domingo, 10 de octubre de 2021

Aterroriza con irracionalidad el Gobierno para culparme de sus propias ineficiencias impunes

   
Una vez que un gobierno decreta el cierre generalizado o la obligatoriedad de mascarillas, si los contagios aumentan, la culpa se les endosaría únicamente a los ciudadanos que no cumplan las normas... ¡Y qué decir de los que llevan 2 años prolongando Estado de Alarma inconstitucional, con limitación de innúmeros derechos básicos o normalidades previas, mas intentan estirar lo excepcional aun hasta 2022 al menos!
  
  
"Aunque la pandemia del 2020 ha constituido una amenaza global similar a lo ya vivido por última vez hace seis décadas, tanto la política cuanto las conductas de la gente y actitudes en su opinión pública fueron diametralmente opuestas, como si contemplásemos dos civilizaciones de galaxias distintas. La estrategia de 2020 iba a apartarse inesperadamente de la senda prevista, con medidas draconianas, extremas, nunca antes experimentadas, nada respetuosas con derechos y libertades. Muy pocos países, como Suecia, siguieron la línea de siempre: con distintas medidas, básicamente voluntarias. Curiosamente, la opinión pública percibió lo contrario: que era Suecia la que se apartaba del guion. El mundo se había vuelto súbitamente del revés.

Finalmente, el virus no pareció entender de leyes o restricciones pues los contagios describieron olas similares con medidas laxas o draconianas, con mascarillas o sin ellas. Las novedosas restricciones se mostraron irrelevantes y contraproducentes, como ya advertía la sabiduría del pasado. Entonces, ¿por qué casi todos los gobiernos reaccionaron con tal exageración en 2020? En buena medida porque así evitaban ser culpados por la pandemia, transfiriendo la acusación a otros. Y aquí está la clave: en 1957 nadie hubiese culpado a los gobernantes por los fallecidos en una epidemia, hoy sí.
      
       
['¡Dios mío, ya está aquí la pandemia!', exclamó Maurice Hilleman, jefe del servicio de enfermedades infecciosas del ejército de los Estados Unidos, el 17 de abril de 1957 al leer una noticia en el New York Times. 20.000 personas esperaban delante de los dispensarios de Hong Kong para ser atendidas por una gripe especialmente virulenta. 

Tras recibir muestras del virus, Hilleman confirmó sus peores temores: no había inmunidad ante esa cepa. Nada podía frenar la Pandemia de Gripe Asiática, que acabaría causando 4.000.000 de muertos en una población mundial que no llegaba al 40% de la actual. Se recomendó a los enfermos permanecer en casa y solo acudir al hospital si los síntomas se agravaban. 
  
   
Escuelas y empresas permanecieron abiertas, descartándose medidas extremas como confinamientos o uso obligatorio de mascarillas por considerarse ineficaces y contraproducentes. No hubo fractura social, ni pánico generalizado, presiones o bandos enfrentados, ni insultos o acusaciones, ni dogmas o herejías. Nadie vigiló o denunció a sus vecinos. Y la pandemia entonces no condujo a pérdida de libertades ni a grandes daños psicosociales.

Estados Unidos amplió a marchas forzadas la capacidad de los hospitales y, cuando llegó la enfermedad, el amigo Hilleman había desarrollado una vacuna razonablemente eficaz, que contribuyó a reducir la mortalidad. Se inoculó quien lo consideró oportuno, sin coacción, certificados, distinción o polémica entre vacunados y no vacunados. Tampoco surgió la ocurrencia de intentar eliminar el virus: sabían que adaptarse a él, minimizar los daños atendiendo bien a los enfermos y crear inmunidad por vacuna o exposición directa, eran las únicas vías para superar la crisis.]
  

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En 'Risk and Blame' (1992), Mary Douglas explicó que, para las sociedades premodernas, tribales, ninguna desgracia ocurría porque sí: siempre había culpables. Las muertes eran causadas por algún conjuro de brujería; los desastres por la ruptura de algún tabú. Pensaban que todas las calamidades eran evitables, fuera con un sortilegio o persiguiendo como chivos expiatorios a quienes violaron el tabú.

