecerse con el tiempo, a medida que nuevas revelaciones, nuevos desengaños, se suceden en nuestras vidas. Ante los embates de la existencia, uno tendería a creer que el estoicismo, encarnado en particular en el pensamiento de Séneca, EpictetoMarco Aurelio, fuera la filosofía más pertinente, la más dotada para brindarnos hoy —aunque tan distinto del nuestro sea el contexto político, social y cultural en el que germinó— la munición intelectual que precisamos para ser felices. 

El estoicismo y su hincapié en el control de uno mismo parecerían ser la fuente de inspiración más indicada para vivir mejor, para volver la mirada hacia nosotros mismos y hacia los demás. Y sin embargo, en cierto momento advertimos que no basta con la disciplina promovida por los grandes estoicos para soportar las dificultades; es igualmente preciso conservar la capacidad de disfrutar plenamente de la vida y de los placeres que esta ofrece. Placeres simples, como por ejemplo el que nos proporciona el primer sorbo de un buen vino por la noche tras una larga jornada.

Existe otra escuela de pensamiento, antigua como el estoicismo que, de forma más matizada, más refinada quizá, intenta conciliar esfuerzo y disciplina con placer, sin oponerlos de manera estricta como tan a menudo hacemos. Una filosofía que promete alcanzar la felicidad apelando a una forma de ascetismo que no es obstáculo para dejar aflorar, al mismo tiempo, cierta sensualidad. A esa corriente la llamamos epicureísmo.
 
 
Hacia el 306 a. C., un ciudadano de treinta y cuatro años procedente de la isla de Samos llamado Epicuro ["el que trae ayuda", en griego] fundó en Atenas una nueva escuela filosófica. Se trataba de una comunidad vagamente jerárquica, unida en torno al maestro y sostenida merced a las donaciones de sus discípulos. Como sede de la escuela, Epicuro eligió un jardín en las afueras de la ciudad —«el Jardín» sería el nombre por el que familiarmente se la conocería desde entonces—, no muy lejos de la Academia Platónica, y una casa, en el demo de Melite, que años más tarde Epicuro legaría a sus discípulos en su testamento. 

«El Jardín» pronto alcanzaría la fama como una de las mejores escuelas filosóficas de toda Atenas: a diferencia de otros filósofos (platónicos, aristotélicos, estoicos), Epicuro se preocupó desde un principio por exponer su doctrina de un modo que resultara claro y accesible a todos, cercano al lenguaje hablado y alejado de la jerga filosófica. Condenó la paideia o cultura escolar de su tiempo basada en el estudio de los textos literarios, y en particular poéticos, a los que acusaba de ser incapaces de ofrecer respuesta para las preguntas más fundamentales. Para Epicuro, todo aquello no era sino un conjunto de quimeras de las que era absolutamente necesario desprenderse si uno deseaba llegar a la verdadera filosofía:

La ciencia de la naturaleza [Περὶ φύσεως, o 'peri fiseós'...] no hace hombres forjadores de jactancia ni de palabrería ni ostentadores de esa cultura propugnada por el vulgo, sino activos, satisfechos consigo mismos y muy orgullosos de los bienes de la persona y no de los que nos procuran las cosas.

Los principales escritos de Epicuro que han llegado hasta nuestros días lo han hecho gracias al décimo volumen de una obra titulada 'Vidas y opiniones de los filósofos ilustres', escrita por Diógenes Laercio, un historiador del siglo III del que apenas nada sabemos. Tales obras son, en esencia, tres cartas que Epicuro habría dirigido a tres de sus discípulos. La primera, la 'Carta a Herodoto', está dedicada a cuestiones de física, es decir, del conocimiento de la naturaleza, la cual, como veremos, juega un papel primordial en la doctrina epicúrea —sabemos que la principal obra de Epicuro, de la que apenas conservamos unos pocos fragmentos, llevaba justamente por título 'De la naturaleza'—. Otra de las cartas, dirigida a Pítocles, se ocupa de los fenómenos celestes, mientras que la última, la 'Carta a Meneceo', tiene la ética como protagonista. A estas tres epístolas se suma una colección de cuarenta 'Máximas capitales', dichos breves tomados sin duda de obras hoy perdidas del propio Epicuro y de sus primeros discípulos.

Las cuatro primeras de esas máximas, que los epicúreos bautizaron con el nombre de «el cuádruple remedio» (tetrapharmakos), sintetizan lo que constituye el auténtico corazón de la filosofía epicúrea: liberar al hombre de las preocupaciones, ayudarle a vencer el miedo a morir, enseñarle en qué consiste realmente el placer y permitirle derrotar a la muerte. El objeto final de tales enseñanzas es aniquilar la turbación del alma (ataraxia) y el dolor del cuerpo (aponía), condición ineludible para todo aquel que desee obtener la felicidad.
 
 
 4 Remedios: No temas a dios, 
 no te preocupes por la muerte. 
 Lo bueno fácil es, de conseguir, 
 y lo espantoso fácil de soportar. 
 
