viernes, 2 de marzo de 2018

¿Gentrificación? Sí, son las grietas ciudadanas

 
 
"La primera vez que pisé las calles de Malasaña todavía no conocía el concepto de gentrificación. Por aquel entonces el nombre de este barrio era para mí una serie interminable de promesas de juventud. Las primeras veces lo visité nervioso, ávido por llegar a conocerlo pero todavía ajeno.
 
Más adelante llegué a recorrerlo tanto que me sentía por su interior como un pez en el agua. Es más, cuando decidí mudarme a uno de sus pisos no sólo adquirí temporalmente una habitación sino que aumentó mi autoestima: no es lo mismo vivir en Madrid que en Malasaña. De hecho, en cuanto tenía la oportunidad utilizaba mi nuevo estatus. A veces, incluso para ligar: «¿sabes? Yo vivo en Malasaña».
 
En mi adolescencia tardía estaba convencido de participar en una utopía que pronto empezó a mostrar sus grietas. Así, a las pocas semanas de empezar a vivir en el barrio, comenzaron a aparecer fisuras en mi paraíso urbano. Una tras otra se sucedían una serie de intuiciones sobre los cambios del barrio que se convirtieron en todo tipo de incomodidades éticas y políticas. Poco a poco las tiendas más vanguardistas que le daban encanto comenzaron a copar todos los locales.
 
 
Por tal manera, tiendas de primera necesidad (panaderías, fruterías, ferreterías) se marchaban y en su lugar abrían comercios especializados en los productos de consumo más sofisticados (como 'variedades de palomitas', reposterías para perros, o ropas escandinavas)... Al mismo tiempo, quienes buscaban vinilos de segunda mano en el mercadillo de la plaza del 2 de Mayo eran personas extremadamente semejantes a mí.
 
Cada una matizada por una nueva frontera de la vanguardia del consumo pero todas participantes en la misma competición por la distinción. En cambio, ni rastro de las anteriores personas inmigrantes que vivían en el barrio, ni de las otras más mayores, ni de las clases populares.
 
Y, sin embargo, quienes poblábamos y usábamos el barrio en números cada vez mayores permanecíamos en una cierta autocomplacencia. Al fin y al cabo, con nosotros y nosotras había llegado al barrio una ola de cultura, civismo, mezcla social, innovación y creatividad. Éramos algo así como el 'agua bendita'... que purificó aquellos barrios... cuya leyenda negra quedaba cada vez más lejos.
 
Donde antes se habían concentrado las prostitutas, los yonkis y camellos ahora reinaba la escena cultural más vibrante. Pero, ¿dónde estaban ahora todas esas personas? ¿Se habían convertido todas en vanguardistas creadores culturales? ¿O habían sido tan sólo gentes desplazadas a otros lugares de Madrid?
 
 
Tras la primera grieta que se había abierto en las paredes de mi paraíso urbano apareció la segunda, y esta vez estrictamente política: sí, Malasaña era una fiesta, pero ¿de quién? Sabía que el piso donde residía había sido 'rehabilitado' gracias a un programa de inversión pública en barrios degradados. Como indudable consecuencia, yo había encontrado atractiva esa vivienda por la que pagaba una suma considerable cada mes.
 
En último término, el propietario de la vivienda había financiado su negocio inmobiliario con los presupuestos procedentes de trabajo del personal que ya no podría permitirse vivir en Malasaña nunca más. Es más, muchos de ellos no podrían hacerlo ni en Malasaña o ningún otro barrio del centro de Madrid y, al tener que mudarse, perdían vínculos vecinales que habían tejido a lo largo de años. Los mismos lazos que coronaban al barrio como ese lugar al mismo tiempo tan auténtico e innovador que yo me andaba buscando.
  
 
A los dos años de residir allí era ya muy difícil encontrar ningún rastro de esas prácticas de confianza y ayuda mutua que escapaban de las garras del mercado. Por el contrario, a mi alrededor sólo veía relaciones atravesadas por el dinero. Por supuesto, quienes no podían permitírselas habían sido desplazadas cada vez más lejos, a unas periferias urbanas y sociales desde donde sus luchas resultan cada vez más inaudibles e invisibles.
 
Y allí permanecía yo rodeado de tantas o tantos otros pioneros de la innovación social más cultural, alimentando este nuevo producto del consumo sofisticado llamado Malasaña. Lejanísimas ya muchas de sus vecinas más empobrecidas, su territorio era una pista de aterrizajes continuos para turistas nacionales e internacionales en busca de la siguiente frontera urbana. No cabe duda de que la encontraban: en cada uno de nuestros grafitis (ahora subvencionados por las marcas de cerveza que se sirven en el barrio); en cada una de nuestras conversaciones en las terrazas donde celebrábamos las nuevas galerías de arte transformador; y en cada uno de aquellos huertos urbanos que plantábamos entre los solares en barbecho de algunos especuladores.
 