Al superar la magia y la brujería, la sociedad moderna comenzó a identificar ciertos fenómenos como imprevisibles e inevitables, donde no cabe ya buscar culpables. Y surgen los conceptos de accidente, muerte natural o catástrofe natural, propios de la mentalidad moderna. Así, la gente identificó la pandemia de 1957 como una catástrofe natural, sin culpables.
  
   
Sin embargo, durante el último cuarto del siglo XX el pensamiento occidental sufriría una sorprendente regresión hacia concepciones premodernas, hacia una 'cultura de la culpa' que erosionaría los conceptos de accidente o catástrofe natural. Comenzó a volver la idea de que todas las desgracias son evitables y, por tanto, culpa de quienes no hacen lo suficiente por impedirlas: hoy consideramos cada accidente como un caso de negligencia criminal, cada enfermedad como algunas amenazas del enjuiciamiento. Preguntamos siempre '¿de quién es la culpa?, y después ¿cuál será la indemnización?'.

Esta curiosa evolución se plasmó en la llamada revolución de los litigios, que afectó especialmente a Estados Unidos. Se dispararon las demandas judiciales por unos daños que, anteriormente, los jueces declaraban accidentales, no culposos. Surgieron los abogados 'cazadores de ambulancias', apostados en los servicios de urgencia para animar a los lesionados a litigar, aunque fuera contra quien fabricó el vehículo, construyó la carretera, puso las señales, colocó carteles que distraían la atención o no advirtió del peligro de circular con nieve.
  
   
Arreciaron también las demandas por negligencia médica en muchos fallecimientos que antaño se consideraban naturales e inevitables, impulsando a muchos facultativos a adoptar la medicina defensiva, una estrategia para guardarse las espaldas ante un posible litigio. Consiste en prescribir muchas más pruebas que las necesarias, recetándose medicamentos en exceso, así como las hospitalizaciones prescindibles... Y, sobre todo, atenerse a protocolos muy rígidos que permiten cubrir el expediente. El criterio del profesional acabaría sustituido por meras formalidades, extremadamente costosas en tiempo y de presupuesto, perjudiciales para el paciente, pero muy eficaces para una defensa legal.

La novedosa cultura de la culpa forma parte de un proceso generalizado del huirse de responsabilidad y creciente infantilización personal, en una sociedad que no acepta el infortunio, las enfermedades o la muerte. Donde abunda una personalidad que se desahoga con la queja, el pataleo o la transferencia de culpa a los demás, que ansía un mundo completamente previsible: sin incertidumbres, de 'Riesgos 0', con muchos derechos y pocas responsabilidades.
   
Canallas de la Casta Político-Médica quieren acabar con Atención Sanitaria real por el tocomocho del no currar salvo volviendo a re-vacunar para Mayores que [si no fueron ya Baja entre cuantos han abandonado en la pandemia]... al toreo con Teléf. son condenados.
      
La pandemia de 2020 golpeó a una sociedad dominada ya por estas actitudes premodernas, empujando a los gobernantes a responder con una 'sanidad defensiva', o de medidas sobrepasadas, que no resistían un análisis coste-beneficio pero servían muy bien como coartada ante cualquier acusación. Una vez que un gobierno decreta el cierre generalizado, o la obligatoriedad de mascarillas, si los contagios aumentan, la culpa se endosa a los ciudadanos que no cumplen las normas. Si descienden, el mérito es del gobierno. Por el contrario, los pocos gobernantes que basan sus estrategias en otras medidas voluntarias son culpados directamente de los fallecimientos aunque logren una tasa de mortalidad sensiblemente inferior.

