domingo, 30 de junio de 2019

Disparar la consigna y matar el cerebro, es aquí [¿'universidades, madrasas o guarderías'?], hoy

  
La descripción del último síndrome psicológico cuya evidente metástasis generalizada invade a todos nuestros pretendidos 'debates' en este ámbito socio-político actual, que ha hecho Juan Soto Ivars, es de mucha claridad:

"Lo más llamativo de las reacciones a la condena de La Manada en el Supremo es cómo la feminista Irene Montero y el antifeminista Francisco Serrano dieron la misma consigna sin que sus fans se percatasen. Los dos dijeron que la presión popular había sentenciado a 15 años a los criminales. Para Montero era una victoria y para Serrano una señal del fin de los tiempos, pero los dos estaban sin embargo partiendo del mismo diagnóstico equivocado.


Aunque a Serrano le afearon la astracanada en su partido, otros políticos de izquierdas tiraron por el camino de Montero entre los aplausos de su multitud. Era difícil precisar qué partes de cinismo, qué partes del desconocimiento sobre nuestro sistema constitucional de justicia y qué partes de papanatismos había en los mensajes ni cuántos de los que lo repitieron estaban convencidos, pero llegó a todas partes empujado por un montón de gente que lo repetía aquí y allá.

Fue el ejemplo perfecto de cómo funcionan las consignas de la propaganda: como todo un pistoletazo de salida en una carrera. Las consignas son, pues, paquetes de discurso simplificado que la gente repite para mostrar ante los demás que pertenece al mismo grupo. Funcionan como una baliza que permite saber de qué pie cojeas y por eso se expanden a toda velocidad. Cuando este artefacto -discursivo- está funcionando, se termina la posibilidad de razonar.

Las consignas son muy socorridas en una sociedad con exceso de información y déficit de atención: nos ayudan a tomar decisiones morales sin el engorro que supone recabarse alguna información y reflexionar sobre ella. Nos proporcionan además la sensación de seguridad y de certeza en medio de un mundo fluctuante y difícil de entender. El instante de duda que provocaba un acontecimiento quedaría solucionado gracias a la consigna. ¡Aleluya, esta es mi posición!

De ahí el hecho del que los políticos sean ahora tan rápidos disparándolas (...) Acusaciones tan ridículas y manipuladas que solo alguien muy pro partidismo propio sería capaz de tragárselas.


La consigna produce un efecto en los grupos que me gusta llamar pensamiento obediente. El pensamiento obediente consiste en desactivar el juicio crítico para un asunto concreto y repetir una idea que están cacareando los demás. Es el mecanismo responsable de que personas a las que tenemos por inteligentes y razonables difundan unos mensajes objetivamente estúpidos y adopten una actitud tajante e intransigente... Anula toda la capacidad para valorar las evidencias, sopesando sus contradicciones y descubrir falacias.

En las redes sociales, los efectos por tal pensamiento obediente se magnifican. Dado que tendemos a escuchar más a quienes piensan más perecido a nosotros y a irritarnos más fácilmente cuando se nos contradice, en cuanto la consigna se ha infiltrado en nuestro grupo nos vemos rodeados por alguna especie engañosa de consenso. Esos pensamientos obedientes tienen entonces el premio de la reputación, los 'likes' y sus retuits. Intuimos qué decir para recibir nuestra parte del botín, y qué callar si no queremos salir escaldados.

Las consignas desde nuestros políticos o/y líderes de opinión son siempre muy maximalistas: nos plantean una situación límite, un dilema entre el bien absoluto y el desastre total, una elección urgente (conmigo o contra mí) en la que todo lo que queda fuera del paraguas es indigno e infame. Czesław Miłosz estudió a fondo este recurso de los propagandistas en la Polonia soviética. En 'La mente cautiva' (Ed. Galaxia Gutenberg) exploraba la obediencia mental de los intelectuales comunistas ante las consignas del Partido.

Así es como describió a esta clase de intelectual: “Es afectuoso y bueno, es amigo del hombre, pero no del hombre tal como es. Sino tal como debería ser. Pero no lo podemos comparar con un inquisidor medieval. Éste creía que torturando el cuerpo trabajaba para la salvación del alma individual. El primero trabaja para la salvación de la especie humana”..."

('España is not Spain', 26-6-2019, EL CONFIDENCIAL)
  




"Lo teníamos aquí mismo señalado hace años ya y ahora, con más datos recientes, puede comprobarse cómo entre nosotros casi no quedarían apenas -¡ni se tolerarán...!- laic@s o libre-pensadoras mentes: el sempiterno cainismo inquisitorial de nuestras 'Realidades [pluri]Nacionalestan sólo se ha limitado a tocomocharnos por otro (frente a la "incorrección política", al practicarse crítica, o insumiso razonar) aquel viejo anatema del 'pecado', irreverente, contra las 'Verdades Reveladas'...

"Más que ‘templos del saber’, muchos centros de actuales estudios superiores dan rienda suelta para las intolerancias y estupideces.

La Universidad de Castilla-La Mancha ha decidido baremar el sexo en su plan de investigación. Al margen de otros méritos, los aspirantes a un contrato pre-doctoral de personal investigador se verán recompensados con un punto más si la tesis la dirige una mujer. O sea, como un cupón para la sartén de regalo. Aquí es cuando la discriminación positiva se convierte en discriminación sin adjetivos, y en ofensa para la mujer.
 