 
Como sostiene Sharon Zukin, estábamos domesticando el espacio a base de capuccinos hasta consolidar ese producto de consumo que es Malasaña. Un producto distinguido, por supuesto. Nada que ver con la monotonía de los adosados de las elites conservadoras. Y entre tanta distinción, unas geografías contra otras no han hecho sino lubricar el mecanismo por el cual la fortuna de nuestros barrios se devalúa o revaloriza según criterios definidos por el mercado y no por el Derecho a la Ciudad. Es precisamente esta dinámica la que denuncia esa palabra tan extraña que no conocía la primera vez que pisé las calles de Malasaña y que, pasados los años, me ha permitido comprender tantas intuiciones e inquietudes.
 
Gentrificación (proveniente del inglés gentry, 'alta burguesía') no es un nombre de señora, señaló el colectivo 'Left Hand Rotation'. Es un proceso de cambios para la composición social del barrio mediante los cuales han llegado nuevos usuarios pertenecientes a una clase social más privilegiada que las de sus predecesores, a su vez desplazados hacia otros lugares en la ciudad.
 
 
Al respecto, es crucial comprender cómo ese proceso es comandado por los agentes resultantes más beneficiados: Administraciones Públicas y propietarios privados que ven por nuestro barrio una oportunidad de lograr legitimidad e ingentes beneficios; y para ello invierten grandes sumas de dinero en algunos de los territorios que antes abandonaron. La diferencia entre aquellos precios por los que se ha comercializado propiedades -antes y después de dicha inversión, a menudo pública- explica las tasas del beneficio que dirigen todo el proceso.
 
Entre medias, algunas personas contribuimos a este expolio de lo común sin ni siquiera sospecharlo. Sin embargo, una reflexión crítica sobre consecuencia social de nuestras prácticas cotidianas puede servir para evitarnos participar en dinámicas a las que nos oponemos discursivamente. No se me ocurre una aportación mejor de las ciencias sociales a nuestras vidas en común: ayudarnos a pensar sobre cómo contribuimos privadamente en los asuntos públicos. Tal vez de este modo decidamos cambiar algunas de nuestras conductas y participar cotidianamente de lo común en nuestras ciudades. De esta manera, reflexionar sobre los procesos de gentrificación nos puede ayudar a ocuparnos de los asuntos públicos de la ciudad y así dejar de ser, en el sentido griego clásico, unos idiotas distinguidos.
 
 
Para ello es imprescindible entender que las inquietudes en torno a la gentrificación (o/y turistificación: una de sus variantes más peligrosas) no sólo nos acechan, a muchos de sus colaboradores necesarios, sino también a las élites que los promueven.
 
Al respecto, David Harvey señala que los espacios para esperanza se nos multiplicarían por doquier y no pueden desparecer puesto que son aquellos que los agentes privados necesitan para mercantilizarlos. Esto es así porque sólo la creatividad de lo común daría lugares a espacios sorprendentes, vibrantes y anómalos. Por tanto, el mercado no puede permitirse terminar con ellos, si bien siempre trata de colonizarlos. En la tensión entre ambas realidades se hallará una contradicción que vecindarios podríamos explorar para proteger esos espacios de la mercantilización completa sobre nuestra vida.
 
Entre tantas grietas, fisuras y contradicciones, cada vez que uno de estos espacios resiste, se hacen realidad los versos de Leonard Cohen: 'En todas partes hay grietas / así es como entrará la luz' [There is a crack in everything / That’s how the light gets in]..."
 
('Gentrificación: las grietas de la ciudad', Daniel Sorando, revista Minerva-28)
 

1 comentario:

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    Raquel es madrileña y siempre le gustó el centro. Lleva 6 años en un barrio de La Goleta, pegado a la ‘almendra’ del casco histórico. Hace 2 años empezó a cambiar el paisanaje: “Hay gente que se fue porque andaba de alquiler y les han echado o subido tanto el piso que no pueden pagarlo. Nosotros lo compramos cuando el precio fue asumible. El bloque que tenemos enfrente es entero de pisos turísticos y los guiris borrachos se mean en el portal y caen por la escalera”…

    Alejandro Ruiz pertenece al SINDICATO DE INQUILINAS E INQUILINOS de Málaga. Animan a la lucha con estos mensajes: “¿Te quieren subir el alquiler? ¿Tienes miedo a que no te renueven el contrato? ¡No estás sola/solo. Únete al proceso”. La primera reunión la tuvieron hace una semana. “Queremos luchar contra el modelo de ciudad en el que se está convirtiendo Málaga. El centro se está transformado de modo muy radical. Estamos en una explosión y nos ha reventado en toda la cara”...

    Carlos Hernández Pezzi, expresidente del Consejo Superior de Colegios de Arquitectos de España y concejal del PSOE de Málaga, mantiene en su obra ‘Turismo: ¿truco o trato?’ Políticas públicas y urbanas para el turismo de masas” que Málaga no es “ilimitadamente desarrollable si no se acometen reformas de su estructura productiva y ambiental. La pobreza cercana al 30% y una deuda municipal estimada en 532,3 millones € son cifras que hablan por sí mismas”.

    Y “evitar la masificación, la GENTRIFICACIÓN o turistificación es prioritario para mantener la calidad de vida... E inexcusable hacer cuentas con los datos reales de las plataformas de operadores y sus sistemas digitalizados o bases de datos actualizadas. De otro modo imposible saber qué se juegan las ciudades en la economía turística, más allá del éxito aparente”…

    Agustín Rivera (El Confidencial)

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