En esta tesitura, casi todos los políticos apostaron por la estrategia más conveniente… para ellos mismos. Incluido Boris Johnson, que no resistió tamaña presión más que un par de semanas. Porque mantener una política sensata, que preserve libertades y derechos requiere hoy día unos niveles de convicción, responsabilidad y valentía tales que son prácticamente inexistentes en estas clases políticas. Las exageradas medidas cumplen a la perfección el papel de conjuro del hechicero: ineficaces para resolver el problema, pero muy apropiadas para endosar la culpa a otros.
  
  
Escapar del presente oscurantismo implica aceptar que nadie es culpable de una enfermedad; ni las autoridades, ni la gente. Y que no es lícito perseguir o señalar a quienes deciden no vacunarse porque, aunque la vacuna resulte recomendable para los adultos, la presión y la descalificación generan una ruptura de la convivencia, una violación de derechos y una regresión hacia un asfixiante régimen de intolerancia tales, que los estragos causados a la sociedad acaban siendo muy superiores al beneficio que produciría la inoculación forzada de estas personas. Es una mera decisión personal; no la rotura de un tabú.

Este pensamiento premoderno es completamente disfuncional en una sociedad tecnológica pues la culpa acaba asignándose de cualquier manera absurda y arbitraria, diluyéndose la responsabilidad por actos conscientes y deliberados; así, no se les exigiría cuentas a los gobiernos por las graves consecuencias políticas, sociales, económicas y sanitarias que sus sobrepasadas restricciones han causado y van a causar. Al fin y al cabo, se trata de una cultura de la culpa; no de la responsabilidad."

    
 
 



domingo, 3 de octubre de 2021

Lecciones oportunas a toda edad, en 'Catón, el VIEJO: de la Senectud' por Marco Tulio Cicero

  
  
"El libro 'Cato maior de senectute liber' está escrito como un diálogo de Catón el Viejo con dos jóvenes, Escipión y Lelio. Él es una excepción en su época, pues se le representa de 84 años... La otra pareja se admiran de la intensa actividad desplegada por el octogenario, y éste da sus famosas razones para no renegar de la vejez aceptándola como una etapa más de la vida, rica en dones y placeres. Que tales, no obstante, son distintos de los que se goza en otras edades es evidente de suyo; a lo cual se dirigen las reflexiones del libro. 

Cuando Cicerón escribió esa obra contaba 62 años. No sabía cómo iba a morir ya pronto, a manos de enemigos políticos mendaces, de los que su mordacidad y afilada retórica le granjeó muchos en su vida de hombre público, político, polemista y escritor. Su libro debe ordenarse entre los textos didácticos, aquellos que nos enseñan a vivir mejor (...) Es, auténticamente, un tratado de 'gerogogía', como se debería llamar al arte del aprender a vivir envejeciendo

Cicerón pone en boca de Catón muchos argumentos que proceden de la tradición griega, especialmente de Platón, y algunos pasajes recuerdan el discurso de Céfalo en 'La República'. Por ejemplo, Catón confiesa a sus jóvenes oyentes que algunos placeres ya no se pueden obtener, pero la naturaleza sabiamente quita el deseo de tenerlos. La culpa de que la vejez sea ingrata no está en ella misma sino en las costumbres. Pues aquellos viejos que han cultivado la virtud a lo largo de su vida, que son moderados y no exigentes, que han tenido una vida 'bien llevada'... no debieran tener quejas ni mayores penas. 

El tema central de la obra —o, más bien, uno de los temas centrales— consiste en una refutación ordenada de 4 motivos por los que la vejez puede parecer miserable. 

=> El primer argumento es que 'la vejez apartaría de actividades'. Catón (o Cicerón, a través de Catón) se pregunta de cuáles. Las cosas grandes no se hacen con las fuerzas, la rapidez o la agilidad del cuerpo sino mediante el consejo, la autoridad y la opinión, cosas todas de las que la vejez, lejos de huérfana ser, prodiga en abundancia. Aunque es verdad que la memoria disminuye... hay ejemplos notables de viejos capaces de recitar pasajes enteros de obras literarias, como Sófocles, cuando convenció a los jueces declamando 'Edipo en Colona'. Otros ancianos, de los que no se escatiman ejemplos, tuvieron la dicha de que sus estudios duraran lo que su misma vida. Bella manera de decir que estuvieron siempre renovándose y aprendiendo. Sócrates, por ejemplo, empezó a estudiar la lira y el propio Catón la lengua griega en la ancianidad. 

