martes, 31 de diciembre de 2024

Los 100 años del (1er) "Manifiesto Surrealista": luces suprarreales, sombras reales [1924-2024]

    
“Creo en la futura armonización de estos dos estados aparentemente contradictorios que son el sueño y la realidad con una especie de realidad absoluta, sobre-realidad {sur-realité} o sea su[-pra-]rrealidad si se la puede llamar así”, escribió André Breton en el "Manifiesto del Su[pe]r-realismo" (1º, desde octubre de 1924)... cuando París era una fiesta por la celebración de los Juegos Olímpicos y él mismo acababa de haberse retractado, sobre 'Los pasos perdidos', de su inicial filiación dadaísta.

Aquel brindis -junto a la instrucción técnica del que se trataba de un “automatismo psíquico en estado puro, por medio del cual se propone expresar, verbalmente, por escrito o por cualquier otro modo, funcionamiento real del pensamiento. Es un mero dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación moral o estética”- es de lo poco que aún permanecería incólume al siguiente "Manifiesto...", del año 1929.
 
 
Y es que, a la apertura convidante del listón, ceñida a la propuesta puramente psíquica y artística de 1924, se le uniría luego la intransigencia política, tras su incorporación al movimiento comunista, y la nada aleatoria criba de quién sí o quién -a juicio exclusivo del 'príncipe' de los surrealistas- no estuviese dando la talla (tanto moral como estética...), precisamente.

Contra esa arbitrariedad se rebelará, por su parte, Juan Larrea, con una mirada “reencantada”, y, en cierto modo, regeneracionista. En El surrealismo entre Viejo y Nuevo Mundo, publicado durante su exilio en México, en 1944 -hace ahora 80 años-, el escritor vasco advertirá que los postulados bretonianos son, sobre el papel, un perfecto ideario espiritual para la naciente conciencia identitaria de Latinoamérica.
 
 
 
A renglón seguido de La decadencia de Occidente, de O. Spengler, Larrea observa que el aparente remedio parisino empieza a ser también un tren en vía muerta, y puja por trascender el surrealismo de Breton hacia una suerte de laica “sacralización”, para su mítico Nuevo Mundo, incluyendo en su genealogía a poetas románticos y simbolistas y al mismísimo fundador del modernismo, Rubén Darío. Pues, para Larrea, las mejores obras de vanguardia son aquellas que mantienen una soterrada continuidad con el legado anterior, sin rupturas abruptas ni pretenciosos adanismos ególatras.

Quiere desmontar, en definitiva, los mecanismos de poder con que, a su juicio, se ha enquistado el surrealismo y el histrionismo de muchos de sus representantes europeos. Y, además, el siempre marginado autor de la Generación del 27 (por su vanguardismo sin concesiones, en estado puro, y su cierto hermetismo) esboza ahí una suerte de Biblia de los exilados republicanos españoles.
 
  
Larrea sí coincide con Breton en tildar de precursor al Novalis que quiso hacer de la noche el centro del día, y regar, a cualquier hora y con una sola mano, la flor azul de los contrarios. Aunque sea ya, más bien, una herramienta de taller que una cosmovisión o un modelo de vida, lo que continúa vigente de aquel Manifiesto originario es su apuesta por el derribo de las categorías binarias, a partir de la cenital identidad del sueño y la vigilia. 

De isla en isla: resulta significativo que, en el ecuador entre ambos textos, en 1935, André Breton iniciara su interminable periplo insular atlántico rumbo al Nuevo Mundo. En compañía de su esposa, Jacqueline Lamba, y de su más leal amigo y correligionario, Benjamín Péret, celebra en Tenerife la II Exposición Internacional del Surrealismo, promovida por los redactores del Gaceta de arte, a instancias del pintor canario Óscar Domínguez, residente en París.
 
 
Fruto de esa estancia es la escritura de El castillo estrellado, que incorporaría, al año siguiente, a su célebre L'amour fou. “Lamento haber descubierto tan tarde estas zonas ultrasensibles de la Tierra”, expresará ahí, para completar, años después, su itinerario por toda la franja atlántica.

Tomando al Teide como santuario y punto de partida, ningún espacio se le reveló tan propicio a sus planteamientos como la fragmentación de las islas atlánticas, salpicadas por el automatismo de las olas. La propia parcelación de los territorios, con las lindes de arena volcánica bañadas por la espuma oceánica, se le sugiere, en efecto, la más cabal analogía de la fragmentación textual y la “escritura automática” que propugnaba.

La estela “infinita” que proyecta el Teide, le conducirá no sólo a Martinica encantadora de serpientes, otro de sus textos canónicos, sino a múltiples islas del mismo océano; reales, como República Dominicana y su prolongación de Haití, o suprarreales, como el DF y el Caribe mexicano, y hasta la isla de Manhattan
 
 
A partir de ese mapa heteróclito y, en rigor, surrealista, Breton cree redimir, incluso, en una especie de reconquista justiciera, la expansión de la antigua Conquista europea, erigiendo a las islas en la capital mundial de su Movimiento. “Sobre el flanco del abismo, construido en piedra filosofal, se alza el castillo estrellado”, enfatizará al término de ese Le château étoilé.

Cada fragmento de la isla le merece una isla autónoma, valiosa en sí misma. Desde “el drago -en su inmovilidad perfecta, el drago falsamente dormido”-, hasta “el tomate liliputiense de la pitanga, con exquisito sabor de pescado” (sic); desde la “siempreviva –[una planta] que tiene la espantosa propiedad de continuar desarrollándose en no importa qué condiciones, lo mismo cuando sólo queda una hoja que cuando sólo queda un pedazo de hoja”- al “árbol de las salchichas, del que penden largos frutos ahumados” o “la gran higuera imperial”, rodeada por “el prado mágico -hecho de la repetición de una sola planta”-…, cualquier elemento insular es autosuficiente para erigirse en representación de la isla entera. Pues, no en balde, para Breton, las islas materializan el delirio de “la presencia absoluta”, que había exaltado en su primer Manifiesto.

Las islas atlántico-caribeñas le merecerán, también, “el inmenso vestíbulo del amor físico tal como desearíamos vivirlo sin recomienzo”. Breton halla en ellas una suerte de tierra prometida a sus utopías visionarias, y, en definitiva, un nidal a sus metáforas-cigüeñas de París. Son el destino natural idóneo para sus propuestas de la máxima identidad entre eros y escritura

Los pecios de un legado: más allá de algunos antojos inopinados -como que “el Pico del Teide, en Tenerife, está hecho de los resplandores del puñalito de placer que las lindas mujeres de Toledo guardan día y noche en su seno”-, el pope de los surrealistas dedica buena parte de El castillo…, a enaltecer la correspondencia entre la amada y el  paisaje oceánico. Es el pórtico de l'amour fou, en que se aspira a encontrar “ese gesto de amor que traduce lenguas”, para “extraer constelaciones de la temperatura del cuerpo amado”.
 
