sábado, 22 de junio de 2024

Sobre "PERRO [o Los bocados de la calandria]", inclasificable artefacto literario por M.A Maeso


Han pasado ya 20 años desde que se publicaba este librito, como 'novela' editado por más que tal definición le resulte un tanto artificial. Sea lo que fuera, en todo caso no podría caber gran debate sin embargo sobre su carácter, como verdadera creación reflexiva y de poesía (en prosa, ¡manque para nada prosaica...!, con imborrables páginas de "realismo mágico" desasosegante); dicho ello en consonancia con aquella tan clarísima poética definida por Gabriel Celaya dentro de sus "Cantos iberos" (1955)...  

 
Y sin más, después de lo ya recogido aquí sobre otras obras debidas a la misma escritora, lo mejor será [h]ojear esta Vista previa del texto con tan sólo algunos fragmentos que se transcriben seguidos a continuación.   
 

  

A la naturaleza, que ni perderá su futuro
ni vivirá de su memoria.
  
 
                                                         Cada vez se inventan medidas nuevas y más
                                                    estúpidas solamente para hacer ver que la
                                                    calandria social, que gira vacía, puede seguir
                                                    funcionando eternamente.
                                                          (Grupo Krisis, 'Manifiesto contra el trabajo').

                                                           Cada vez cuesta más mantener la fachada de
                                                      la normalidad.
                                                                                      (Robert Kurz)  .

 
   I. 

 Este es un otoño extremadamente seco. A menudo oigo esta frase rutinariamente pronunciada por enfermos y enfermeras. Pero yo ya no lo siento y sé que es una frase. A menudo veo bandadas de aves cruzando el cielo, que a veces se detienen formando ángulos. Sé que son grullas, sé que sus gritos de convocatoria para la emigración están cayendo sobre esta ciudad que las ignora. Sé que en los campos habrá niños que, al oírlas, les alzarán los brazos con gestos de despedida. Yo sólo las veo. Para eso basta que gire un poco la cabeza hacia la derecha de mi cama y permanezca inmóvil frente a la pared, cuya franja central es una ventana. A ella vuelvo cada vez que mencionan la falta de agua en este tiempo, entonces veo que la luz es excesiva en los ramajes de un árbol de follaje escaso y desgarbado. Sé que es un pino. Lo miro con el eco de esa frase que lo nombra en su sequía y no puede retenerme, quiero decir que no me agarra. A menudo pruebo a mirarlo de nuevo vistiéndolo de humedad y de una agitación verde, imaginando en sus horquillas pájaros y nidos, y tampoco tales voces consiguen atraparme. No como me acogían, por esta época del año, los remotos álamos que cuidaron de mi infancia. Pero tampoco aquéllos, que recuerdo con extremada precisión, consiguen retenerme. Y, como ante su otoño este pino, mi cuerpo permanece en un neutro sentir: indiferente.

A veces la puerta de mi habitación está abierta y entonces veo pasear a los troceados. Esos personajes con una pierna de menos o sin las dos, con rostros sin ojos o con hombros sin prolongación, sí me retienen. Oigo pasos de madera y me vuelvo hacia sus dueños que, sin embargo, son hombres y mujeres, niños y viejos que me miran con miembros de cristal, de plástico, de acero, de plata o de oro. Me vuelvo y los miro hasta tocar con los ojos sus tornillos enterrados entre fibras carnosas, tendones, venas. Los miro y puedo sentir el frío de esas prótesis alojadas en las extremidades de un fémur para que una rodilla flexione o una cadera recupere movimientos; el clamoroso vibrar de las varillas de metal que sujetan un cuerpo humano y hacen que se sostenga como lo sostenía el hueso al que reemplazan. A veces penetro un pecho con los ojos hasta reblandecer las válvulas de plástico situadas al lado del corazón, donde la aorta tiene forma de cayado. Lo que oigo es espeso y rojo, de una poderosísima vitalidad que, ajena a su dueño, me atrapa fascinada. 