Hace mucho tiempo que la mediocridad, el enchufismo, la estupidez y la intolerancia encontraron buen refugio en las universidades españolas. Claro que al lado de lo que está ocurriendo en otros egregios “templos del saber” en el mundo anglosajón, a los nuestros da gloria verlos.
 
Vayamos a la Universidad de Cambridge, por ejemplo. El pasado mes de marzo, la Facultad de Divinidad (suena a Harry Potter, pero es el centro de teología, estudios bíblicos, filosofía de la religión, etcétera) retiró una beca de investigación al intelectual canadiense Jordan Peterson, psicólogo clínico, profesor de la Universidad de Toronto y escritor de éxito. Peterson es experto en la psicología de las ideologías y las religiones, pero el veto no tenía que ver con eso.

Conocedor de la ingeniería de los sistemas totalitarios, el canadiense ha emprendido una particular batalla contra lo que considera imposiciones lingüísticas y conceptuales de la izquierda radical, que se disfrazan bajo la etiqueta de la “corrección política”. Sobre todo aquellas de los “activistas identitarios”, que pretenden imponer las categorías colectivas sobre los individuos.
    
    
Cabe suponer que tener a un polemista brillante sería un estímulo para los alumnos, ¿no? Pues no. Peterson se enteró de que había sido “desinvitado” por un tuit del sindicato de estudiantes, que logró amedrentar al decano, un calzonazos de cuidado. “Cambridge es un ambiente inclusivo… Sus opiniones no son representativas del cuerpo estudiantil”, decían sin sonrojo ante la contradicción. Un académico recordaba que si hubieran aplicado ese criterio, ni Darwin ni Keynes habrían podido estudiar en tan docta institución, el uno cuestionando el Génesis y el otro la economía neoclásica.
 
También podemos asomarnos a Harvard. El pasado mayo, Ronald Sullivan y su mujer, profesores de Derecho, fueron destituidos como decanos de una residencia estudiantil del campus estadounidense. Era por cierto la primera pareja negra en haber llegado a ese cargo, y él además había asesorado a Obama en su campaña. O sea, poco sospechosos. Pero, ay, Sullivan había aceptado participar en el equipo de abogados defensores del productor Harvey Weinstein, procesado por abuso sexual. Y le cayeron encima el #MeToo y una campaña de iracundos alumnos. ¡A ver, que el tipo era penalista! Pues ni siquiera una carta de apoyo de medio centenar de profesores de Derecho de Harvard pudo ayudar.
 
Ridículo Made in USA
 
Un caso parecido vivió en 2015 Nicholas Christakis, médico, sociólogo, pionero en el estudio de las redes sociales y director, junto a su mujer, del Silliman College, en la Universidad de Yale. La pareja se vio asediada por protestas de estudiantes que los acusaban de racismo. Y es que Erika, antropóloga, educadora y experta en relaciones interculturales, había mandado un mensaje a los estudiantes en el que criticaba, con una delicadeza encomiable, una guía de la universidad sobre los disfraces de Halloween, para que no fueran “cultural o racialmente insensibles”.
 
“¿Os parece bien que decidan por vosotros?”, les preguntaba. “¿Hemos perdido la fe en vuestra capacidad de ejercer la autocensura? ¿Es que ya no hay realmente espacio para que un niño o un joven pueda ser un poquito malévolo, un poquito inadecuado, provocador o, sí, ofensivo?”
 
El error de Erika Christakis fue pensar que se dirigía a adultos. Les cayó la del pulpo. A ella por reflexionar en voz alta, y a él por salir en su defensa. Inmortalizado quedó en un vídeo, tratando inútilmente de conversar con un grupo de alumnos histéricos y agresivos. No es de extrañar que la pareja optara por mandar a paseo la residencia y las tutorías y se dedicara a sus clases e investigaciones. Vaya en descargo de Yale que el año pasado otorgó a Nicholas Christakis su mayor reconocimiento (eso sí, en verano, ya sin clases).

  


  
Según ACTA, una ONG dedicada a impulsar la libertad y la excelencia académica en Estados Unidos, la libertad de expresión está en peligro en los campus. Entre 2000 y 2017 hubo 342 boicoteos exitosos contra conferenciantes o profesores. Algunos de renombre, como Condoleezza Rice o Christine Lagarde.

Las universidades se han llenado de códigos de lenguaje, “zonas seguras” y “advertencias” para proteger a los alumnos de ideas que consideran ofensivas. Obligarlos a pensar y desarrollar su sentido crítico les puede reventar el cráneo. No es broma. Hay “estudios” sobre cómo escuchar determinados conceptos puede matar neuronas y provocar “migrañas, dolencias cardiacas, ansiedad, desórdenes alimenticios…”. Tal vez por eso, cuando el comentarista liberal Ben Shapiro acudió en 2017 a la Universidad de Berkeley, el rector prometió a los estudiantes “servicios de apoyo psicológico” ante los traumas que el evento pudiera causar en las almas sensibles.

En los EE.UU. hacen todo a lo grande. También el ridículo.

Al lado de este clima de opresión, que los expertos vinculan a la vigencia del pensamiento de Herbert Marcuse y los neomarxistas de los sesenta, los escraches que organizan las huestes de Pablo Iglesias en las facultades de políticas parecen cosa de aficionados.

Da miedo. Si aquellos que acceden a la enseñanza superior, los futuros líderes, no pueden soportar que los hagan discurrir, debatir y enfrentarse a sus contradicciones, vamos, como dice mi colega José Ignacio Torreblanca, al suicidio civilizacional..."
  


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