 
Luego, Breton cambia de registro para ahondar en los aspectos preceptivos del surrealismo. Habla de su aspiración a encontrar un vínculo entre la imagen gráfica y la imagen verbal, para “dar con la cosa revelada”. Y dar también, razonablemente, con el centro del deseo, “ese resorte único del mundo, único rigor que el hombre haya de conocer”.

Sin embargo, asevera sin pestañear que el surrealismo se cumplirá “el día en que hayamos encontrado el medio de libertarnos a voluntad de toda preocupación lógica” (¡ni tan mal!). Y, acto seguido, nos adentra en su básica batería conceptual, en defensa de la escritura automática y el freudomarxismo, el método “crítico-paranoico” y lo que considera, a su albedrío, “el azar objetivo”.

En esas enredadas disquisiciones uno no puede sino percibir objetos (intelectuales) sin duda elocuentes, pero tan obsoletos como los que él mismo perseguía en los anticuarios del parisino mercado de Las Pulgas. Al margen de su indiscutible efervescencia y fecundidad histórica, ninguna mejor alegoría que El ángel exterminador, de Luis Buñuel, para representar el claustrofóbico callejón sin salida y el rosario de la aurora con que termina la fiesta surrealista.

Además de que ya nos es fácil concluir que los mejores textos y obras de arte surrealistas (incluidas sus propias reflexiones) son las que se hicieron desde la meditación más meta-lógica, bien lejos del automatismo, hoy se nos revela que el freudismo y el marxismo resultan irreconciliables; que el método “crítico-paranoico” -tan caro a Dalí- una de dos: llega un momento en que o deja de ser crítico o deja de ser paranoico, y que “el azar objetivo” (¡vaya oxímoron!), es un imposible, que encomia al Breton poeta en la misma medida que neutraliza al Breton filósofo y politólogo. 

Como terminal de su crucero por las islas atlánticas, Breton enaltecería, finalmente, la isla de Manhattan, donde pasó cinco años de exilio, justo cuando Nueva York desplazaría a París como meca de la ebullición cultural. Esa Gran Manzana, que, lejos de cualquier euforia generalizada, John Berger definiría como “una gigantesca metáfora de la tensión contenida en un barco cargado de emigrantes, que echó el ancla para no zarpar jamás”.

  
Central Surrealista (1924, Man Ray)
 

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Los artistas han tratado durante siglos de, mediante su imaginación, eliminar las fronteras entre mundos exterior e interiores, para fundir el cotidiano con los inconcebibles. A menudo su creatividad individual, potenciada hasta lo fantástico, les ha conducido a regiones desconocidas más allá de las convenciones sociales y reglas académicas en vigor.

André Breton se sorprendía por esa gran diferencia de atención e importancia que se suele dar entre los acontecimientos vividos en estados de vigilia y todos aquellos otros correspondientes al sueño. Su ‘Manifiesto...’ criticaba el privarse a estos últimos de toda trascendencia; lo propuesto se cifra en superar ese desdoblamiento de las experiencias mediante alguna supra-realidad, o “sur-realité”, capaz de armonizar y englobar ambas realida­des parciales:
 
«Quizás haya llegado el momento en que la imaginación esté próxima a volver a ejercer dere­chos que le corresponden. Y si las profundidades de nuestro es­píritu ocultan extrañas fuerzas capaces de aumentar las que se advierten en la superficie o incluso de luchar victoriosamente contra ellas, es del mayor interés el captar también esas fuerzas; captándo­las ante todo por, a continuación, someterlas al dominio de nuestra razón si nos resultare procedente…»
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Y esta empresa, «mientras no se demuestre lo contrario, puede ser competen­cia de poetas al igual que para los sabios (…) El lenguaje se ha dado al hombre para que lo utilice de un modo surrealista”… O sea –escribirá después, en ‘Estudio sobre teatro dada y surrealista’, Henri Béhar- “rompiendo cualquier argolla etimológica que aprisione a las pala­bras” para dejar que jueguen entre sí...
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Según aquel primer ‘Manifiesto del Surrealismo’ citado desde 1924, “se intentará expresar –verbalmente, por escrito o de cualquier otro modo- el funciona­miento de la mente real: es un dictado del pensamiento, sin apenas intervención por razones reguladoras ningunas, ajeno a toda preocupa­ción estética o moral”.
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 "YO, Y MI ALDEA..." como nos lo veía Marc Chagall 
 
Para Walter Benjamin -en su ensayo sobre Surrealismo. Última instantánea de la inteli­gencia europea’ (1929)- uno de sus aspectos más enriquecedores era el “culto del mal”, como elemento de “aislamiento y desin­fección, contra todo diletantismo moralizante”; un “satanismo” que es a la vez elemento de diferenciación ante las tres manifestaciones más características de una cul­tura burguesa: la política, el arte y, por supuesto, cualquier moral o religión.

Pues toda verdadera supera­ción creadora de luz estaría “en una ilu­minación profana de inspiraciones materialistas, antropológicas”; a lo que aspira el surrealismo, aun cuando no siempre pueda estar a su altura. A su vez más tarde Robert Lebel lo definirá -por su colaboración sobre ‘L’Arte moderna’- como “una metafísica no re­ligiosa, una moral amoral, una mística no espiritualista y una máquina de guerra contra el mundo real”...

En 1935 la revista ‘Surréalisme au service de la Révolution’ denunciaba “el viento de cretinización que sopla desde la URSS”, ante lo considerado exaltación allí de valores conformistas; y entonces Breton publicó ‘Position politique du surréalisme’, anunciando fundar el movimiento “Contre-Attaque, unión de lucha para los intelectuales revolu­cionarios” por su desprecio a las ideas de patria o nación y el rechazo al capitalismo e instituciones políticas burguesas.

Se rememora hoy aquella legendaria exposición -del New York MoMA, bajo título Fantastic ArtDada, Surrealism- en la que 75 años atrás por vez primera se confrontaban obras de artistas contemporáneos junto a lo legado, desde ya incluso el Medievo, por Hieronymus Bosch, Giuseppe Arcimboldo, Giovanni Battista Piranesi, William Hogarth, Francisco de Goya, Grandville y otros…

Evocando esa tradición de intervenir en los lugares físicos de las exposiciones para conseguir “escenificar lo maravilloso”, magistralmente desarrollada por Marcel Duchamp o André Breton, Surrealistas antes del Surrealismo recorre secciones que hasta llegar a “Sueños diurnos con pensamientos nocturnos”... del “Ojo interior” arrancan...' Y, gracias al regalazo de Luis Gago más Alfredo Aracil, hemos podido volver a escuchar todo ello: aquí...