Así los veo pasear. No pienso en ellos. Quiero decir que no en su totalidad, sino en esas piezas que no crecen con su propietario temporal. Pienso en sus injertos y añadidos; en litros de sangre anónima almacenada en bolsas, refrigerada y transfundida; en cánulas y anillos de material cartilaginoso como una tráquea; en tuercas y grapas vertebrales que mantienen a raya una columna; en inyecciones de insulina extraídas del páncreas de los cerdos; en hígados arrancados de respetables cadáveres o de babuinos, traídos de dios sabe dónde a cumplir su función de colador en cualquier cavidad abdominal, sin marca alguna de extranjería. Aunque sé de riñones de chicos brasileños obtenidos por dos perras que, bajo el traje impecable de un millonario, tal vez de derechas, tal vez de izquierdas, producen y eliminan su orina con la misma eficacia que bajo el dorso desnudo de su anterior dueño. Lo sé. Y entonces me pregunto qué habrá sido de aquel chico que malvendió un riñón para seguir tirando y con qué sustituiría al otro, si le hiciera falta. Y entonces me digo que tal vez no todo tenga su relevo. Que, pese a tanto ajetreo por reemplazar cada pedazo estropeado, acaso queden boquetes entre diente y diente, silencios en la memoria, abismos entre fecha y fecha, agujeros que ya no se llenan porque no hay piezas de recambio. O no las suficientes. Y entonces pienso que este trajín de los repuestos es cosa de ricos, o de desesperados, o de ricos desesperados. O simplemente de asesinos. El caso es que no siempre se llenan. A mi abuela, por ejemplo, en el pecho izquierdo le quedó un boquete. Como no tenía pezones no podía criar a sus hijos, que se le morían con semanas. Cuando iba a nacer mi padre le pusieron a mamar los perros. Perros recién nacidos para que fueran sacándole el pezón. Cuando me lo contaron sentí náuseas: esos animales ciegos y babosos olfateando y lamiendo insistentemente los pechos de mi abuela, punzándolos, agujereándola, succionándole como oscuras sanguijuelas... 
 
 
Esos animales llegaron a quitarme el sueño. Una noche me dije que la historia, a fin de cuentas, está repleta de niños alimentados por perras, osas, lobas, de modo que, si en mi familia era al revés, no debería ser pasto de tanto escrúpulo, y dejé que esa imagen de mi abuela amamantando perros se envolviera por el halo de los elegidos. Así contemplaba lo que no podía ser recuerdo, pero llenaba mi memoria: Ella y los cuatro o cinco cachorros, colgados alternativamente de sus pechos romos, liquidando deudas contraídas por toda la historia del hombre con los mamíferos, dejándose mirar plácidamente para el disparo de una foto arcádica color sepia. La que sólo en mi fantasía existiría. Así es de disparatada nuestra sed por embellecer a los que nos precedieron. Sin embargo, apenas parpadeas ya nadie dispara y la imagen que iba a detenerse se deshace en polvo de belleza evaporada. Sí. Yo parpadeé un instante y de pronto no encajaba. No: A ella no le colgaban los perros para criarlos, ni podría decirse que su destino, el de ser arrojados al Duero o a los peñascos, le importara. Su leche era a cambio de un servicio que los animales le prestaban, ir adelantándole el trabajo a su nuevo hijo, no fuera a seguir los pasos de sus hermanos. Una vez que los perros hubieran cumplido su misión nada les libraría de conocer por última vez las aguas o las piedras. Sucedió que uno de esos animales no sería tan nuevo y quiso probar sus dientes. Sucedió que de un mordisco le arrancó una ración que no era sólo leche. Y ahí dejó a la abuela lo que ya siempre iba a ser un cráter ceniciento. Ya anciana, ni siquiera a la hija que la cuidaba le dejaba ver lo que había dentro. Hasta los ochenta, defendiendo su escondite, siguió viviendo: Con frecuencia pienso, más que en ella, en su boquete. Y en ese perro. [...]


   II.

