sábado, 26 de abril de 2025

La pregonada "Nueva Normalidad" era esto: ¡gobernarnos por Decreto y Sin Parlamento!

 
  
  
Llegando ya al final de este vertiginoso mes de abril que ha sometido el mundo a los vaivenes de las decisiones vía decretos presidenciales del presidente Don Trump –libre de cualquier tipo de control institucional, político, económico y hasta personal, lo que da mucho que pensar sobre el funcionamiento de los checks and balances norteamericanos– toca volver la mirada hacia los problemas de nuestra democracia. Que tampoco son pequeños, aunque podamos consolarnos pensando que estamos todavía lejos de un caudillismo populista que desprecia los límites al poder, carga contra los jueces a los que nadie ha elegido y que gobierna rodeado de un grupo de aduladores serviles y sin contar demasiado con el Parlamento.

Quería detenerme precisamente en este último punto, a propósito de la renuncia –que ya se nos presentaría como prácticamente definitiva, y no temporal...– del Gobierno a presentar la Ley General de Presupuestos al Congreso, por la sencilla razón de que no cuenta con una mayoría suficiente para aprobarlos. Pues bien, siendo esto comprensible en términos políticos, resulta profundamente antidemocrático, además de claramente inconstitucional. No deja de llamar la atención que, después de haber criticado, con razón, la negativa del PP a renovar durante años el órgano de gobierno de los jueces como un incumplimiento constitucional –otro tema es el cómo, pero esa es otra cuestión–, se asuma ahora con tanta desenvoltura el incumplimiento de una obligación constitucional tan trascedente como es la de presentar unos Presupuestos anualmente y, a ser posible, en plazo. Además, llueve sobre mojado ya, porque en 2024 tampoco hubo presupuestos, aunque aquella vez la excusa era la convocatoria de las elecciones catalanas.
 
 
Como se ha repetido hasta la saciedad, la presentación de los Presupuestos es una obligación constitucional del Gobierno, establecida con claridad en su artículo 134.3, que también prevé que se presenten tres meses antes de que termine el ejercicio en curso, es decir, el día 1º de octubre. Y solo excepcionalmente se prevé la prórroga automática de los Presupuestos anteriores de forma temporal. Sin embargo, en España cada vez más la excepción se está convirtiendo en la regla general, tanto en el ámbito del Gobierno estatal como en de los gobiernos autonómicos, con especial mención al catalán. Sucede igual con la excepción del legislarse por decreto–ley: también se ha convertido en aquella «nueva normalidad», por utilizar la recordada frase de nuestro presidente del Gobierno. Una nueva normalidad, insistimos, contraria a la Constitución y a los principios básicos de una democracia parlamentaria.

La razón última -como hemos dicho- es, sencillamente, la falta de una mayoría parlamentaria suficiente: el PSOE consiguió una mayoría para su investidura –a un precio muy alto, como es bien sabido–, pero, ciertamente, no tiene nada parecido a una mayoría de legislatura, ni mucho menos un acuerdo digno de este nombre. De ahí el sufrimiento constante, dentro y fuera del Parlamento, para aprobar leyes o incluso decretos–leyes. Los ejercicios de contorsionismo político de este Gobierno son bien conocidos, y no es cuestión de enumerarlos otra vez aquí. Pero lo que sí es evidente es que la coalición negativa existente, que considera preferible un Gobierno débil y extorsionable de Pedro Sánchez a una alternativa del PP y Vox con mayoría absoluta, sencillamente no es suficiente para gobernar. O al menos para gobernar con el Parlamento, que es lo que se supone que se hace en toda una democracia parlamentaria.
 
 
Recordemos que la legitimidad del Gobierno y la de su presidente se fundamentan precisamente en la confianza del Parlamento: a nuestro presidente no le elegimos los ciudadanos directamente, le elige el parlamento. Y si no tiene la confianza del Parlamento para algo tan esencial como aprobar unos Presupuestos durante una legislatura –porque esa es la pinta que tiene–, lo que hay que hacer es convocar elecciones. Esta era la antigua normalidad: de hecho, así lo entendió el propio Pedro Sánchez en 2019. La cultura política democrática asumía, correctamente, que el rechazarse unos Presupuestos Generales del Estado suponía un rechazo al proyecto político del Gobierno, que tendría que sacar las conclusiones pertinentes. Y es lo que se hacía.

Ya no. En la nueva normalidad, la pedestre realidad de que no hay mayoría suficiente para aprobar unos Presupuestos, que debería llevar a unas elecciones –que pueden perderse, pese a los esfuerzos combinados del CIS y del PP– se disfraza como se puede. De entrada, con la inédita decisión –al menos, a nivel del Gobierno nacional– de no presentarlos durante dos años consecutivos para que no se constate o se visibilice esa falta de apoyos. Que no se enteren los ciudadanos de que este Gobierno no tiene mayoría. Pero sigue con declaraciones muy preocupantes desde el punto de vista del Estado democrático de derecho por parte de algunos representantes políticos. Declaraciones que ya empiezan a recordar demasiado a las de un Trump o por cualquier otro populista al uso.
 