 
 
Salvador Dalí"La orquesta roja", 1957 (Fund. Juan March)
  
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Rebelión absoluta, insumisión total, sabotaje en regla, humor y culto del absurdo, el Su[pe]rrealismo [denominado, por Guillaume Apollinaire, desde 1917 así], en su intención primera, se define como el proceso de todo, que siempre debe reanudarse. Su rechazo de todas las determinaciones es claro, tajante, provocador. «Somos especialistas en rebeldía»: máquina de trastocar la mente, según Louis Aragon, el su[pe]rrealismo se comenzó a forjar primero en el [precursor] Movimiento «Dadá» cuyos orígenes románticos y dandismo anémico hay que recalcar. La no significación, e incluso su contradicción, son entonces cultivadas por sí mismas... 

Aquellos nihilistas de salón estaban expuestos evidentemente a proporcionar servidores ante las ortodoxias más estrictas. Pero hay en el su[pe]rrealismo algo más que tal inconformismo de oropel, la herencia de Rimbaud precisamente, que André Breton [en el 1er 'Manifiesto del Surrealismo', de 1924] resumió: «¿Debemos dejar aquí toda esperanza? [...] Incapaz de conformarme con la suerte que se me destina, alcanzado en mi conciencia más elevada por este reto de la justicia, me guardo de adaptar mi existencia a las condiciones irrisorias de todo existir aquí abajo». Es un «grito del espíritu que se vuelve contra sí mismo y está muy decidido a triturar estas cortapisas»...  

El su[pe]rrealismo se pone, pues, a las órdenes de la impaciencia. Vive en cierto estado de furor herido; a la vez que en el rigor y la intransigencia altiva, que suponen una moral: desde sus orígenes evangelio del desorden, se ha visto en la obligación de crear un orden. El anti-teísmo su[pe]rrealista es razonado y metódico. Se afirma primero en una idea de la no culpabilidad absoluta del hombre, a quien devolver conviene «todo el poder que ha sido capaz de poner en la palabra de Dios»...
 
 
Los su[pe]rrealistas, al mismo tiempo que exaltaban la inocencia humana, hablaron del suicidarse como de una solución [según antes ya lo había hecho el dandismo romántico del 'Werther' de J. W. Goethe, también]; y Crevel se llegó a matar, igual que Rigaut o Vaché, si bien Aragon estigmatizaba después a los charlatanes del suicidio. Pero el su[pe]rrealismo se atrevió a decir también (tratando de Sade), y ésa es la frase lamentada desde 1933 por André Breton, que el acto su[pe]rrealista más simple consistía en salir empuñando un revólver a la calle para disparar al azar contra la multitud. A quien rechaza cualquier otra determinación que la del individuo y de su deseo -como toda primacía no siendo  la del inconsciente- le correspondería, en efecto, rebelarse al mismo tiempo contra la sociedad y la razón. La teoría del acto gratuito corona toda reivindicación de la libertad absoluta...

El impulso de la vida, y lo inconsciente, el grito de lo irracional son las únicas verdades puras que hay que favorecer.  Mas la sociedad no está sólo compuesta de personas. Es también una institución. Demasiado bien nacidos para matar a todo el mundo y por la lógica misma de su actitud, los su[pe]rrealistas, llegaron a considerar que para liberar el deseo era preciso derribar antes la sociedad; optaron por servir a la revolución de su tiempo. Desde los literatos Horace Walpole y Marqués de Sade, con una coherencia que constituye justo el tema para nuestro ensayo, los su[pe]rrealistas pasaron hasta [el enciclopedista] Claude-Adrien Helvetius y Karl  Marx [...] pero el esfuerzo incesante del su[pe]rrealismo consistirá en conciliar, con el marxismo, las exigencias que lo han conducido a la revolución. Cabe decir incluso, sin paradoja, que los su[pe]rrealistas llegaron al marxismo a causa de lo que más detestan hoy día en él. 

Conociendo el fondo y la nobleza de su exigencia cuando se ha compartido el mismo desgarramiento, se dudaría recordándole a Breton que su movimiento fijó como principio el establecimiento del extraño vocabulario en esta época («sabotaje», «confidente», etc.), que es de la revolución policial. Aun cuando esos frenéticos querían una «revolución cualquiera» para sacarlos del mundo de tenderos y compromisos en el cual estaban forzados a vivir [...] No advertían que aquellos de entre ellos que en el futuro debían permanecer fieles al marxismo lo eran igualmente a su nihilismo primero. La verdadera destrucción del lenguaje, que el su[pe]rrealismo ha deseado con tanta obstinación, no reside en la incoherencia o el automatismo; sino en la consigna...
   
   
Pierre Naville, buscando el denominador común a las acciones revolucionaria y su[pe]rrealista, lo localizaba, con profundidad, en el pesimismo, o sea en «el proyecto de acompañar al hombre a su pérdida y no descuidar nada para que dicha perdición sea útil». Esta mezcla de agustinismo y maquiavelismo define, en efecto, la revolución del siglo XX; no se puede dar expresión más audaz al nihilismo del tiempo. Si André Breton y otros más rompieron finalmente con el marxismo fue porque había en ellos algo más que nihilismo, una segunda fidelidad a lo más puro que hay en los orígenes de la rebeldía: no querían morir. 

Ciertamente, los su[pe]rrealistas quisieron profesar el materialismo. La revolución, para los su[pe]rrealistas, no era un fin que se realiza día a día, en la acción, sino un mito absoluto y consolador: «la vida verdadera, como el amor», de que hablaba Paul Éluard [...] querían el «comunismo del genio», y no el otro. Aquellos curiosos marxistas se declaraban en insurrección contra la historia y celebraban al individuo heroico: «la historia está regida por leyes que condicionan las cobardías de los individuos». André Breton quería, al mismo tiempo, la revolución y el amor, que son incompatibles. La revolución, en realidad, no era para André Breton más que un caso particular de rebelión (cuando para los marxistas y, en general, para todo el pensamiento político sólo es verdad lo contrario); debía purificar e iluminar su trágica condición: «impedir que la precariedad totalmente artificial de una condición social oculte otra más real de nuestra condición humana». 