 [...] Madrid y las mujeres estábamos en mayo, ellas iban o venían con el pasmo abotargado. Qué susto nos has dado, qué susto, hija, hermana, amiga... Los hombres estaban lejos [...] De esa primavera también recuerdo un ajetreo de papeles rubricados por despachos de abogados, médicos y banqueros. Un trasiego vertiginoso por la terminología del apuntalamiento tras la estampida. Averquéqueda, averquéqueda, a ver a ver: ¿las Completas de Lenin en la estantería de qué habitación? ¿la Santa Cena mirando contra la pared de qué salón? También habría que aprender a dormir con mucho sitio para el miedo.

Hacia julio yo seguía siendo una eventualidad de mí misma, la sustituta temporal en un oficio que no era el mío, una estatua reservada, siempre sospechando que, entre la dureza de mi piel y el hueso, algo enquistado pervivía, algo blando y suave que en estado de larva aguardaba su momento. Hacia julio, nada como mi propio cuerpo me sorprendía. Yo a sus pies, a merced de ese lugar de encuentro para el dolor y el gozo, siempre impredecibles. Pues mira la mía, oía con frecuencia, y ya hace cuatro años. Ahora cosen mejor, pero no esperes que se te borre a base de sol y cremas. ¿Y qué más te han quitado? Después de todo, te merecías un descanso... El cuerpo sabe lo que pide. Y tienes suerte; hay gente que no siente [...]


   III.

 [...] Por la ventana del otro hospital, que era la de una décima planta, sólo veía un trozo de cielo. Un mes ahí sin suelo, imaginando cómo sería ese terreno en el que iba a poner los pies a mi salida. A fuerza de ver pasar las nubes siempre se me figuraba inconsistente y movedizo, como ellas. Pero nunca me pregunté si los carcinomas habrían rozado el alma. Entonces no. Entonces sólo había aturdimiento.

Cuando salí de aquello, quiero decir cuando salí de aquel hospital, efectivamente, el suelo se movía y era muy difícil presentarse ante cualquier bulto, masculino sobre todo. De modo que, ante cada mirada, consideraba preciso remacharme en: Tú, comosinada. Nadadenada, total, la cabeza está en su sitio. Si algo punzaba poderosamente, los tirones venían desde tan abajo que no podía distinguir de qué tejidos procedían, consideraba igualmente preciso insistir en que lo que yo presentaba, este costurón que me sube hasta el estómago desde la vagina, no era sino una versión temporal de mí misma. Nada definitivo. Ningún dolor iba a rozarme el cuerpo y lo demás, si es que había un además, ese trozo que, bien como germen o bien como envoltura, con obsesivo empeño, por los bordes de mi cuerpo me buscaba [...]


   VI.

 [...] Mi situación no era tan grave como la de esos que llevan años a la espera, que tienen hijos, la vivienda embargada, los recibos del agua, de la luz y del gas pendientes... Mi caso, en esa cuerda, era envidiable. Aunque yo también pensaba en mi casa, que estuvo pagada y ahora no, pues ahora faltaba la mitad de nuevo. Pero no era en la puerta de mi casa donde aullaba el perro, sino en el mismo suelo de la calle, en ese lento avanzar de pasos de atediada espera y de rutinaria resignación. Donde nada indicaba que eso iba a tener final, donde ningún horizonte se atrevía a dibujarse. Mi espera todavía iba cargada de incertidumbre y no conocía la abdicación. Pero ahora estaba ahí, componiendo junto a su cansancio la bolsa amenazante que el sistema necesita para abaratar los sueldos, como diría Luis si aquí me viera, esa masa de miseria humana que sólo con exhibirla espolea a los trabajadores para rendir al doble [...]
 

 
   VII.

 Terminas donde acaba tu epidermis. Pero alguien, dentro de mí, no se creía eso, así que por adentro sentía el pico de las estrellas, el filo de los cristales, las puntas de los diamantes y, uno por uno, los aguijones de cien avispas ebrias. No quise la muerte. Pero sé que alguien deseaba salir, rompiendo como fuera la corteza de mi cuerpo. En medio del recuerdo de terribles dolores, que ya no experimento, recuerdo ese deseo. Y sé que alguien había dentro, alguien que, gritando, buscaba huir de esa hermética posada y salir hacia otro dueño. Alguien, espantado, había dentro. Cierro los ojos y recuerdo que nunca fue tan clara la voz de ese alguien horrorizado que había dentro.