 
Recordemos algunas. Por ejemplo, afirmar que «habrá que gobernar por decreto–ley» –como si fuera una opción más, y no una excepción limitada constitucionalmente– o «habrá que gobernar sin el Parlamento» –luego rectificada ante el pequeño escándalo mediático–, sin olvidar las asombrosas declaraciones del inefable ministro Óscar Puente, afirmando nada más y nada menos que los Presupuestos son una herramienta útil, pero no imprescindible. Asegura que no sólo se puede gobernar sin Presupuestos sino que siempre ha «relativizado este tema». Que es tanto como decir que siempre ha relativizado el Parlamento, la Constitución o, ya puestos, la democracia representativa. ¿De verdad estamos tan lejos de Trump y sus decretos ejecutivos o estados de excepción como [aquí hoy a todo el mundo...] nos gustaría creer?

Como hemos apuntado, esta anomalía democrática no sólo afecta al Gobierno nacional. Hay varias comunidades autónomas gobernadas por el PP que tampoco han presentado proyecto de Presupuestos. El mal se extiende, como es previsible, pues el ejemplo del Gobierno nacional en minoría es muy inspirador para otros gobiernos regionales en minoría, una vez que se ha roto el acuerdo entre PP y Vox. Mención especial merecen algunos comentarios de políticos –en este caso, del Gobierno de Salvador Illa–, que señalan que les hubiera «gustado» tener Presupuestos, como si fuera algo así como slolo un ideal al que aspirar, y no una obligación constitucional.
 
 
Lo cierto es que la no presentación de Presupuestos menoscaba los principios fundamentales de una democracia parlamentaria, al privar al Parlamento de una de sus funciones primordiales: no en vano, el inicio histórico del parlamentarismo se encuentra íntimamente enlazado con el famoso principio «no taxes without representation», es decir, la exigencia de que para imponer impuestos a una ciudadanía se requiere voto favorable de parlamentarios representativos. Pero, y además, nos encontramos en un momento histórico, en el que se están comprometiendo subidas importantes del Presupuesto en Defensa al margen del Parlamento, la sede de la soberanía popular. Las triquiñuelas técnicas a las que se va a recurrir para hacerlo no son de recibo en un Estado democrático de derecho. Gobernar sin el Parlamento no puede ser una opción, al menos democrática.

  
      
Sánchez 'el innovador' o cómo reinterpretar
el sistema constitucional a base de ficciones 
  
Yuval Noah Harari explica en su excepcional Sapiens que la razón principal por la que los seres humanos hemos pasado de animales a dioses radica en nuestra capacidad para colaborar mediante la construcción de ficciones: entidades imaginarias en las que creemos, como las religiones, las naciones, el dinero o los derechos humanos.

En un sentido similar, el gran constitucionalista Karl Loewenstein señaló en su magistral Teoría de la Constitución que la ficción de la representación política constituye la base de la democracia parlamentaria moderna, un invento tan decisivo para el desarrollo de la humanidad como "la máquina de vapor, la electricidad o la energía atómica".

Cuando pasen los años y los especialistas analicen el período en que Pedro Sánchez ha sido presidente del Gobierno, se le reconocerá su extraordinaria habilidad para crear ficciones que lo han mantenido en la cúspide del poder político.

La primera fue el uso que le dio en junio de 2018 a la moción de censura, que, estando diseñada para construir un Gobierno, él supo usarla (o al menos así lo formuló desde el ambón del Congreso) como mecanismo para disolver las Cortes y convocar elecciones.

Desde entonces, ha seguido por esa senda innovadora, tejiendo ficciones tan singulares como considerar que, desde el verano de 2018, España vive una situación de tan "extraordinaria y urgente necesidad" que justifica convertir el decreto-ley en la fuente principal del Derecho, por encima de la ley ordinaria y la orgánica.

Otras ficciones memorables son la idea de que España penalizaba excesivamente el delito de sedición, lo que condujo a su despenalización. O que el presidente podía alterar unilateralmente la política de descolonización del Sáhara sin atenerse a las resoluciones del Congreso ni requerir un acuerdo formal del Consejo de Ministros.

Estas ficciones, que han redefinido la relación entre las Cortes y el presidente, no han sido bien comprendidas por los académicos. Algunos han hablado de una minusvaloración del Parlamento. Yo mismo he argumentado que hemos pasado de un parlamentarismo racionalizado a uno difuminado.

Nos falta, tal vez, perspectiva histórica. Igual les ocurre a los tribunales, que de vez en cuando contradicen al presidente y le anulan algún decreto, como la sentencia del Tribunal Supremo que sostuvo que solo las Cortes pueden ceder competencias estatales a las Comunidades Autónomas, y anuló el Real Decreto 252/2023, de traspaso de las competencias de tráfico de la Guardia Civil a la Comunidad Foral de Navarra.

La antepenúltima de estas ficciones creativas se presentó el pasado martes en la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros, en la que Sánchez anunció el "Plan Industrial y Tecnológico para la Seguridad y la Defensa". Según afirmó, el Gobierno tenía la obligación de desarrollar capacidades para proteger a Europa de las amenazas actuales, y "este Plan, que hemos aprobado hoy, nos ayudará a cumplirlo en un tiempo récord".