Lo cual equivale a decir: la revolución debe ponerse al servicio de una ascesis interior por la que todo hombre puede transfigurar lo real en maravilloso, «revancha deslumbrante de la imaginación del hombre». No cabe imaginar, pues, otra oposición más completa con la filosofía política del marxismo. Los  reaccionarios como Joseph de Maistre, por ejemplo, utilizan la tragedia de una existencia para mantener alguna situación histórica; los marxistas para legitimar la revolución, es decir, crear otra situación histórica. Unos y otros ponen al servicio de sus fines pragmáticos la tragedia humana. Breton, por otra parte, utilizó para consumar tal tragedia la revolución poniéndola sólo al servicio de su aventura su[pe]rrealista

La ruptura definitiva es obvia finalmente si se piensa cómo el marxismo exigiría sumisión de lo irracional, mientras que los su[pe]rrealistas se habían levantado para defenderlo hasta la muerte. El marxismo tendió a conquistar la totalidad y el su[pe]rrealismo, como toda experiencia espiritual, la unidad. La totalidad puede pedir una sumisión de lo irracional, si con racionalidades basta para conquistar el imperio del mundo. Pero el deseo de unidad es más exigente. No le basta el que todo sea racional. Quiere sobre todo que lo racional e irracional se reconcilien al mismo nivel. No hay unidad que suponga una mutilación. 

Volvemos a encontrar aquí el tema del Todo o Nada, de nuevo. Lo su[pe]rrealista tiende a lo universal y el reproche curioso, pero profundo, que hizo Breton a Marx consistía en decir precisamente que no era universal. Los su[pe]rrealistas querían conciliar el «transformar el mundo», de Marx, y «cambiar la vida» según Rimbaud. Pero el primero conduce a conquistar la totalidad del mundo y el segundo la unidad de la vida. Paradójicamente, toda totalidad es restrictiva. Finalmente, las dos fórmulas dividieron el grupo. Breton demostró, eligiendo a Rimbaud, cuánto el su[pe]rrealismo no fue acción; sino ascesis y experiencia espiritual. Puso de nuevo en primer plano qué constituía originalidad profunda de su movimiento, aquello por lo cual resulta tan valioso para una reflexión sobre la rebelión, el restaurarse de lo sagrado y conquistar la unidad.  

André Breton no cambió, en efecto, nunca su reivindicación de lo su[pe]r-real: fusión del sueño y la realidad, sublimación de la vieja contradicción entre lo ideal y real. Es conocida la solución su[pe]rrealista: la irracionalidad concreta, el azar objetivo. La poesía es una conquista, y la única posible, del «punto supremo [...] cierto punto del espíritu desde donde la vida o muerte, lo real e imaginario tanto como pasado y futuro […] cesan de ser percibidos contradictoriamente». ¿Qué es, pues, este punto supremo que debe marcar «el aborto colosal» del sistema hegeliano? La búsqueda de la "cumbre-abismo", familiar a los místicos. Pero, en verdad, se trata de un misticismo sin Dios; que aplaca e ilustra la sed, en el rebelde, de absoluto. El enemigo esencial del su[pe]rrealismo es racionalismo. 
  
  
El pensamiento de Breton ofrece además cierto curioso espectáculo ante un pensar occidental donde el principio de analogía es favorecido incesantemente en detrimento de los principios de identidad y contradicción. Precisamente, se trata de [con]fundir las [no]contradicciones bajo el fuego del deseo y el amor, haciendo desplomarse los muros de la muerte. La magia, las civilizaciones primitivas o ingenuas, la alquimia, la retórica de las flores de fuego o noches blancas, son otras tantas etapas maravillosas en el camino de la unidad y de la piedra filosofal. El su[pe]rrealismo, si no ha cambiado el mundo, lo ha provisto de algunos mitos extraños que justifican en parte a Nietzsche cuando anunciaba el retorno de los griegos. En parte sólo, pues se trata de aquella Grecia de la sombra, los misterios y dioses negros. 

Finalmente, como la experiencia de Nietzsche se coronaba en aceptación del mediodía, la del su[pe]rrealismo culmina con exaltación de la medianoche: el culto obstinado y angustiado de las tormentas. Sin embargo, a menudo hizo disminuir su parte de negación y llevó a la luz reivindicaciones positivas de rebeldía. Optó por rigor más que silencio y retuvo tan sólo la «intimación moral» que, según Georges Bataille, al 1er. 'Surrealismo' animó: «sustituir por otra nueva la moral en curso, causa de todos nuestros males»... 

A falta de poder darse la moral y los valores de que sintió claramente necesidad, sabemos bastante bien cómo Breton eligió el amor. Ni política, ni religión; puede que el Su[pe]rrealismo no fuera sino una imposible sabiduría. Pero fue la prueba misma de que no existe sabiduría cómoda: «Queremos, tendremos el más allá de nuestros días», exclamó admirablemente Breton. La noche espléndida donde se complace mientras la razón en acción anuncia quizás esas auroras que no han lucido aún y a "los madrugadores" del poeta, para nuestro renacimiento [ya en el siglo XX], René Char.
 
  
 
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<< Es revelador el pensar al 'Sur-realisme' como uno de los grandes temas para nuestra época.

Día a día se hace más patente que la casa construida por la civilización occidental se nos ha vuelto prisión, laberinto sangriento, matadero colectivo. No es extraño, por tanto, que pongamos en entredicho a la realidad y que busquemos una salida. El surrealismo no pretende otra cosa: es un poner en radical entredicho a lo que hasta ahora ha sido considerado inmutable por nuestra sociedad, tanto como una desesperada tentativa por encontrar la vía de salida. No, ciertamente, en busca de la salvación, sino de la verdadera vida.

Al mundo de 'robots' de la sociedad contemporánea el surrealismo opone los fantasmas del deseo, dispuestos siempre a encarnar en un rostro de mujer. Pero hace unos años esta conferencia habría sido imposibleGraves críticos -enterradores de profesión y, como siempre, demasiado apresurados- nos habían dicho que el surrealismo era un movimiento pasado. Su acta de defunción había sido extendida, no sin placer por los notarios del espíritu. Para descanso de todos, el surrealismo dormía ya el sueño eterno de las otras escuelas de los principios del siglo: futurismos, cubismos, imaginismos, dadaísmo, ultraísmo, etcétera. Bastaba, pues, con que el historiador de la literatura pronunciase su pequeño elogio fúnebre para que, ya tranquilos, volviésemos a los quehaceres diarios; lo maravilloso cotidiano había muerto; en realidad, nunca había existido. Existía sólo lo cotidiano: la moral del trabajo, el 'ganarás el pan con el sudor de tu frente', el mundo sólido del humanismo clásico y de la prodigiosa ciencia atómica.