Ahora está callado. Ignoro el rostro del que queda, ignoro de qué está hecho. Tal vez el que pervive dentro sea sólo alguien que recuerda.

Cierro los ojos y me oigo decirle a mi amigo médico: Me distraes demasiado de mí misma. Eso le había dicho. De qué exactamente, podría haberme preguntado él. Y, entonces, a saber qué tontería hubiera respondido. Pues, ¿quién había dentro? No aullidos. Si acaso pájaros escondidos que apenas se atrevían a abrir el pico. Quien miraba el cielo de la mañana y desde la cama buscaba un trozo para ellos no era un perro, el que mordía mis pies apenas los bajaba al suelo. Este perro no es de dentro, me decía. No vamos a vernos más, le había dicho. A mi marido tampoco. A mi jefe del banco igual. ¿Era o no era para tanto?, me decía. Los demás seguían en sus puestos y yo no tenía ninguno. Ahora los días venían serios y aburridos como perros que vienen hacia ti con una lentitud de saurios, como torpes lagartos que en cualquier momento desquician su mandíbula para tu espanto.

El espejo devolvía una figura deforme y gigantesca a la que le sobraban horas, saberes, miembros. Sabía que no era yo quien se arrancaba trozos voluntariamente, que no era un perro de dentro quien devoraba mis excedentes. Este perro no está dentro, me decía. Mis trozos se caen a mordiscos desde fuera. Este perro carnívoro no está dentro. Dentro hay un animal con alas que vislumbra desde arriba el algodón del porvenir y que por el agua y la tierra del ahora se pondría en marcha. Dentro hay otra cosa que no encuentro. No este perro. No es el pájaro que pregunta adónde iría si pudiera irme, qué sería si pudiera ser, qué diría si tuviera voz. Yo iría a cualquier lado, me decía. 

Este perro cometrozos vive fuera, es el que aúlla y caga en cualquier puerta, en las vallas de la cárcel, en la areola de un pezón hundido hasta meterse ahí con todos sus dientes para luego salir corriendo. Los presos lo sabían y con hilo de bramante se cosían los labios. No fuera a escaparse el pájaro. Se cerraban. No eran perros que delatan mientras comen su tajada. Una vez vi uno llegar así a la escuela. A diez días de eso. Con los labios agujereados, hinchados, amoratados. Sin hilo ya. Aquella escuela de la cárcel donde trabajé unos años, recién terminado Derecho, antes de que saliera el contrato con el banco. Aquellos chicos troceados que exhibían sin pudor los miembros recortados y los huecos no cubiertos por piezas de repuesto. Hombres remordidos por un perro rabioso que venían de un barrio como el mío. Devueltos al crujido de los minerales y luego terminados en piel de hierro. Alguien, sin embargo, les quedaba dentro. Alguien vive dentro en quien así se cose, al menos. No pregunté nada a aquel chico. Si hay algo dentro no debe escaparse. Con ese alguien paseaban, frenéticamente por las líneas blancas del campo de baloncesto. Sólo de raya a raya. Dentro del rectángulo. Fuera de ese trozo, el patio, que después de todo terminaba en otra línea alzada, les sobraba. A los psicólogos les gustaba jugar con ellos. Probar a sacarlos a un gran prado, por ejemplo. Y resultaba que los presos ponían igualmente sus estacas, acotando un trozo. Fuera de sus líneas imaginarias, el prado, que después de todo también terminaba en más estacas, les sobraba. Era su modo de dar la cara ante lo suyo y defender el pájaro. 