Epicuro murió a edad muy avanzada, en el 271 a. C., dejando como legado una escuela que alcanzaría enorme popularidad en Roma y que perduraría como institución durante quinientos años, hasta el siglo III de nuestra era. Sin embargo, el epicureísmo fue también desde sus comienzos objeto de burla y de críticas feroces por parte de las escuelas filosóficas rivales y, más adelante, por los apologistas y teólogos cristianos; poco hay en común entre la caricatura que se trazó de Epicuro y su auténtico pensamiento: se le tachó de hedonista, libertino y amante del placer, cuando la realidad es que siempre abogó por un ascetismo riguroso; se le acusó de inmoral, aunque jamás dejó de prescribir la práctica de virtudes morales como la justicia, el coraje o la amistad; fue considerado ateo cuando jamás negó la existencia de los dioses, y los padres de la Iglesia lo condenarían como hereje a pesar de haber vivido cuatro siglos antes del nacimiento de Cristo.
 
 
Querido lector, tienes ante tus ojos, en tus manos, un texto escrito por un joven padre latinista y amante de la poesía —en particular la amorosa—, no por un viejo filósofo aficionado a la abstracción. En él dirijo una mirada principalmente hacia el epicureísmo romano, cuyos máximos representantes coinciden en haber sido también poetas, grandes poetas. De estos, el primero que vino a mi mente fue Horacio, Quintus Horatius Flaccus (65-8 a. C.), autor de la célebre fórmula carpe diem. Cierto es que la cuestión de la obediencia filosófica de Horacio ha sido objeto de debate durante más de un siglo —en un pasaje de una de sus epístolas se enorgullece de obrar «sin jurar lealtad a maestro ninguno», nullios addictus iurare, in uerba magistri—, pero existe cierto consenso en la actualidad a la hora de señalar en sus poemas la presencia, entre otros, de motivos epicúreos.

Mucho es cuanto sabemos de Horacio y de su vida: de todos los poetas latinos, es sin duda el que más veces habla de sí mismo. Sabemos, por ejemplo, que era natural de Puglia (entonces Apulia), que fue nieto de una esclava e hijo de liberto, que era bajo, corpulento, de cabellos prematuramente canos y ojos delicados. Tras una estancia por estudios en Atenas, donde centró especialmente su aprendizaje en la filosofía moral, se unió con poco más de veinte años al bando de Bruto, quien había alzado un ejército contra Octavio, el futuro emperador. Convertido en tribuno militar, comandó una legión durante la batalla decisiva en Filipos, de la que no obstante terminaría huyendo para salvar la vida. Amnistiado, obtuvo un puesto como escribano, oficio que le concedió largos ratos para el ocio. Cercano al epicúreo Mecenas y más tarde al propio emperador Augusto, Horacio dedicará el resto de su vida a la poesía. Escribió sus primeras piezas líricas con veintitrés años, y compuso sus últimas odas cuando contaba más de cincuenta. Son, sin duda, su obra maestra: en ellas logró adaptar al latín el lirismo que, seis siglos antes, sus dos predecesores lesbios Alceo (620-580 a. C.) y Safo (612-557 a. C.) -de Mitelene- habían plasmado en el idioma griego. 

Los otros dos grandes nombres del epicureísmo romano, ambos pertenecientes a la generación anterior a la de Horacio y ambos también poetas, son Lucrecio (¿97?-55 a. C.) y Filodemo de Gádara (110-40 a. C.). La relevancia de este último se ha reevaluado considerablemente en las últimas décadas, y hoy nadie duda de su importancia como eslabón entre Horacio y el epicureísmo griego. Originario de un pequeño pueblo al sureste del lago Tiberíades, en el norte de Jordania, Filodemo abrazó la doctrina epicúrea a su llegada a Atenas, ciudad en la que viviría durante casi quince años. Allí fue miembro de la escuela epicúrea (90-75 a. C.), entonces dirigida por Zenón de Sidón. Partió luego hacia Roma, convertida en el nuevo centro de la civilización, desde la que pronto se convirtió en portavoz de la doctrina epicúrea en Italia. Entabló amistad con Lucio Calpurnio Pisón, suegro de César, de quien se convirtió en cliente habitual y quien le protegería hasta su muerte. Fijó su residencia en la Campania, en Nápoles y Herculano, al lado de Pisón, quien le aseguró una tranquila existencia a cambio de compartir con él charlas filosóficas. Compuso numerosas obras sobre temas históricos, éticos, psicológicos, estéticos e incluso políticos. Fue también un buen poeta, autor de epigramas a menudo eróticos, y merecedor incluso del elogio de Cicerón, quien a pesar de su rechazo público al epicureísmo y su enemistad personal con Calpurnio Pisón, alabó los versos de Filodemo «de giros tan finos, tan elegantes, tan graciosos, que es imposible imaginar nada con mayor encanto».

De su contemporáneo Lucrecio (c.99-55 a. C.), en cambio, sabemos muy poco. San Jerónimo afirmaba que se había suicidado a la edad de cuarenta y cuatro años, víctima de una poción de amor, afirmación que no parece muy probable. Los Lucrecios eran una antigua y bien conocida familia (gens) romana; sin embargo, no hay evidencia de que Lucrecio tuviera orígenes aristocráticos, pues no era en absoluto infrecuente que los esclavos, una vez liberados, tomaran el nombre de la familia a la que habían pertenecido. Su obra maestra, el sublime poema didáctico en seis cantos 'De la naturaleza de las cosas' —a menudo más conocido por su título en latín, 'De rerum natura'—, trata sobre la física epicúrea.