Pero el cadáver estaba vivo. Tan vivo, que ha saltado de su fosa y se ha presentado de nuevo ante nosotros, con su misma cara terrible e inocente, cara de tormenta súbita, cara de incendio, cara y figura de hada en medio del bosque encantado. Seguir a esa muchacha que sonríe y delira, internarse con ella en las profundidades de la espesura verde y oro, en donde cada árbol es una columna viviente que canta, es volver a la infancia. Seguir ese llamado es partir a la reconquista de los poderes infantiles. Esos poderes -más grandes quizá que los de nuestra ciencia orgullosa- viven intactos en cada uno de nosotros. No son un tesoro escondido sino la misteriosa fuerza que hace de la gota de rocío un diamante y del diamante el zapato de Cenicienta. Constituyen nuestra manera propia de ser y se llaman: imaginación y deseo.
 
 
El hombre es un ser que imagina y su razón misma no es sino una de las formas de ese continuo imaginar. En su esencia, imaginar es ir más allá de sí mismo, proyectarse, continuo trascenderse. Ser que imagina porque desea, el hombre es el ser capaz de transformar el universo entero en imagen de su deseo. Y por esto es un ser amoroso, sediento de una presencia que es la viva imagen, la encarnación de su sueño. Movido por el deseo, aspira a fundirse con esa imagen y, a su vez, convertirse en imagen; juego de espejos, ecos, cuerpos que se deshacen y recrean bajo el sol inmóvil del amor infatigablemente. La máxima de Novalis: "el hombre es imagen", la hace ya suya el surrealismo. Pero la recíproca también es verdadera: 'la imagen encarna en el hombre'.

Nada más sintomático de cierto estado de espíritu contemporáneo que aceptar sin pestañear la presencia de tendencias que pueden calificarse de surrealistas a lo largo del pasado -el romanticismo alemán, la novela gótica inglesa, como ejemplos próximos- y en cambio negarse a reconocerlas en el presente. Cierto, hay un estilo surrealista que, perdido su inicial poder de sorpresa, se ha transformado en manera y receta. El surrealismo es uno de los frutos de nuestra época y no es invulnerable al tiempo; pero, asimismo, la época está bañada por la luz surrealista y su vegetación de llamas y piedras preciosas ha cubierto todo su cuerpo. Y no es fácil que esas lujosas cicatrices desaparezcan sin que desaparezca la época misma. Esas cicatrices forman una constelación de obras a las que no es posible renunciar sin renunciar a nosotros mismos. Sin embargo, el surrealismo traspasa el significado de estas obras porque no es una escuela (aunque constituya un grupo o secta), ni una poética (a pesar de que uno de sus postulados esenciales sea de orden poético: el poder liberador de la inspiración), ni una religión o un partido político. El surrealismo es una actitud del espíritu humano. Acaso la más antigua y constante, la más poderosa y secreta.

En 'Arcano 17', André Breton habla de una estrella que hace palidecer a las otras: el lucero de la mañana, Lucifer, ángel de la rebelión. Su luz la forman tres elementos: la libertad, el amor y la poesía. Cada uno de ellos se refleja en los otros dos, como tres astros que cruzan sus rayos para formar una estrella única. Así, hablar de la libertad será hablar de la poesía y del amor. Movimiento de rebelión total, nacido de Dadá y su gran sacudimiento, el surrealismo se proclama como una actividad destructora que quiere hacer tabla rasa con los valores de la civilización racionalista y cristiana. A diferencia del dadaísmo, es también una empresa revolucionaria que aspira a transformar la realidad y, así, obligarla a ser ella misma.

El surrealismo no parte de una teoría de la realidad; tampoco es una doctrina de la libertad. Se trata más bien del ejercicio concreto de la libertad, esto es, de poner en acción la libre disposición del hombre en un cuerpo a cuerpo con lo real. Desde el principio la concepción surrealista no distingue entre conocimiento poético de la realidad y su transformación: el conocer es cualquier acto transformando aquello que se conoce. Y la actividad poética vuelve a ser, pues, así una operación mágica. 

[...] Las imágenes del sueño proporcionan ciertos arquetipos para esta subversión de la realidad. Y no sólo las del sueño; otros estados análogos, desde la locura hasta el ensueño diurno, provocan rupturas y reacomodación a nuestra visión de lo real. Consecuentes por tal programa, Bretón y Éluard reproducen en su libro 'La Inmaculada Concepción' el pensamiento de los enfermos mentales; durante una época Dalí se sirve de la "paranoia crítica"; Aragón escribe 'Una ola de sueños'. Y, en efecto, se trataba de una inundación de imágenes destinadas a quebrantar la realidad.
 
 
Otro de los procedimientos para lograr la aparición de lo insólito consiste en desplazar un objeto ordinario de su mundo habitual ("el encuentro de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección"). Ningún arma más poderosa que el humor: al absurdo del mundo la conciencia responde con otro y el humor establece así una suerte de "empate" entre objeto y sujeto. Todos estos métodos -y otros muchos- no eran, ni son, ejercicios gratuitos de carácter estético. Su propósito es subversivo: abolir esta realidad que una civilización vacilante nos ha impuesto como la sola y única verdadera.

El carácter destructivo de estas operaciones no es sino un primer paso; su fin último es desnudar la realidad, despojarla de sus apariencias, para que muestre al fin su verdadero rostro. "El ser ama ocultarse": la poesía se propone hacerlo reaparecer. De alguna manera, en algún momento privilegiado, la realidad escondida se levanta de su tumba de lugares comunes y coincide con el hombre. En ese momento paradisíaco, un instante para siempre por primera y única vez, somos de verdad. Ella y nosotros. 

Arrasado por el humor y recreado por la imaginación, el mundo no se presenta ya como un "horizonte de utensilios" sino como un campo magnético. Todo está vivo: todo habla o hace signos; los objetos y las palabras se unen o separan conforme a ciertas llamadas misteriosas; la yedra que asalta el muro es la cabellera verde y dorada de Melusina. Espacio y tiempo vuelven a ser lo que fueron para los primitivos: una realidad viviente, dotada de poderes nefastos o benéficos, algo, en suma, concreto y cualitativo, no una simple extensión mensurable.