Te crees imprescindible malgastándote en un trabajo absolutamente inútil, decía mi marido. Y minaba esa certeza de saberme necesaria. Ahora cierro los ojos y recuerdo: Busco una aguja de lana en la caja de costura. Puede que haya algo escondido dentro. Algo que no veo pero que hay que proteger. Luego, recogerlo y arrancarse el resto. Recogerlo y defenderlo como ellos. Escarbo en mi labio superior. También en el de abajo. Duele demasiado. Es algo monstruoso. Pero algo debe responder. Óyeme, cuerpo, ¿qué soy? Algo que debe estar ahí aunque puede escaparse. Ya no eres cuerpo de abogada, tampoco cuerpo de secretaria, tampoco cuerpo de ningún marido, ni de ningún médico. Entonces, ¿qué? ¿Eres un cuerpo parado? Eso no se es. Ningún organismo vivo está parado. Eso no se es. Ante la pregunta "¿y tú que quieres ser? ", ¿qué niño ha respondido alguna vez:  "Parado, yo parado"? Se parece a responder: "Yo quieto, muerto". Nadie da nunca esa respuesta; nadie tiene dentro eso, sino otra cosa, algo, ¿qué? Algo que hay que proteger [...]

Buscaba el rostro también rendido de la abuela, su cara de contarnos cuentos sin alzar la vista de la camisa o del pantalón que remendaba. De cuando contaba historias como si no fueran para nosotros o como si le diera igual quién pudiera escucharlas. Y, sin embargo, esas historias terribles nos alcanzaban el alma. Un alma de hierba bajo la sombra de una mirada de vaca: Una madre le manda a su hijo a comprar hígado al mercado, comenzaba. El niño se entretiene en la plaza jugando con otros chicos y pierde su dinero y, asustado porque no va a poder llevar la cena a casa, decide ir al cementerio a robárselo a un muerto enterrado esa mañana. La abuela no dejaba la aguja, casi nos roza con ella y ella no nos mira, por eso continúa como si nada. Pero ese hígado tenía otro dueño y durante la noche vendría a reclamárselo, a pedirle cuentas al niño que había mentido, desobedecido, robado... Al que se había entretenido y jugando se le había olvidado adónde iba y para qué era el dinero que le habían dado. Y ese niño oiría en medio de la noche abrirse la puerta de la calle y luego pasos en la escalera y luego en el pasillo y luego en la puerta de la habitación y luego debajo de su cama. Y cuando la abuela imitaba la voz del niño aterrorizado: ¡ay!, abuelita, ¿quién será?, tampoco nos miraba. Sólo cuando llegaba al final y tenía que cogernos de los pelos, para representar la venganza del muerto, nos tocaba.
 
 
Y entonces, había unos segundos en los que aún estarían sus manos en nuestras cabezas asustadas. Tal vez un solo segundo, sólo uno antes de que ella volviera a coger la aguja. Un segundo por el que, treinta años después, se podía entrar aún al sueño con el rumor del río y la pradera. Un segundo con las manos de la abuela en mi cabeza. Con mi cabeza en ese hueco por donde tantos años atrás pasó corriendo un perro. Asintiendo con su lento corazón de abuela a que el dolor no sostiene a ningún hombre. Asintiendo a que mintieron, a que el dolor sólo aturde con más dolor y más dolor y más dolor hasta adormecerte.


   VIII.

 Cierro los ojos y recuerdo. Cierro los ojos y me oigo decir: ¡Qué maravilla! Si. Una maravilla lejana No para ser tocada. No para ser tentada por ella. Para ver las mejores puestas de sol de Madrid hay que asomarse al Viaducto. Parece un dique reblandecido. Cierro los ojos y recuerdo cómo se deshacía la piedra, cómo temblaba el hierro de la barandilla, empujándome hacia ella ... Una maravilla, día tras día... No para ser agotada. ¡Una maravilla!, dije. Recuerdo cuán gozosamente dolía en su reclamo el fuego. Pero ahora ya no duele. Mi barbilla no era todavía de titanio. Cuando no es así, en una barandilla de hierro y piedra, duele tanto que se duerme. Yo no. Yo no me dormía y, por eso, aún recuerdo. Pero recordar ya no me duele. A veces querría ese dolor para que el recuerdo fuera más preciso. Pero incluso este deseo carece de punzadas, quiero decir que sus puntas de diamante no me alcanzan, de modo que tal vez no sea deseo. Puede que sólo sea un recuerdo: Veo que estoy ahí donde sé que hay un cielo ardiendo por envolverme. Veo mi inclinación y oigo jadear a mi corazón como el de un extenuado perro. Pero no me ahogo. Y no sé qué era aquel dolor porque el dolor siempre es en presente y no está ahora. Aquello que dolía, y que al recordar no duele, tampoco ya es un fiel recuerdo. Ahora recuerdo así, estoy mirando a fondo y, por más que sepa que entre el suelo y yo hay fuego, es un fuego neutro, que ya no es fuego. Sé que mi barbilla en un pilar de piedra me dolía hasta adormecerse. Ahora, me digo que puedo mirarlo todo nuevamente. Poner de nuevo la barbilla ahí y dejar que sin dolor todo comience [...]