=> La segunda razón para deplorar, 'la vejez es pérdida de la fuerza física'... El argumento de Cicerón, puesto en boca de Catón, es que la vida no debe valorarse por ella. Pero es obvio que decrece. Y también que abundan las enfermedades. Mas éstas, ¿no son también propias de los jóvenes?; ¿o es que alguien está libre de la debilidad y dolencia? 'Hay que hacer frente a la vejez, Lelio y Escipión, y hay que compensar sus defectos con la diligencia. Lo mismo que hay que luchar contra la enfermedad, hay que hacerlo contra la vejez', dijo el sabio anciano. Y algo que suena muy moderno: 'Es preciso llevar un control de la salud, hay que practicar ejercicios moderados, hay que tomar la cantidad de comida y bebida conveniente para reponer las fuerzas, no para ahogarlas. Y no sólo hay que ayudar al cuerpo, sino ...mucho más a la mente y al espíritu. Pues también estos se extinguen con la vejez, a menos que les vayas echando aceite como a una lamparilla'. 

  Estos pasajes son recomendaciones dietéticas, en el sentido de una forma de vida acorde con la edad. Suenan, en realidad, como de sentido común, y sin embargo fueron escritos 40 años antes de la era cristiana. Hay que hacer notar que Catón agrega, a continuación, cómo la vejez 'es bien honorable si ella misma se defiende, mantiene su derecho, no es dependiente de nadie y a los suyos hasta el último aliento gobierna'. Estas observaciones [podría argüirse], con ser muy atinadas, no se aplican a muchos viejos que padecen las torturas de la dependencia o/y la pobreza. Catón habla, en realidad, de aquellos viejos que pueden sumergirse en sus estudios y ni tan siquiera darse cuenta del cómo envejecen. 
   
  
=> Hay una razón, la tercera, para lamentar volverse viejo, que es tal vez una de las más frecuentemente citadas: 'la edad proyecta hace perder placeres'. En esta parte, el viejo Catón lanza una diatriba contra estos. La pasión, alega, nos arrastra por acciones vergonzosas y criminales. Es una suerte que la edad aleje de nosotros aquello que es lo más pernicioso de la juventud: '...nada hay tan detestable como el placer si es verdad que éste, cuando es demasiado grande y prolongado, extingue toda la luz del espíritu'. No sólo no hay que reprocharle a la vejez, que sepa prescindir de los placeres; hay que felicitarla por ello. Una vida virtuosa es garantía de bienestar. 

  La argumentación es bastante diáfana cuando se trata de los placeres de la mesa, toda vez que al privarse del exceso en comilonas y libaciones la vida es más grata. Pero con respecto al amor y al sexo la discusión es algo más difusa. El anciano observa que disminuye el deseo y por lo tanto hay menos necesidad de obtener satisfacciones en ese ámbito. Sobre todo, dice, 'para los que están satisfechos y ahítos es mucho más agradable la carencia que el disfrute'. De esta frase se infiere lo inverso de lo que previamente ha predicado, pues ¿quién puede estar satisfecho y ahíto de placeres si ha llevado una vida virtuosa privándose de ellos? Resulta que carencia es buena... para el que harto ya está. Y para hartarse, obviamente, hay que haber gozado. Otro punto ambiguo es la declaración de que tales placeres no están lejanos del todo. 'La vejez, dice, disfruta de ellos (los placeres) lo suficiente aunque los vea de lejos'. No tan de lejos los ha de ha de haber visto el autor Cicerón, quien, a los 60 años se divorció de Terencia tras 29 años de matrimonio para casar a su joven pupila Publilia.