Mientras el mundo se torna maleable al deseo, escapa de las nociones utilitarias y se entrega a la subjetividad, ¿qué ocurre con el sujeto? Aquí la subversión adquiere una tonalidad más peligrosa y radical. Si el objeto se subjetiviza, el yo se disgrega. "Desde Arnim (dice Bretón), toda la historia de la poesía moderna es la de las libertades que los poetas se han tomado con la idea del yo soy." Y así es: al margen de un retrato de Nerval aparece, de su puño y letra, una frase que años más tarde, apenas modificada, servirá también de identificación para Rimbaud. Nerval escribía: "Yo soy el otro".

Rimbaud sentenció: "Yo es otro". Y no se hable de coincidencias: se trata de una afirmación que viene de muy lejos y que, desde Blake y los románticos alemanes, todos los poetas nos han repetido incansablemente. La idea del doble -que ha perseguido a Kafka y a Rilke- se abre paso en la conciencia de un poeta tan aparentemente insensible al otro mundo como Guillaume Apollinaire:
 'Je me disais Guillaume il est temps que tu viennes
Un jour je m'attendais moi-même
Pour que je sache enfin celui-là que je suis...'
 
 
El casi enternecido asombro con que Apollinaire se espera a sí mismo, se transforma en el rabioso horror de Antonin Artaud: "transpirando la argucia de sí mismo a sí mismo". En un libro de Benjamín Péret, 'Je sublime', la corriente temporal del yo se dispersa en mil gotas coloreadas, como el agua de una cascada a la luz solar. A más de dos mil años de distancia, la poesía occidental descubre algo que constituye la enseñanza central del budismo: el yo es una mera ilusión, la congregación de sensaciones, pensamientos y deseo.

A través de diversas técnicas es posible realizar la sistemática destrucción del yo o, mejor dicho, una objetivización del sujeto. La más notable y eficaz es la escritura automática; o sea: el dictado del pensamiento no dirigido, emancipado de las interdicciones de la moral, la razón o el gusto artístico. Nada más difícil que llegar a estos estados de alguna suprema distracción.

A este frenesí pasivo todo se opone, desde la presión del exterior hasta nuestra propia censura interior y el llamado "espíritu crítico". Tal vez no sea impertinente decir aquí lo que pienso de la "escritura automática", después de haberla practicado algunas veces. Aunque se pretende que constituye un método experimental, no creo que sea ni lo uno ni lo otro. Como experiencia me parece irrealizable, al menos en forma absoluta. Y más que método la considero una meta: no es un procedimiento para llegar a un estado de perfecta espontaneidad o inocencia sino que, si fuese realizable, sería ese estado de inocencia. Ahora bien, si alcanzamos esa inocencia -si hablar, soñar, pensar y obrar se ha vuelto ya lo mismo-, ¿a qué escribir?

El estado al que aspira la "escritura automática" excluye toda escritura. Pero se trata de un destino inalcanzable. En suma, practicarla efectivamente y no como ejercicio psicológico, exigiría haber logrado una libertad absoluta; o, lo que es lo mismo, una dependencia no menos absoluta: un estado que suprimiría las diferencias entre el yo, el superego y el inconsciente. Algo contrario a nuestra naturaleza psíquica.

No niego, claro estará, que en forma aislada, discontinua y fragmentaria, tal disciplina no nos dé ciertas revelaciones preciosas sobre un funcionamiento del lenguaje y el pensamiento. En este sentido quizá Bretón tenga razón al insistir en que, a pesar de todo, es uno de los modos más seguros "para devolver su inocencia y poder creador originales a la palabra humana". Por lo demás ningún escritor negará que casi siempre sus mejores frases, sus imágenes más puras, son aquéllas que surgen de pronto en medio de su trabajo como misteriosas ocurrencias. Y lo mismo sucede en nuestra vida diaria: siempre hay alguna extraña intrusión, una -dichosa o nefasta- "casualidad", que vuelve irrisorias todas las previsiones del sentido común.
  
 
Más allá de su dudoso valor como método de creación, la escritura automática puede compararse a los "ejercicios espirituales" de la Mística y las prácticas del budismo Zen, sobre todo: se trata de llegar a un estado de pasividad activa; en el que "yo siento" es, paradójicamente, substituido por otro misterioso "se piensa".

Lo importante, así, es lograr la ruptura de esa ficticia personalidad que el mundo nos impone o que nosotros mismos hemos creado para defendernos del exterior. El yo nos aplasta, y esconde nuestro verdadero ser. Negar al yo no es negar a seres ningunos:
 'Suis-je Amour ou Phébus? Lusignan ou Byron?'
 ,
Renunciar a la identidad personal no implica una pérdida del ser sino, precisamente, su reconquista. El poeta es ya todos los hombres. La naturaleza se revela tal cual es y arroja sus máscaras. La tentativa, presente en la mayoría de los grandes poetas, por "ser todos los hombres" necesariamente se alía con esa 'destrucción del yo'. La empresa poética consiste no tanto en suprimir como en abrir una personalidad y convertirla en el punto para intersección de cuanto son subjetivos más lo objetivo. 

El surrealismo intenta resolver esta vieja oposición entre yo y el mundo, lo interior y lo exterior; creando objetos que son interiores y exteriores, a la vez. Si mi voz ya no es mía, sino la de todos, ¿por qué no lanzarse a una nueva experiencia: la poesía colectiva? En verdad la poesía siempre ha sido hecha por todos. Los mitos poéticos, las grandes imágenes de la poesía en todas las lenguas, son un objeto de comunión colectiva.
 
 "La Révolution surréalistenº 12, Paris, 15 Dicbre. 1929   
 
Los surrealistas no sólo quieren participar en las creaciones poéticas: aspiran a convertir esa participación en una nueva forma de creación. Varios libros de poemas fueron escritos colectivamente por Breton, Éluard, Char y otros. Al mismo tiempo, aparecen los juegos poéticos y plásticos; todos ellos destinados a un hacer que, por medio del choque de dos o más voluntades poéticas, la imagen deslumbrante logre surgir en fin.

[...] Los primeros años en actividad surrealista fueron muy ricos. No solamente modificaron la sensibilidad de la época sino que hicieron surgir una nueva poesía y una nueva pintura; pero se trataba de crear, no arte sino un hombre nuevo. Ahora bien, la Edad de Oro no aparecía entre los escombros de esa realidad tan furiosamente combatida. Al contrario, la condición del hombre era cada vez más atroz. Al período que inicia el 'Primer Manifiesto' sucede otro, presidido por preocupaciones de orden social.