   XII.

 [...] No fue intento de suicidio, como dijeron. Yo deseaba un trozo al que agarrarme. Pensaba en ello, lo deseaba y sentía miedo. Lo pensaba en medio de un dolor que, antes que dolor era algo verdadero, mío, intenso. Ahora no hay dolor, ni por fuera ni por dentro. Ahora ya no tengo miedo. Ahora no deseo. Pero recuerdo en qué consiste cerrar con tal fuerza los ojos. Ahora también sé que tarde o temprano uno obtiene lo que así desea.

Recuerdo esto en la habitación de un hospital y me gusta ver cómo, al suceder ahora, sucede de otro modo. Entonces, ni en mi mandíbula había titanio, ni en mi cadera acero, ni en mi nariz platino y silicona. Se vive también junto a este frío, sin rabia y sin chasquidos. Pienso en mi abuela, a dos o tres semanas de una tormenta, a meses del mordisco de un perro que salió corriendo, y sé que se vive también así, con lo que queda.

Los visitantes hablan entre ellos o se distraen hojeando las revistas [...]

Lo entiende todo, dicen, y yo sé que sí y que no pueden molestarme. Conozco las reglas del juego. La cabeza está en su sitio. Una pierna no. La nariz tampoco. Nada me molesta. Y nada duele. Ni mejor ni peor que ayer, dicen. Ningún dolor, casi ningún dolor. Samuel Beckett está pensando en estos días felices míos. Ya no hay perros rondando por estas escombreras [...]


   XIV.

 [...] En todo caso, saber o no saber ya no duele. Nada duele. No sé si se trataba o no de esto. Sé que había un perro voraz que mordía y se llevaba el alma a trozos. Sé que ese perro no estaba dentro, que desde afuera vigilaba cuánto cuerpo me sobraba. Ahora sé cómo funciona lo que queda. Sé que es un otoño extremadamente seco. Su luz inunda la habitación y atraviesa mi cuerpo maquinalmente, tal como día a día mi bolso era escaneado, a sabiendas de que nada peligroso había dentro; luz que rutinariamente atraviesa el cuero a la entrada del día, como a la entrada del banco donde trabajé diez años. No duele. Nunca más preguntaré quién vive dentro. Sé que unos cuantos tornillos, agujas, clavos y placas intramedulares, los que estabilizan mis fracturas, jamás responderían a una pregunta. Que por otro lado ya no surge. Sé que todo ese material externo va unido con cemento a lo que soy: esa pregunta que ya no surge. Que bulle bajo miradas de hierro, bajo un hambre de hierro, bajo sonrisas de hierro. Una pregunta que no puede asomar, porque vive en cavernas que remiten a la Edad del Hierro. Una pregunta que tal vez se esté oyendo en medio de aquel tiempo. Desde aquel dolor y sueño, acaso un día su eco nos alcance para que todo recomience.

Madrid verano-otoño 96
 
 
Según reseña crítica que apareció en la revista 'Espéculo' -Facultad de Ciencias de la Información, Universidad Complutense de Madrid- nº 27, esta parábola de María Ángeles Maeso es «una obra dura. Tan dura, al menos, como el mundo que estamos haciendo. En estos tiempos utilitarios, en los que las personas se ven reducidas a una función productora y valoradas desde ella, la autora nos muestra la historia de una pérdida, más que de la dimensión humana, de la dimensión social. "Sin trabajo, sin marido, sin útero ni ovarios en su sitio, a saber lo que pareces" (p. 55). Esta reducción de los tres factores determinantes de la posición -la laboral, la afectiva y la biológica- nos presenta el descarnamiento de un ser desgarrado por las tensiones internas y externas. Desposeída de todo lo que nos da consistencia a través de los otros, la protagonista se lanza a una búsqueda de su esencia a través de un cuerpo y una mente perforados por el dolor: dolor del cuerpo, dolor de la memoria. Hay que tocar fondo, sentirse en plena nada, para tratar de llegar a comprender no lo que ya no se es, sino lo que se ha perdido, un alma separada en alguna de esas mordidas que la vida le ha ido dando.