En torno a Filodemo se reunía en Nápoles un grupo de amigos entre quienes figuraba un joven y prometedor poeta, de enfermiza timidez, llamado Publio Virgilio Marón (70-19 a. C.). También la obra poética de Virgilio, y en particular su poema didáctico en cuatro cantos 'Geórgicas', escrito a lo largo de siete años (del 37 al 30 a. C.), muestra por momentos innegables acentos epicúreos —estaremos atentos a ellos.
 
 Encuentro de filósofos (mosaico de Pompeya).
 
En una de sus epístolas, y con la figura de Homero en mente, Horacio alaba a los poetas frente a los filósofos, pues los primeros son capaces de decir «con más claridad y mejor» (plenius ac melius) «lo que es decente y lo que es deshonroso, y lo que es útil y lo que no lo es» (quid sit pulchrum, quid turpe, quid utile, quid non)Me pareció interesante tomarle la palabra y escribir un libro en el que reflexionar sobre el epicureísmo, ilustrándolo con los escritos del propio Horacio —ante todo sus bellísimas odas, pero también sus epodos, sus sátiras y sus epístolas—, y de Lucrecio. No he podido evitar arrogarme el placer de pequeñas incursiones en la obra de otros autores, poetas, filósofos e incluso novelistas occidentales, y me ha parecido especialmente interesante recuperar la voz de humanistas del Renacimiento como Lorenzo Valla, Giovanni Pontano, Erasmo de Róterdam o Montaigne; en particular, este último cita a Lucrecio hasta 149 veces en sus 'Ensayos', y otras 148 a Horacio, auténticos «fragmentos del epicureísmo […] brillan a menudo, por su belleza intrínseca, en las páginas de Montaigne». No en vano, los humanistas desempeñaron un papel fundamental en revivir el interés por el epicureísmo en Occidente, prosiguiendo así con la labor de rehabilitación de la doctrina iniciada en el siglo XII.

A mi modo de ver, los citados autores tienen todos ellos mucho que decir sobre la esencia del epicureísmo, aunque no sean filósofos epicúreos sensu stricto y aun cuando los suyos fueron tiempos y contextos muy distintos al de Epicuro; quien, descalzo y vestido con una simple túnica de lana, procuró vivir de la manera más simple, rodeado por un grupo de discípulos en una pequeña comunidad que ocupaba un jardín con una casita de Atenas, en pleno inicio del período helenístico* y bajo el gobierno de los reyes macedonios que sucedieron al gran Alejandro...
 
 
1.- Carpe diem
 
Celebérima fórmula «más perenne que el bronce» (aere prennius), como aseguraba sus autor. Para comprender bien su significado, leamos la oda de Horacio, que oculta la admonición en su último verso:

No preguntes, Leucónoe —pues saberlo es sacrilegio— qué final nos han marcado a mí y a ti los dioses; ni consultes los horóscopos de los babilonios. ¡Cuánto mejor es aceptar lo que haya de venir! Ya Júpiter te haya concedido unos cuantos inviernos más, ya vaya a ser el último el que ahora amansa al mar Tirreno con los peñascos que le pone al paso, procura ser sabia: filtra tus vinos, y a un plazo breve reduce las largas esperanzas. En tanto que hablamos, el tiempo envidioso habrá escapado; échale mano al día, sin fiarte para nada del mañana.

Tu ne quaesieris (scire nefas) quem mihi, quem tibi
finem di dederint, Leuconoe, nec Babylonios
temptaris numeros. Ut melius quicquid erit pati!
Seu pluris hiemes seu tribuit Iuppiter ultimam,
quae nunc oppositis debilitat pumicibus mare
Tyrrhenum, sapias, uina liques et spatio breui
spem longam reseces. Dum loquimur, fugerit inuida
aetas: carpe diem, quam minimum credula postero.
 
Hay que admitir que se ha generado cierto malentendido alrededor del carpe diem horaciano. No se trata, como muchos piensan, de una invitación a degustar los placeres de la vida: el vino, la buena comida, el amor… El poeta pretende dirigir nuestra atención hacia otros aspectos como nuestra relación con el tiempo o nuestra angustia por el futuro, lastres de los cuales invita a liberarse a una mujer, Leucónoe, a quien aconseja concentrarse en el presente.
 
 "De rerum natura" (Biblioteca Vaticana)
 
Es innegable, sin embargo, que un banquete sirve como contexto de esta oda y que el tema del que esta trata, de forma más o menos directa, son los placeres del vino, aunque solo sea porque en varios pasajes hace referencia al cultivo de la vid. El poeta invita asimismo a Leucónoe a «filtrar sus vinos» (uina liques, v. 6). Todo ello contribuye a vincular esta oda a la larga tradición de los cantos de banquete cultivada por los líricos griegos de los siglos VII y VI a. C, en particular por Alceo, el gran poeta de Lesbos, supuesto modelo junto con Safo de las odas horacianas. En sus poemas, Alceo se sirve de todo tipo de pretextos para invitar a beber a su auditorio —compuesto sin duda por miembros de su facción política—, ante el cual canta sus poemas en un marco consagrado al placer y la amistad. En uno de los pocos fragmentos de su obra que nos han llegado, Alceo exhorta así a su interlocutor:

Zeus hace llover, baja del cielo
una enorme tormenta y están helados
los cursos de las aguas […]
Desprecia la tormenta, aviva el fuego,
sazona, sin escatimarlo, el vino
dulce como miel, y luego reclina
tus sienes sobre un blando cojín.