  En este capítulo hay una larga exaltación de los placeres que nos brinda la agricultura... Ver crecer las plantas, vigilar lo sembrado y acumular los frutos de la tierra o vivir la paz bucólica del campo, son temas en los que el autor se explaya.

  Hay que reconocer, sin embargo, que toda la dulzura de la vida puede verse empañada por la pesadez y avaricia en ancianos que desean más de cuanto los jóvenes desean concederles. Pobres de ellos, 'pobre de la vejez que tiene que defenderse con palabras'. Porque, dice, 'ni las canas ni las arengas pueden proporcionar autoridad de repente; sino que es una vida anterior vivida honestamente la que recoge los últimos frutos de autoridad'. Implícitamente, el autor Cicerón (a través de su personaje, Catón) está elevando el respeto a la dignidad de un placer propio para la vejez. Placer que, no precisa decirse, deriva de la vida previa: es fruto del esfuerzo de antes. 

  Por la sociedad romana se concedía una autoridad muy particular a los ancianos, en la figura del pater familias (...) a partir del siglo IV la desintegración progresiva de la gens dio lugar a las familiae independientes, cuyos miembros estaban unidos con lazos jurídicos más que naturales bajo la patria potestas (por nacimiento del mismo padre o bien adopción o matrimonio). Bajo el sistema de la agnatio, el poder está vinculado al parentesco por vía masculina; lo cual explica que sea el hombre, y el hombre viejo, quien goza de absoluto poder. Su autoridad, que no conoce límites, es frecuente motivo de burla en el teatro y la literatura. Es, por ende, una figura muy ambigua. Por un lado, goza de poder y autoridad; pero también, por otro, es odiado. No siempre se ve como figura de respeto, especialmente si pierde bienes y poder. La pugna con las generaciones jóvenes, a menudo ejemplificadas en la figura del hijo, encuentra resonancias de marcados acentos y tal vez mayores que en otras tradiciones.

=> La última razón para deplorar la vejez, su 'proximidad de la muerte', es analizada en 'De Senectute' por un registro que ya se ha convertido en tópico. 'Si no vamos a ser inmortales, es deseable, por lo menos, que el hombre deje de existir a su debido tiempo. Pues la naturaleza tiene un límite para la vida, como para todas las demás cosas'. Si no hay nada después de la muerte, nada debemos temer. Si la muerte es la puerta para vida eterna, debiéramos desearla.

  Por supuesto, en la época de Cicerón el tema de la longevidad tenía caracteres distintos de la época actual. Hoy no es improbable que una persona promedio, en un país medianamente civilizado, pueda aspirar a una larga vida. Por ende, desear vivir muy largo no es ambición descabellada. El tema de la calidad para vida larga es el que ahora nos preocupa y conmueve. La disposición del tiempo libre, el goce del ocio, la satisfacción de las necesidades -con todos los duelos, casi diarios, que significa la pérdida de ascendiente y dinero- son hoy día más relevantes. Una vida terminada 'a su debido tiempo' supone una reflexión filosófica profunda. Es a esa reflexión a la que alude Daniel Callahan cuando en su libro 'Setting Limits' trata de precisar qué es una vida adecuadamente vivida y cuándo es razonable que termine. Conocida es su propuesta de racionar los recursos sanitarios sobre la base de la edad, que ha causado más de algunas ácidas polémicas...

  Ojalá todos pudieran vivir y morir como el sabio tribuno imagina y recomienda (...) Sus páginas destilan una suerte de esperanzada alegría, un útil recuerdo de que siempre hay algo mejor a qué aspirar. Como apología de la vejez, logró el libro su propósito. Pero, como la vejez misma, es una apología de doble faz. Aquello que se celebra también puede ser objeto de preocupación. Lo deleitable es a veces negativo. La vejez, como la vida misma, siempre aceptará miradas múltiples y contradictorias."