En el ánimo de Breton, Aragon y sus amigos se instala una duda: la emancipación del espíritu humano, meta para nuestro surrealismo, ¿no exige una previa liberación de la condición social del hombre? Tras varias tormentas interiores, su grupo decide adherirse a las posiciones de la Tercera Internacional. Y así, 'La revolución surrealista' se transforma en 'El Surrealismo al servicio de la Revolución'. Sin embargo, los revolucionarios políticos no mostraron mucha simpatía por servidores tan independientes. La máquina burocrática del Partido Comunista acabó por rechazar a todos aquéllos que no pudieron o no quisieron someterse.

Durante algunos años las rupturas suceden a las tentativas de conciliación. Al fin se vio claro que toda síntesis era imposible. Sin duda el carácter cada vez más autoritario y antidemocrático del comunismo estalinista, la estrechez y rigidez de sus doctrinas estético-políticas y sobre todo la represión de que fueron síntoma entre otros los 'Procesos de Moscú' contribuyeron al hacer irreparable la ruptura. Aun así, por unos años más, el surrealismo coincidió con las tesis fundamentales del marxismo, tal como las representaba León Trotsky. En 1938 Bretón lo visita en México y redacta con el viejo revolucionario un famoso manifiesto: 'Por un arte revolucionario independiente' (ese texto apareció en todo el mundo con las firmas de André Breton y Diego Rivera)...
 
 
A pesar de la amplitud y generosidad de miras de León Trotsky, la verdad es que demasiadas cosas separaban al materialismo histórico de aquella surrealista posición; su imposibilidad de participar directamente en la lucha social fue, y es, una herida para el surrealismo. En un libro reciente Bretón vuelve sobre el tema, no sin amargura: "La historia dirá si ésos que reivindican hoy el monopolio de alguna gran transformación social trabajan por liberación del hombre o lo entregan a una esclavitud peor en su mundo. El surrealismo, como movimiento definido y organizado en vista de una voluntad de emancipación más amplia, no pudo encontrar un punto de inserción en su sistema...": reducido a sus propios medios, no ha cesado de afirmar que la liberación del hombre debe ser total.

En el seno de una sociedad en la que realmente hayan desaparecido los señores, nacerá otra poesía que será creación colectiva, como los mitos del pasado. Asistirá el hombre entonces a reconciliaciones del pensamiento y acción, desear y frutos, cosa y palabras. La escritura automática dejaría de ser una aspiración: hablar sería crear. Lo surrealista pone en tela de juicio a la realidad; pero la realidad también pone en tela de juicio a la libertad del hombre. Hay series de acontecimientos independientes entre sí que, en ciertos sitios y momentos privilegiados, se cruzan.

¿Cuál es el significado de lo que se llama destino, casualidad o, para emplear el lenguaje de Hegel, 'azar objetivo'...? En varios libros ('Nadja', 'El loco amor', 'Los vasos comunicantes') Bretón ya señalaba el carácter extraño de ciertos encuentros. ¿Se trata de meras coincidencias? Semejante manera de resolver el problema revelaría una suerte de realismo ingenuo o de positivismo primario. Lugar en que se cruzan las libertades y la necesidad, ¿qué es tal 'azar objetivo'? Engels había dicho: "La causalidad no puede ser comprendida sino ligada con las categorías del azar objetivo, formas de manifestarse lo necesario." Para Breton este 'azar objetivo' es el punto de intersección entre el deseo -o sea: la libertad humana- y la necesidad exterior. No creo que nadie haya ofrecido una respuesta definitiva a este 'problema de problemas'...

Pero si la respuesta de Bretón no logra satisfacernos, su pregunta no cesa de hostigarnos: todos hemos sido los héroes o testigos en encuentros inexplicables... Y son estos tropiezos -por citar hallazgos para personas muy alejadas de las preocupaciones surrealistas- el virus para Pasteur, la penicilina para Fleming, una rima para Valery o, en nuestra vida diaria, ¿no es el amor, de manera soberana, la ardiente encarnación del 'azar objetivo'? Las preguntas en la revista 'Minotauro' que hacían Breton & Éluard ["¿Cuál ha sido el encuentro capital de su vida?; ¿hasta que punto ese encuentro le ha dado la impresión de lo necesario o fortuito?"] las podemos repetir todos. Y estoy seguro de que la mayoría respondería que ese encuentro capital, decisivo, destinado a marcarnos para siempre con su garra dorada, se llama: amor, persona amada. 
 
 René Magritte: 'La trahison des images', 1928
 
Mas ninguno de nosotros podría afirmar con entereza si ese encuentro fortuito fue, o necesario. Los más diríamos que, si fue fortuito, tenía toda la fuerza inexorable de la necesidad; y si fue necesario, poseía la deliciosa indeterminación de lo fortuito. El 'azar objetivo' es una forma de lo necesario, la muy paradójica -por excelencia- del amor: conjunción en la doble soberanía de libertad y del destino: el amor nos revela formas más altas de su libertad, o elección libre de la necesidad.

El amor es único y exclusivo en la persona amada se enlaza necesidad con libertad. En uno de sus libros más hermosos, 'El loco amor', Breton ha puesto de relieve la naturaleza absorbente, total, del amor único: "delirio de la presencia absoluta en el seno de la naturaleza reconciliada". El verdadero amor, el amor libre y liberador, es siempre exclusivo e impide toda caída en la infidelidad:

"No hay sofisma tan temible como el que afirma que el acto sexual va necesariamente acompañado de una caída del potencial amoroso entre 2 seres, aquella pasión cuyas repeticiones los arrastrarían progresivamente a cansarse el uno del otro... Es fácil discernir sendos errores fundamentales que originan este modo de ver: uno es social; otro, moral. El error social, que no podría remediarse sin la destrucción de las bases económicas en la sociedad actual, procede de que la elección inicial hoy no está realmente permitida y, en la medida en que excepcionalmente tiende a imponerse, se produce en una atmósfera de no elección, hostil a su triunfo...

El error moral nace de la incapacidad en que se halla la mayoría de los hombres para librarse de toda preocupación ajena al amor, de todo temor como de toda duda... La experiencia del artista, como la del sabio, es aquí de gran ayuda: ambas revelan que todo lo que se edifica y perdura, de antemano, exige -para ser- algún completo abandonoEl amor debe perder ese gusto amargo que no tiene, por ejemplo, el ejercicio de la poesía. Tal empresa no podrá llevarse a cabo plenamente mientras no se haya abolido, a escala universal, la infame idea cristiana del pecado."