Reducida a una condición de insensibilidad, tanto física como anímica, la protagonista —nos viene a la memoria el 'Malone muere', de Samuel Beckett— se convierte en el resultado de unos tiempos despiadados, inhumanos, en los que vivir se ha reducido a una condición superficial y en donde los hombres son tratados como parte de máquinas, sustituibles por recambios en los momentos en los que sea requerido. La búsqueda de un alma, de un algo que habite ese cuerpo maltrecho y maltratado, humillado y despreciado, se convierte en la línea que atraviesa la obra. La negativa a ser solo materia, un objeto en una sociedad de objetos vivientes, no de sujetos, es la rebeldía inútil, casi camusiana, que sacude la conciencia de la protagonista.

Los méritos literarios de esta primera novela son muchos. Hay capítulos —son unidades de sentido, más que episodios— de gran belleza. La forma estilística elegida se mueve entre una narración entrecortada, con una selección de momentos en los que las pequeñas cosas adquieren una dimensión simbólica, y la reflexión casi ensayística sobre las condiciones de la protagonista. La prosa narrativa se deshace en imágenes que son analizadas por un conciencia dolorida. De su producción poética toma la autora una vocación por la construcción simbólica sin caer en la prosa poética. Es más bien el uso del lirismo en su sentido más hondo, como conexión con la intimidad, con lo más sentido del sujeto.

Porque de eso se trata, de conciencia. Conciencia de sí misma, conciencia de su futilidad, y rebeldía de esa conciencia en su avance irrefrenable hacia la destrucción de la sensibilidad, único refugio ante un dolor que atraviesa cuerpo y mente de forma insoportable. "Porque sé que triunfé. Que encontré ese punto intocable, que disparé y acerté. Que existía algo y lo recuerdo. Que en algún momento di en el centro de ese algo imprescindible. Y lo perdí para ser como ellos. Sonrío como ellos" (p. 85)En 'Perro' nos encontramos con la conversión de lo cotidiano -el paro, la infidelidad, el abandono, la enfermedad- transformado en tragedia existencial. Esas situaciones, reducidas a estadísticas, son las que pueblan nuestro mundo de noticias. Aquí lo vemos focalizado, diseccionado para hacernos ver que esos fríos números responden a situaciones humanas. "No soy un perro", repite la protagonista a través de la obra. Sí, es un mundo cruel. Merece la pena que nos lo digan, por si todavía no nos habíamos dado cuenta.»  (Joaquín Mª Aguirre Romero: 'Hacia la nada', 27/07/2004)  
  
Finalmente, también sería comentable ese cierto guiño de intertextualidad -alusivo al magnífico 'La edad del hierro' (por JM Coetzee) -entre las ultimísimas palabras desgranadas en este soliloquiar emparentable [tan kafkiana mente...con aquél... debido a Mª Á. Maeso.
  


2 comentarios:

  1. Un complemento recomendable para este 'artefacto', sin realismo mágico pero -tan bien...- 'hiperrealista' puede ser el film "A tiempo completo”: vista su sinopsis amenaza ser peligrosa, ¿va a ser la soflama moralizante que tenemos que sortear constantemente ahora por el cine?, ¿nos insultará la pantalla con otra de las pelis que bailan cómodamente al ritmo de su tiempo, pero por crític@s llamadas “comprometid@s”? (Un ejemplo reciente de lo más claro es “Madres paralelas”, Pedro Almodóvar, 2021)...

    Por suerte “À plein temps” no está entre tales tipos de películas. Si bien se trata de una historia de su tiempo, lo es por retratar de forma exquisita a la protagonista como mujer y como trabajadora, sin escupir en la cara del espectador ideología en la fase de fariseización (googlear "pirámide de la hegemonía" para más info), en la mejor tradición del cine realista.