Ὕει μὲν ὀ Ζεῦς, έκ δ’ὀράνω μέγας
χείμων, πεπάγαισιν δ’ὐδάτων ῤόαι […]
κάββαλλε τὸν χείμων’, ἐπι μὲν τίθεις
πῦρ, ἐν δὲ κέρναις οἶνον ἀφειδέως
μέλιχρον.

Puede que a este poema se deba que Horacio oponga en su oda el invierno desatado en el mar al interior de una sala de banquetes, allí donde posiblemente es invitada Leucónoe a «filtrar sus vinos».

Sea como fuere, el principal consejo que el poeta da a la joven es que no se preocupe por el futuro y viva el presente, que se aleje de adivinos o astrólogos, profesionales muy consultados en la época de Augusto y cuya práctica hoy tantos remedan en la sección del horóscopo de periódicos y revistas. El carpedel verbo carpere«recoger», «arrancar», debe entenderse en el sentido de desgajar el momento presente, aislándolo tanto del futuro como del pasado, para así poderlo vivir de la forma más plena.

Qué duda cabe que el futuro nos fascina: estamos inmersos con tanta frecuencia en él, en un perpetuo ejercicio de anticipación y planificación. ¿Qué me va a pasar? ¿Cómo me preparo para ello? ¿Qué hago si se presenta tal o cual circunstancia? ¿Y si me dicen tal cosa? Conocemos la escena. Nos convencemos de que finalmente seremos felices cuando hayamos logrado determinado objetivo, realizado tal proyecto, escrito ese artículo, ese libro. Estamos preocupados hasta que lo alcanzamos, y una vez lo hemos obtenido, nos proyectamos hacia una nueva meta. Así damos prueba de nuestra profesionalidad, nuestra previsión, nuestro dinamismo, nuestra ambición. Y por ello precisamente, nos dice Horacio, en el tanto procrastinar radica nuestro error

La sabiduría (sapiasv. 6) a la que se refiere aquí es, sin duda, la filosofía epicúrea. Epicuro condenó las prácticas adivinatorias, que a sus ojos no tenían fundamento real alguno. Llevar una existencia enteramente proyectada hacia el futuro es algo vano, afirma el filósofo: «la vida del necio es ingrata, intranquila; toda ella se proyecta hacia el futuro». Por mucho esfuerzo que pongamos en conocerlo, nos dice, el futuro sigue siendo algo desconocido que atormenta nuestro espíritu. Suscita esperanzas, miedos que nos mortifican, que carcomen y turban nuestra alma y emponzoñan nuestra paz mental. El tiempo se ve inundado por la incertidumbre y la infelicidad, la espera deviene alguna dolorosa tortura... ¡Liberemos nuestra conciencia de las angustias del futuro! Dejemos de preocuparnos constantemente por los males que puedan surgir, pues hacerlo supone ya una forma de sufrirlos. «¡Cuánto mejor es aceptar lo que haya de venir!» (Ut melius quicquid erit pati..., v. 3.)
 
 
Bien al contrario, para ser feliz es necesario «cosechar el día», vivir cada momento en su plenitud, reconocer su valor infinito. No importa si este momento presente es placentero o doloroso, feliz o infeliz: la vida tiene su amargura, y si esta existe puede, por tanto, llenarme. Uno no debe, recuerda Horacio en otra parte, flotar «pendiente de la dudosa esperanza de cada momento» (dubiae spe pendulus horae), sino asegurarse de que su ánimo «con lo presente esté contento», laetus in praesens:

El ánimo que con lo presente esté contento, de lo que hay más allá no quiera preocuparse; y temple las amarguras con una plácida sonrisa, que no hay felicidad que lo sea por entero.

Laetus in praesens animus quod ultra est
oderit curare et amara lento
temperet risu: nihil est ab omni 
parte beatum.
 
No debemos demorarnos en adoptar tal actitud: Horacio nos exhorta a adoptarla de inmediato, sea cual sea nuestra edad. La filosofía epicúrea no se dirige únicamente a los ancianos, para quienes el tiempo es breve y precioso, sino también los jóvenes, quienes por norma creen disponer de mucho más tiempo para elegir. El propio Horacio contaba solo treinta y seis años cuando formuló su célebre carpe diem, y Epicuro comenzaba su famosa 'Carta a Meneceo' dedicada a la ética, así:

Ni por ser joven demore uno interesarse por la verdad, ni por empezar a envejecer deje de interesarse por la verdad. Pues no hay nadie que no haya alcanzado ni a quien se le haya pasado el momento para la salud del alma. Y quien asegura o que todavía no le ha llegado o que ya se le ha pasado el momento de interesarse por la verdad es igual a quien asegura o que todavía no le ha llegado o que ya se le ha pasado el momento de la felicidad. De modo que debe interesarse por la verdad tanto el joven como el viejo, aquel para al mismo tiempo que se hace viejo rejuvenecerse en dicha por la satisfacción de su comportamiento pasado, y este para al mismo tiempo que es viejo ser joven por su impavidez ante el futuro. Así, pues, es menester practicar la ciencia que trae la felicidad si es que, presente esta, tenemos todo, mientras, si está ausente, hacemos todo por tenerla.