Es decir, se trata de reconquistar inocencia. No es extraño que otro gran contemporáneo de Bretón, el inglés D. H. Lawrence, se exprese en términos semejantes. El verdadero tema de nuestro tiempo -y en todos los tiempos- será reconquistar la inocencia por el amor. ¡Despojar al amor de "ese sabor amargo que no tiene la poesía"! ¿Qué es, entonces, poesía para Bretón? Él mismo nos lo dice con texto:
 'La poesía se hace en el lecho como el amor
Sus sábanas deshechas son la aurora de las cosas
La poesía se hace en los bosques
.
El abrazo poético como el abrazo carnal
Mientras duran
Prohiben caer en la miseria del mundo.'
  
  
Poesía y amor son actos semejantes. Las experiencias poética y amorosa nos logran abrir las puertas de un instante eléctrico. Allí el tiempo no es sucesión; ayer, hoy y mañana dejan de tener significado: sólo hay el siempre que también es ahora y aquí. Caen los muros de la prisión mental; espacio y tiempo se abrazan, se entretejen y despliegan a nuestros pies una alfombra viviente, una vegetación que nos cubre con sus mil manos de hierba, que nos desnuda con sus mil ojos de agua. El poema, como el amor, es un acto en el que nacer y morir, esos dos extremos contradictorios que nos desgarran y hacen de tal modo precaria la condición humana, pactan y se funden. Amar es morir, han dicho nuestros místicos; pero también, y por eso mismo, es nacer. El carácter inagotable de la experiencia amorosa no es distinto al de la poesía. René Char escribe: "poema es el amor realizado del deseo que permanece deseo."

Todo el ser participa en el encuentro erótico, bañado de su luz cegadora. Y cuando tal tensión desaparece depositándonos una ola contra las orillas de lo más cotidiano, esa luz aún brilla, entreabre cortinas de nuestra condición... Entonces nos reconocemos y recordamos lo que, realmente, somos. La "vida anterior" regresa: es una mujer, la morada terrestre del hombre, la diosa de pechos desnudos que sonríe a las orillas del Mediterráneo, mientras el agua del "mar se mezcla al sol"; es Xochiquetzal, la de la falda de hojas de maíz y fuego, la de la falda de bruma, cuerpo de centella en la tormenta; es Perséfone que asciende del abismo en donde cortó narciso, flor del deseo. Paul Éluard revela identidades de amor y poesía:
 'Tú das al mundo un cuerpo siempre el mismo 
El tuyo
Tú eres la semejanza'
 
La mujer es semejanza. Y yo diría: la correspondencia. Todo rima, todo se llama y se responde. Como lo creían los antiguos, y lo han sostenido siempre los poetas y la tradición oculta, el universo está compuesto por contrarios que se unen y separan con secretos ritmos. El conocimiento poético -y la poética imaginación, esa facultad productora de imágenes en cuyo seno los contrarios se reconcilian- nos deja vislumbrar la analogía cósmica. Baudelaire decía: "La imaginación es la más científica de nuestras facultades porque sólo ella es capaz de comprender la analogía universal, aquello que una religión mística llamaría la correspondencia... La naturaleza es un Verbo, una alegoría, un modelo..."

Esa obsesionante repetición de imágenes o mitos a través de los siglos, por individuos y pueblos que no se han conocido entre ellos, tampoco puede razonablemente explicarse sino aceptando el carácter arquetípico del universo y de la palabra poética. Cierto, el hombre ha perdido la llave maestra del cosmos y de sí mismo; desgarrado en su interior, separado de la naturaleza, sometido al tormento del tiempo y el trabajo, esclavo de sí mismo y de los otros, rey destronado, perdido en un laberinto que parece no tener salida, el hombre da vueltas alrededor de sí mismo incansablemente. A veces, por un instante duramente arrebatado al tiempo, cesa la pesadilla. La poesía y el amor le revelan la existencia de ese alto lugar donde, como dijo el 'Segundo Manifiesto': "...vida y muerte, las reales e imaginarias, tanto en el pasado como del futuro, lo comunicante o incomunicable, los altos y bajos dejarán de ser percibidos contradictoriamente".

Todavía no es tiempo de hacer uno de esos balances que tanto aman los críticos y los historiadores. Hoy nadie se atreve a negar que el surrealismo ha contribuido de manera poderosa a formar la sensibilidad de nuestra época. Además, esa sensibilidad, en buena parte, es creación suya. Pero la empresa surrealista no se ha limitado únicamente a expresar las tendencias más ocultas de nuestro tiempo y anticipar las venideras; este movimiento se proponía 'encarnar en la historia y transformar el mundo con las armas de la imaginación y la poesía'. No ha sido otra la tentativa de los más grandes vates en Occidente. Frente a la ruina del mundo sagrado medieval y -cara, simultáneamente- al desierto industrial o utilitario que ha erigido la civilización racionalista, la poesía moderna se concibe como un nuevo ámbito sagrado, fuera de toda iglesia y fideísmo.
  
       
 
Novalis había dicho: "La poesía es la religión natural del hombre." Blake afirmó siempre que sus libros constituían las "sagradas escrituras" de la nueva Jerusalén. Fiel a esta tradición, el surrealismo busca un nuevo espacio sagrado extrarreligioso; fundado en triples ejes de Libertad, el Amor y la Poesía. Esa tentativa surrealista se ha estrellado contra un muro. Colocar a la poesía en el centro de la sociedad, convertirla en el verdadero alimento de los hombres y en la vía para conocerse tanto como para transformarse, exige también una liberación total de la misma sociedad.

Sólo en alguna sociedad libre la poesía sería un bien común, o creación colectiva y participación universal. El fracaso del surrealismo nos ilumina sobre otro, acaso de mayor envergadura: el de la tentativa revolucionaria. Allí donde las antiguas religiones y tiranías han muerto, renacen los cultos primitivos y las feroces idolatrías. Nadie sabe qué nos depararán los treinta o cuarenta años venideros. No sabemos si todo arderá, si brotará la espiga de la tierra quemada o si continuará el infierno frío que paraliza al mundo desde el fin de la guerra.

Tampoco es fácil predecir el porvenir del surrealismo. Pero ya sé algo: como las sectas de gnósticos en los primeros siglos cristianos o aquella herejía del cisma cátaro, como los grupos de iluminados del Renacimiento y el periodo romántico, como la tradición ocultista que desde la antigüedad no ha cesado de inquietar a los más altos espíritus, el surrealismo -en lo que tiene de mejor y más valioso- seguirá siendo alguna invitación a la aventura interior, del redescubrimiento de nosotros mismos; y un signo de su inteligencia, el mismo que a través de los siglos nos harán los grandes mitos y los mayores poetas.

Este signo es un relámpago: bajo su luz convulsa, entrevemos algo demisterio de nuestra condición. >> 

 

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