    Porque, como ya nos ha quedado claro en la sinopsis, estamos ante la “vie quotidienne”, donde no hay nada extraordinario: ni asesinos ni robos, ni zombies ni vampiros, ni viajes en el tiempo ni interestelares, ni tiros ni hazañas, ni personajes excéntricos ni premisas surrealistas. Solo la simple y llana vida: Julie, mujer separada y con dos hijos que vive en un barrio dormitorio y entrega su carne al capital precariamente mientras busca cómo entregarla mejor. La situación que dispara la acción no es más que una huelga de transportes, que todo el mundo que ha vivido en una gran ciudad ha sufrido antes o después, con un París de fondo donde la torre Eiffel solo es un cuadro relamido en una habitación cochambrosa.

    Estos sencillos mimbres no impiden que “À plein temps” sea un filme frenético, donde las situaciones mundanas como coger el tren mantienen al espectador agarrado a la butaca. La clave es su exquisita artesanía, especialmente su guion milimétrico con un ritmo de edición y un trabajo de cámara plenamente a su servicio. Solo la música vapor-wave, que en principio acompaña bien, se hace un tanto repetitiva hacia el final.

    Los personajes están excelentemente tratados y muy bien presentados: se nos da a conocer de ellos lo justo para que rellenemos los huecos, lo que ahorra metraje y hace sentir inteligente al espectador. Destaco el de la jefa de la protagonista, vil lacaya del sistema que disfruta en su papel de correa de engranaje de opresión de clase; subalterna que hace suya la misión de la plutocracia por una migajas de pan (de coloritos, para diferenciarla de quienes están por debajo).

    Y me complace muchísimo que no haya una historia de amor de las que siempre suelen pulular por este tipo de filmes, más allá de un beso divertidamente ridículo en el sótano, entre polvo y cachivaches desechados.

    [continuará]

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ... ... ... [continúa]

      El resultado es un fiel retrato y un alegato de la clase trabajadora, con una huelga a la francesa de fondo, pero sin moralismo. Un Ken Loach sin discursitos, y por ello mucho más potente. Esto queda enfatizado, sin duda, por el final, que comento en spoliers aunque es muy previsible, junto al punto más negativo de la película.
      spoiler:
      Primero, el punto negativo: que engaña al público con que no le iban a dar el trabajo a Julie. Esta llama a la empresa y le dicen que si no le han contactado ya es porque el puesto ha sido cubierto. Triquiñuela idiota para que el espectador no anticipe el final, y que simplemente podría eliminarse: la angustia de la protagonista está tan bien retratada que basta para generar la tensión de los últimos minutos.

      Esa tensión suspendida es un buen momentum para el desenlace. Julie ha perdido el trabajo y en consecuencia el ritmo de la película ha bajado. La resolución está al caer, y me divierto imaginando alternativas improbables: que se tira al tren, que se curro-romero-iza, que se perro-flauta-iza, que mea en las cajitas de las habitaciones del hotel, qué se yo. Pero aunque resulta ser la que intuíamos, que le dan el trabajo, la película la retrata de manera emocionante.

      Y lo suficientemente abierta.

      Pantalla negra. ¿Ahora qué? Aparecen los créditos y sigue en nuestra retina la última imagen. Julie ha conseguido el trabajo. Sus lágrimas son de victoria, pero también de fracaso: volver al ritmo frenético y a no tener con quién dejar a sus hijos. Salimos del cine rápido y caminamos deprisa a pesar de que nadie nos espera y hace una noche espectacular. La película nos sigue: nuestros movimientos rutinarios son flashazos de cámara, pon-un-wasap, guarda-el-móvil, miradita-a-la-peñita-wapa-de-la-terraza. Rápido esto, rápido lo otro. Julie ha conseguido lo que quería, que a la vez es su maldición. Mientras, nosotras, dedicadas por completo a la vida bohemia, disfrutamos de no tener más prisa de la que nos ha impregnado la película. Y este es su mensaje: ayer, hoy y siempre, abajo el trabajo.

      Ano García

      Eliminar