¿De qué modo obrar tal cambio de actitud con respecto al tiempo? No es ni mucho menos fácil, o al menos mi propia experiencia así me lo sugiere…

Ante todo, no vivir en el futuro —o casi diríamos no vagar por él—, como el poeta nos invita, es concentrarnos plenamente en una actividad mientras nos dedicamos a ella; es prestar toda nuestra atención cuando observamos un ser, un objeto, el mundo, centrarnos en ellos por sí mismos. El universo se convierte en el aquí, del ahora [el mismo hic et nunclatino, de resonancias indias...*], deja de ser un mero marco para mi acción. De ahí la importancia que Horacio —haciéndose quizá eco de las detalladas recomendaciones de Virgilio en sus Geórgicas— concede, por ejemplo, a los gestos propios del cultivo de la vid, y de la poda en particular (reseces, v. 7), técnica llevada a la perfección por generaciones de viticultores (algo sé de ello, mi padre es uno de ellos) y que «sigue siendo hoy el gesto tradicional que la química o la mecánica se saben impotentes por modificar o sustituir»:

Detengámonos por un momento a contemplar al bodeguero en el corazón de sus viñas deshojadas en esta mañana de invierno. De pie, el busto ligeramente apoyado en la vid, la hoz en la mano, ha determinado de un solo vistazo dónde cortar el sarmiento. Ha evaluado el aspecto general de la planta: conoce su edad, siente su vigor, prevé sus futuras ramas, cuenta el número de yemas necesarias, decide por dónde avanzar la poda. Tallar, no cortar, como el sastre de ropa a la medida, como el cantero cuando sigue la veta de la roca. Tallar, casi esculpir.

El viticultor que poda sus vides en silencio, concentrado, moviliza con cada gesto todos los recursos de su mente, todos sus conocimientos y sabiduría. ¡Asegurémonos de encontrarnos, lo antes posible, en este estado de atención plena hacia nosotros mismos y nuestras acciones! El tiempo es «envidioso» (inuida aetas, v. 7-8), y como leemos en los primeros siete versos de la oda (dum loquimur, v. 7), huye, huye sin retorno: Sed fugit interea, fugit irreparabile tempus («Pero huye entre tanto, huye el tiempo irrecuperable»), escribió Virgilio. El tiempo, «este único bien fugaz» que la naturaleza nos ha otorgado, lo malgastamos, ¡ay!, para vivir vidas inconclusas.
 
"Horacio en la tumba de Virgilio", por J. Bruno Gassies (1786 - 1832)
 
En otro pasaje, Horacio sugiere a otro poeta, Tibulo, un ejercicio muy simple, pero que implica un cambio radical de perspectiva: considerar cada nuevo día como si fuera el último de hecho que brilla para nosotros:

En medio de las esperanzas y las cuitas, en medio de los temores y las iras, hazte a la idea de que para ti ha amanecido el día postrero: bienvenida será, cuando llegue por añadidura, la hora que no se esperaba.

Inter spem curamque, timores inter et iras
omnem crede diem tibi diluxisse supremum; 
grata superueniet quae non sperabitur hora.

Nada hay de mórbido en sus palabras, al contrario: si esa es la perspectiva que adoptamos, cada hora, cada día se nos aparecerán como un presente inesperado y maravilloso.

Por supuesto, es difícil permanecer en tal estado mental por mucho tiempo; no es así como estamos hechos. No obstante, procuremos hacer regresar, tan a menudo como nos sea posible, toda nuestra atención a nuestras ocupaciones presentes, rescatándola sea del futuro o del pasado por el que vague, siguiendo el ejemplo de Montaigne, quien con alma epicúrea escribe:

Cuando bailo, bailo; cuando duermo, duermo. Incluso, cuando me paseo en solitario por un hermoso vergel, si mis pensamientos se han ocupado de circunstancias extrañas cierta parte del tiempo, otra parte de él los devuelvo al paseo, al vergel, a la dulzura de la soledad y a mí. La naturaleza ha observado maternalmente que las acciones que nos ha impuesto por nuestra necesidad nos resultaran también placenteras. Y nos induce a ellas no solo por medio de la razón, sino también mediante el deseo. Es injusto corromper sus reglas. 

No importa, en definitiva, qué hagamos, aunque no sea mucho, aunque no se nada, es nuestra actitud, el cómo [lo] hacemos, lo que de verdad reviste importancia. Para los epicúreos, el placer es más una disposición que un estado sensorial propiamente dicho, proviene de cierto sentimiento que uno tiene de mi mismo.

Aprovechar el día es ser plenamente consciente del carácter único, inesperado y maravilloso de cada momento que pasa, gozar del placer de existir y dar. A quien dice «hoy no he hecho nada», le responde Montaigne: «¡Cómo!, ¿no has vivido? Eso es no sólo la fundamental, sino la más ilustre de tus ocupaciones»..."