  
     
  " Me parece, de verdad, Escipión y Lelio, que os admiráis de algo bien normal. Pues los que no tienen ningún recurso en sí mismos para vivir bien y con felicidad toda edad es pesada. En cambio, a los que buscan todo lo bueno en sí mismos, nada que les ocurra por ley de vida, les puede parecer malo. A esta clase pertenece en primer término la vejez: todos desean alcanzarla pero la rechazan una vez alcanzada. ¡Tanta es la inconstancia y la perversidad de su ignorancia! Dicen que ésta llega más rápidamente de lo que habían pensado. En primer lugar, ¿quién les obligó a pensar algo falso? Pues ¿cómo la vejez llega más rápidamente con relación a la adolescencia que la adolescencia con relación a la niñez? En segundo lugar ¿cómo les iba a ser menos pesada la vejez a los que vivieran 800 años que a los que vivieran 80? Pues la vida pasada, por larga que sea, no puede con ningún consuelo aliviar una insensata vejez...

   Por lo cual, si soléis admirar mi sabiduría −que ojalá fuera digna de vuestro aprecio y de mi sobrenombre− os digo que en esto soy sabio: en que sigo a la naturaleza, la guía mejor, y la obedezco como a un dios. No es lógico que, puesto que los restantes actos de la vida han sido bien escritos, no se ponga cuidado en el último acto a la manera de un mal poeta. Y con todo, fue necesaria la existencia de algo postrero que a la manera de las bayas de los árboles y de los frutos de la tierra en su momento oportuno se ajara y cayera. Y esto lo ha de sobrellevar el sabio sin protesta. Pues luchar frente a los dioses a la manera de los gigantes ¿qué es sino hacer frente a la naturaleza? (...) 

   Pero la culpa de todas las lamentaciones de esta índole radica en las costumbres, no en la edad. Pues pasan una vejez tolerable los ancianos prudentes, que no son gruñones ni groseros; en cambio, la brusquedad y la grosería es molesta a cualquier edad (...) Pues de la misma manera se puede razonar respecto a la vejez; pues ni aún para el sabio puede ser llevadera en la más extrema pobreza, ni para el ignorante soportable aunque esté en medio de riquezas. 

   En verdad, Escipión y Lelio, las mejores armas de la vejez son la formación y práctica de la virtud que, cultivadas a cualquier edad, cuando llegues al final de una vida larga e intensa, producen admirables frutos, no sólo porque nunca te abandonan, ni siquiera en el último momento de nuestra vida −lo cual ya es un consuelo muy grande− sino también porque la conciencia de una vida bien vivida y el recuerdo de muchas buenas acciones resultan muy gratos.

   Sin embargo, no todos pueden ser Escipiones o Máximos para recordar asaltos a ciudades, luchas por tierra o por mar, guerras capitaneadas por ellos o los triunfos obtenidos. También la vejez fruto de una vida llevada con tranquilidad, con pureza y con elegancia es una vejez plácida y tranquila, como sabemos que fue la de Platón que se murió escribiendo a los 81 años; como la de Isócrates, que él mismo dice que este libro que se titula el Panatenaico lo escribió a los 94 años y que vivió 5 años más. Y su maestro, Gorgias de Leontino cumplió 107 años y nunca cejó ni de su obligación ni de su trabajo. Y al preguntarle uno que por qué quería vivir tanto tiempo dijo: 
'No tengo nada de lo que acusar a la vejez'

   Respuesta admirable y digna de un hombre culto. Pues los ignorantes achacan a la vejez sus propios defectos y sus errores. No es ese el caso de Ennio, aquél que cité hace poco: 
'Como un fuerte caballo que muchas veces en el último tramo 
venció en Olimpia, ahora, abatido por la vejez, ya descansa.'

   Así pues, al reflexionar sobre este tema, encuentro 4 razones por las que la vejez puede parecer desgraciada:

 * La vejez nos aparta de las actividades. ¿ qué actividades? ¿De las que se realizan con el vigor de la juventud? ¿Es que no existen actividades propias de la vejez que, incluso careciendo de fuerza física, con la mente pueden realizarse? (...) A la vejez de Apio Claudio se añadía además también el que era ciego. Sin embargo, cuando el parecer del Senado se inclinaba por un tratado de paz con Pirro, no dudó en pronunciar aquellas palabras que expresó Ennio en verso: 
'Vuestra razón, hasta ahora siempre recta, 
¿en qué dirección se apartó enloquecida?'