Sin embargo, la nota de prensa oficial revela que tal plan fue no aprobado sino, simplemente, "abordado"... Con un lenguaje más burocrático, la referencia del Consejo de Ministros indica que "se tomó conocimiento del Informe sobre el Plan" elaborado por el Ministerio de Defensa.

Es probable que el presidente no perciba gran diferencia entre "aprobar" un plan y "tomar conocimiento" de él. Pero para los juristas, que nos detenemos en los detalles y consultamos la Ley del Gobierno, la distinción es crucial. Si no se ha aprobado, el plan no vincula al Ejecutivo ni a otras instituciones públicas, no genera derechos ni obligaciones, no puede ser recurrido ante los tribunales y ni siquiera debe publicarse en el BOE.

El propio Gobierno lo admite, a contrario sensu, al señalar que "se publicará en la web de La Moncloa". Algo que, por cierto, todavía no ha ocurrido.

En la misma comparecencia, Sánchez afirmó que este plan y sus inversiones no requieren aprobación parlamentaria "porque no implican un mayor esfuerzo presupuestario".
  
 
Esta interpretación, criticada por la oposición y algunos medios, constituye una innovación teórica que reinterpreta varios artículos de la Constitución: el sistema parlamentario como "forma política del Estado español" (art. 1), el principio de legalidad como base del Estado de Derecho (art. 9), la potestad legislativa de las Cortes y su función de aprobar los Presupuestos (art. 66), y el carácter anual de estos últimos (art. 134).

Requiere, sin duda, una gran dosis de imaginación jurídica argumentar que enviar el Plan del Ministerio de Defensa a la OTAN "para que sus fundamentos técnicos y presupuestarios sean evaluados", en lugar de someterlo al Parlamento, no vulnera la Ley Orgánica de Defensa Nacional (LODN).

Esta norma establece taxativamente que las Cortes deben "aprobar las leyes relativas a la defensa y los créditos presupuestarios correspondientes" y "debatir las líneas generales de la política de defensa, para lo cual el Gobierno debe presentar las iniciativas correspondientes, singularmente los planes de modernización".

Asimismo, resulta difícil aceptar que sea constitucional utilizar "reasignaciones presupuestarias" de unos Presupuestos aprobados por las Cortes de la anterior legislatura para financiar el mayor incremento de gasto en Defensa de la historia, que, según los cálculos del presidente, pasará de 22.652 millones de euros a 33.123 millones, un aumento del 46 %.

No se trata ya sólo de una anomalía política que estas Cortes elegidas en julio de 2023 no hayan aprobado una ley presupuestaria y la de 2023 se haya prorrogado dos veces, sino un incumplimiento jurídico.

El Gobierno ha recurrido de forma masiva a las habilitaciones ordinarias de la Ley General Presupuestaria y a las excepcionales del artículo 9 de la Ley de Presupuestos de 2023 para realizar "transferencias de crédito", "suplementos de crédito" y otras técnicas de ingeniería presupuestaria. Como en la paradoja del barco de Teseo, cabe preguntarse si queda algo de las partidas originales aprobadas en diciembre de 2022.

Llegados a este punto, hay que analizar si el ordenamiento jurídico español ofrece algún remedio jurisdiccional frente a estas innovaciones. O si todo debe resolverse en el ámbito político, mientras constatamos que la mayoría de los Estados miembros de la OTAN han adoptado decisiones parlamentarias para superar el 2 % del PIB en gasto militar.

En mi opinión, sí existen vías jurídicas.

La primera sería que el Congreso o el Senado promovieran un conflicto de atribuciones ante el Tribunal Constitucional, argumentando que la actitud del presidente supone que estas cámaras ni pueden cumplir con su función de aprobar, en general, los presupuestos del Estado que le atribuye la Constitución, ni en concreto los créditos militares, que le atribuye la LODN.

Individualmente, los parlamentarios podrían interponer recursos de amparo, reclamando su derecho a participar en los asuntos públicos, lo cual incluye la aprobación de los presupuestos.

Además, la mencionada sentencia del Tribunal Supremo 696/2024, que anuló el decreto de traspaso de competencias a Navarra, demuestra que existe otra vía: recurrir los acuerdos de transferencia de créditos que apruebe el Gobierno, argumentando que estas modificaciones presupuestarias carecen de mandato expreso al no existir una ley presupuestaria aprobada por las Cortes de la XV Legislatura y las habilitaciones de la Ley de Presupuestos de 2023 son insuficientes.

Mientras pienso en otras soluciones, me viene a la memoria el cuento de "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius", del libro Ficciones de Jorge Luis Borges, en el que este y su amigo Bioy Casares se sumergen en un laberinto de espejos donde la realidad y la literatura se confunden.

¿No será mejor dejar que las ficciones presidenciales desplacen a las realidades constitucionales y pueda desarrollar su innovadora teoría de gobernar "con o sin apoyo del poder legislativo"?