 

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* El greco-budismo fue un sincretismo cultural entre la cultura griega y el budismo que se desarrolló durante 800 años desde el siglo IV a. C. hasta el siglo V d. C. por Asia del Sur, en lo que hoy en día son los Estados de Afganistán y Pakistán, después de que Alejandro Magno conquistara territorios cerca de la India: unos pocos años después de la muerte de Alejandro, las franjas más orientales del Imperio seléucida se perdieron en una guerra con el Imperio Maurya; tiempo después el emperador Maurya Aśhoka se convertiría al budismo y difundiría la filosofía religiosa a lo largo de su dominio, como consta en los Edictos de Ashoka. Se extendió así al Reino greco-bactriano; y la afición griega por las estatuas produjo las primeras estatuas de Buda, lo que finalmente condujo a la tradición moderna. Asimismo influyó en el desarrollo artístico (y posiblemente también conceptual) de los linajes Mahāyāna del budismo, antes de ser éstos exportados al nordeste de Asia a partir del siglo I; llegando luego hasta el Tíbet, la China, Corea y Japón e Indonesia... 

Edictos de Ashoka, grabados en piedra desde hace veintitrés siglos




6 comentarios:

  1. "Permitir que la muerte, al presentarse, nos sorprenda como si nos halláranos frente a algo inesperado es, no cabe duda, una insensatez" (Filodemo)

    "...y todos y cada uno de nosotros, aunque por nuestras ocupaciones no tengamos tiempo para ello, morimos..." (Epicuro)

    "¿Tras atravesar el gran Aqueronte arremolinado, una vez ya cruzado, y de nuevo del sol la luna clara vas a ver? Vamos, no te empeñes en tamañas porfías." (Alceo)

    "Se van de retirada la tersa juventud y la belleza cuando las áridas canas ahuyentan el desbocado amor y el sueño fácil...." (Horacio)

    "Dicen: '¡Infeliz!, ¡Oh infeliz!'...; porque 'un día fatal te roba todas las delicias de la vida feliz'... Pero no añaden: 'Ya no te queda sentimiento alguno'. Si esta verdad tuvieran bien sabida, y siguiese a sus dichos la práctica, de gran pena y de miedo se libraran." (Lucrecio)

    El placer es el objetivo de la vida, pero lo que hace que ésta sea agradable no son los placeres de los libertinos, sino “el razonamiento sobrio que examina los motivos para elegir o rechazar cada cosa, y que aleja de sí aquellas opiniones que tienen como resultado una mayor perturbación del alma (...) Por lo cual, bien más preciado que el mismo amor a la verdad resulta la sensatez, de la que se derivan todas las demás virtudes, pues nos enseña cómo no es posible vivir gozosamente sin hacerlo sensata y hermosamente; ni de forma justa sin hacerlo gozosamente. Porque las virtudes están unidas por principio al hecho del vivir gozosamente, y éste inseparable también es de aquellas." (Epicuro)

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  2. "Que mañana el Padre llene de un sol reluciente o de nubes negruzcas el cielo: pese a todo, no habrá de dejar en nada cuanto atrás ya queda; ni deshará tampoco, volviéndolo en no acaecido, lo que la hora fugaz una vez consigo se haya llevado." (Horacio)

    “Créeme, una gran parte de aquellos que hemos querido, aunque el azar nos los haya arrebatado, queda con nosotros. Es nuestro el tiempo transcurrido, y nada es más seguro que aquello que ya ha sido.” (Séneca)

    "Y al recibir las impresiones de las primeras imágenes nuestra naturaleza se hace porosa de tal modo que, incluso cuando no están ya presentes los objetos que vio al comienzo, se mantienen en nuestra mente imágenes semejantes a las anteriores; surgiendo sus figuras tanto en la vigilia como en el sueño." (Diógenes de Enoanda)

    "Pues el cuerpo no puede sentir más que lo actual y presente, mientras que el alma también lo pasado y lo futuro [...] Necios se atormentan con el recuerdo de los males; los sabios se complacen en los bienes pasados evocándolos con grato recuerdo. Depende de nosotros sepultar en perpetuo olvido contrariedad, y recordar con alegría las dulzuras y prosperidades..." (Cicerón) "...si como en vaso agujereado y roto no fueron derramadas." (Lucrecio)

    "No es el joven quien merece ser felicitado, sino el viejo que ha pasado una vida hermosa, pues el joven que está en la flor de la edad yerra pasando por su cabeza por cualquier cosa ideas extrañas; mientras que el viejo ha arribado a la vejez, como a puerto seguro, tras haber logrado incluir entre sus seguras satisfacciones los bienes que antes había desesperado alcanzar." (Epicuro)

    "Ningún dolor puede envilecer este placer, ni fuerza alguna puede arrancarlo, ni existe revés de la Fortuna capaz de arrojarlo contra las rocas. Nos pertenece, y permanecerá junto a nosotros mientras la memoria misma perviva y con ella el recuerdo de hechos loables." (Giovanni Pontano)

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  3. Hoy puede ser un gran día, plantéatelo así /
    Aprovecharlo o que pase de largo depende en parte de ti /
    Dale el día libre a la experiencia para comenzar /
    Y recíbelo como si fuera fiesta de guardar /
    No consientas que se esfume /
    Asómate y consume la vida a granel /
    Hoy puede ser un gran día, duro con él /
    Hoy puede ser un gran día donde todo está por descubrir /
    Si lo empleas como el último que te toca vivir /
    Saca de paseo a tus instintos y ventílalos al sol /
    Y no dosifiques los placeres, si puedes derróchalos /
    Si la rutina te aplasta dile que ya basta de mediocridad /
    Hoy puede ser un gran día, date una oportunidad /
    Hoy puede ser un gran día imposible de recuperar /
    Un ejemplar único, no lo dejes escapar /
    Que todo en cuanto te rodea lo han puesto para ti /
    No lo mires desde la ventana y siéntate al festín /
    Pelea por lo que quieres y no desesperes si algo no anda bien /
    Hoy puede ser un gran día y mañana también .

    (Joan Manuel Serrat)

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  4. Es asombroso y casi increíble pero no existe, que yo sepa, ninguna pintura representando a Epicuro (ni a un epicúreo de la Antigüedad, algún discípulo del filósofo del Jardín o ninguna comunidad filosófica de la Campania); como tampoco existen telas que tengan por motivo al epicúreo Lucrecio, autor de 'De la naturaleza de las cosas', y esto en toda la producción pictórica del arte planetario...

    Podemos encontrar muchos retratos de san Agustín, ¡y al mismo tiempo ni uno solo para Epicuro! Para ser más precisos: de él solo existe un retrato imaginario pintado por Rafael en la inmensa 'Escuela de Atenas' donde tal filósofo aparece con una corona de flores alrededor del cuello, relleno y lampiño, cuando en las estatuas se le representa con cara alargada y barbudo. ¿Por qué razón extraña?

    Epicuro es el pensador que, durante siglos, hace posible la resistencia al cristianismo con su doctrina materialista y atomista que impide toda superstición mitológica, filosófica, religiosa, espiritual. Cuando, para toda la física, solo hay átomos cayendo en el vacío, y la física agota lo real y el mundo, tales tipos de metafísica se revelan imposibles: con semejante sistema resulta difícil inventar dioses en mundos subyacentes para castigos o recompensas, como tampoco es posible adherirse a la fabula del cuerpo de Cristo en una hostia y de su sangre por un cáliz lleno de vino.

    En el transcurso de los siglos, el linaje epicúreo infunde lo que denomino una contra-historia de la filosofía: el atomismo, materialismo, sensualismo, ateísmo. No obstante, encontramos pocos retratos de esos héroes del pensamiento. Nada hay sobre Leucipo, y, cuando se representa a Demócrito, se hace por oposición a Heráclito, al objeto de confrontar dos visiones del mundo, la risa alegre del primero frente a las pesimistas lágrimas del segundo; nada pues sobre Epicuro ni Lucrecio.

    No es de extrañar ya que, desde siempre y hasta el día de hoy, el arte está hecho por y para los dominantes, príncipes y reyes, cardenales y papas, banqueros y burgueses: son ellos quienes realizan u honran los encargos de forma contante y sonante. Pero ellos no tienen razón alguna para promover unas ideas encaminadas al abolir su mundo.

    La filosofía de Epicuro se propone acabar con los miedos, temores, dolores y sufrimientos pulverizándolos en la mente. ¿De qué manera? Con una física que impida toda metafísica o, en otras palabras, toda concepción del mundo que -como atestigua la etimología- nos diga existir alguna cosa después de la física y se apresure a proporcionar los detalles de dichas ficciones...

    La ciencia es pues el único medio para hacer retroceder las creencias. Cuando sabemos lo que existe verdaderamente, no inventamos un mundo subyacente, ninguno distinto al del que la física sabe rendir cuenta plenamente. Puesto que es en ese mundo subyacente o posterior donde anidan las divinidades, cualesquiera que sean las formas que adopten.

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      ¿Qué dice la física epicúrea? Que una lluvia de átomos caía verticalmente en el vacío sin tocarse antes de que una pendiente, el 'clinamen', hiciera que un átomo se uniese con otro y se pegase a él produciendo aquel primer agregado con que se constituyó después el mundo. En nuestro mundo, igual que en el universo (que se encuentra constituido por múltiples mundos), no hay pues más que átomos y vacío.

      Hasta aquí la física atomista.

      Todo está pues compuesto de átomos, incluyendo a los dioses que residen entre los mundos en los intermundos. También ellos están constituidos por átomos extremadamente sutiles y no les preocupa en absoluto qué son ni qué hacen los humanos. No hay nada que temer de ellos, por lo tanto, Los dioses no mantienen ninguna relación con los hombres y tienen otras cosas que hacer antes del repartir puntos buenos o malos, recompensas y castigos eternos. Son impasibles y conocen la ausencia de preocupaciones, o ataraxia, un objetivo existencial que debe ser querido y pretendido por los hombres con una sensatez adecuada Hasta aquí la teología pagana.

      Para asemejarse a los dioses en la tierra, y vivir como ellos liberados de preocupaciones, hay que practicar el remedio cuádruple ('tetrapharmakon', en griego); no hay que temer a los dioses; la muerte no es un mal; el sufrimiento es soportable; la felicidad es alcanzable Hemos visto por qué y cómo no hay que temer a los dioses: allá donde se hallan no les preocupan los hombres que, por lo tanto, no tienen nada que temer de sus miradas ni de sus juicios.

      La muerte no es un mal porque, cuando aquí está ella nosotros ya no estamos, y cuando estamos aquí ella todavía no lo está; así pues, no es tanto una realidad como una representación sobre la cual podemos trabajar haciendo un buen uso del tiempo. ¿Cómo? Evitando malgastarlo con el recuerdo de los sufrimientos del pasado o estropeándolo con el temor de lo que pueda ocurrir. Hay que vivir el presente y no alterarlo con la nostalgia del pasado ni con la futurición. Horacio escribirá: 'carpe diem', recoge desde hoy las rosas de la vida. Digámoslo de otra forma: saber vivir intensamente el instante presente, porque no se volverá a presentar y todo tiempo perdido lo es definitivamente.

      El sufrimiento es soportable, dice también Epicuro. De hecho, o bien es tan fuerte e insoportable que se nos lleva o bien no se nos lleva; lo cual quiere decir que no era tan fuerte como la idea que nos hacíamos de él y, por lo tanto, debemos hacernos otra. En aquella época, de tiempos para los que la mortalidad era elevada, la mortalidad infantil considerable, se desconocían las asepsias o antisepsias, la farmacia y cirugía eran rudimentarias, el dolor anunciaba un mal que pronto mataría sin demasiadas posibilidades de tratamiento... se pensaba en el sufrimiento de una manera muy distinta a la de hoy día. Aun así, esta idea de que la voluntad está en parte relacionada con el sufrimiento y que el querer puede modificarlo no carece de cierta eficacia existencial, y siempre ha sido así.

      Finalmente, último momento del cuádruple remedio: la felicidad es alcanzable. Epicuro define la felicidad de una forma muy simple: es la ausencia de preocupaciones. Ahora bien ¿qué es una preocupación? La sed y el hambre. ¿Cómo podemos abolir esos problemas? Bebiendo cuando tenemos sed y comiendo cuando tenemos hambre. Pero hay que beber y comer únicamente para apagar la sed y calmar el hambre, con agua y con pan aderezado con poca cosa (se cuenta que un día el filósofo hizo un jolgorio con un tarrito de queso que le regalo un amigo...). No es cuestión de beber un 'grand cru' de Falerne o de devorar tetas y vulvas de cerdas rellenas, los extravagantes platos del banquete de Petronio: se trata solamente de acabar con el dolor de la sed y del hambre por la manera más sencilla posible. Una vez satisfechos esos deseos, establécese ausencia de preocupaciones: ataraxia está asegurada.

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      Epicuro diferencia, en efecto, los deseos naturales y necesarios comunes a los animales y hombres -que, si no se satisfacen, conllevan la muerte, hambre y sed- respecto de otros: los deseos naturales y no necesarios (la sexualidad por ejemplo, igualmente común a hombres y animales pero que si no se satisface tampoco morimos) o los deseos no naturales ni necesarios propios de los hombres: el deseo de tener, poseer, coleccionar honores, acumular bienes y riquezas o posesiones, tener una reputación... La felicidad está únicamente, por tanto, en satisfacción de los deseos naturales y necesarios (recordémoslos: beber para atajar la sed, comer para saciar el hambre; no hay nada más ascético)... Un monje podría bien aceptar esta dietética de los deseos.

      Hasta aquí la moral epicúrea.

      La física atomista induce pues una teología sin dios que desemboca en una moral hedonista. He aquí un sistema encerrado en si mismo y extremadamente coherente. Ya en su tiempo, como hemos visto, el idealista Platón deseaba que las obras completas del materialista Demócrito fueran destruidas, lo cual prueba hasta qué punto el pensamiento atomista actúa como antídoto del pensamiento idealista.

      Sin embargo, el cristianismo es un pensamiento idealista. Se comprende por qué la obra completa de Platón y Aristóteles, compatibles con esta religión, han llegado casi por entero hasta nosotros y fueron debidamente copiadas por monjes a lo largo de los siglos... La de Epicuro, en cambio, que según Diógenes Laercio tenía escritos más de 300 libros, ha sido casi destruida. De él solo nos quedan tres cartas, una a Heródoto sobre la naturaleza y la física, otra a Pitocles sobre la astronomía y una última a Meneceo sobre la moral. Se le conservan también más de un centenar de máximas desgajadas desde sus textos perdidos, halladas en el Vaticano y llamadas por esa razón Sentencias vaticanas.

      Unos siglos más tarde en Roma su más célebre discípulo, Lucrecio, fue un poeta marcado por el epicureísmo. Llevó a cabo el paso de la filosofía ascética griega de Epicuro a una versión romana más pragmática y menos austera, redactada en versos de seis pies, con un inmenso poema titulado 'De la naturaleza de las cosas'. Ese texto será hallado en el siglo XIV guardado por un monasterio y penetrará en la Europa intelectual hasta el punto de poner en peligro toda la estructura cristiana.

      Es comprensible cómo el arte occidental no ha querido promocionar pictóricamente al autor de una obra semejante.

      . (Michel Onfray: 'Una historia de la filosofía a través de pintura')
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