   Puesto que no prueban nada los que le niegan a la vejez su actividad; y es igual que si alguien dijera que el piloto no toma parte en la navegación, pues, mientras unos trepan a los mástiles, otros corren de un lado a otro por la cubierta y otros achican la sentina, él, en cambio, está sentado tranquilamente en la popa sujetando el timón. No hace lo que los jóvenes pero realiza actividades sin duda más complicadas y de mayor importancia. Las grandes empresas no se realizan con la fuerza, con la agilidad y con la rapidez corporal sino con la prudencia, el prestigio y entendimiento; cualidades de las que no suele estar privada la vejez sino que, por el contrario, experimentan en ella un crecimiento. A no ser que consideréis que yo, que como soldado, como tribuno, como legado y como cónsul he participado en todo género de guerras, ahora ya no hago nada porque no lucho...

   Pero se pierde memoria. Estoy de acuerdo, si no la ejercitas o si eres algo torpe por naturaleza. Temístocles había aprendido los nombres de todos los ciudadanos. ¿Pensáis, pues, que, al envejecer, tenía por costumbre saludar con el nombre de Lisímaco al que se llamaba Arítisdes? Por lo que a mí respecta, no sólo conozco a mis contemporáneos; también recuerdo el nombre de sus padres, e incluso, el de sus abuelos. No temo perder la memoria leyendo sus epitafios, según dicen, bien al contrario, leyéndolos mantengo su memoria. Nunca he oído decir que un anciano se haya olvidado del lugar donde guardó su tesoro. Porque recuerdan todos los asuntos que les interesan y el día del encuentro con sus acreedores y deudores.

   Con frecuencia desea la adolescencia ver muchas cosas, y también otras que no. El propio Cecilio, ya anciano, afirma: 'pienso, que lo peor en la vejez, es sentir y darse cuenta uno mismo, que eres odioso para los demás.' ¡La vejez puede ser más agradable que odiosa! 

 * En mi juventud deseaba la fuerza del toro y del elefante. Con toda seguridad, ahora, no deseo tener las mismas fuerzas de la juventud. Éste es otro de los tópicos de los achaques de la vejez. Esto es lo que hay: actuar según las fuerzas del momento y servirse de ellas, hagas lo que hagas...

  La adolescencia no debe buscar la infancia ni la edad media, la juventud. El curso de la edad está determinado y el camino de la naturaleza es único y sencillo; a cada periodo de la vida se le ha dado su propia inquietud: las inseguridades a la infancia, más impetuosidad a la juventud, la sensatez y la constancia a la edad media, la madurez a la ancianidad. Estas circunstancias se dan con la mayor naturalidad y se deben aceptar en las diferentes etapas de la vida.

  También es verdad que existen muchos ancianos incapacitados a quienes no se les puede exigir ningún trabajo ni obligaciones. Pero esto no sólo es debido a la vejez sino también a la falta de salud (...) ¿Por qué entonces nos sorprendemos de que los ancianos, de vez en cuando, caigan enfermos, cuando ni siquiera los jóvenes se libran de las enfermedades? Lelio y Escipión, es propio de la vejez resentirse, pero sus achaques se compensan con la diligencia.
  
  
  Cecilio llama 'ancianos cómicos neciosa los que son crédulos, olvidadizos, apáticos; porque no son vicios propios de la vejez, sino de una vejez perezosa, indolente y amodorrada. La petulancia o la libido, más propias para los jóvenes que de ancianos, no se dan tampoco en todos aquéllos jóvenes; sino en los réprobos. El estado de necedad senil que suele llamarse chocheo, es propio de aquellos ancianos más frívolos, y no de todos ellos...

  Como en el adolescente hay algo de senil, también en el anciano hay algo de adolescente, lo reconozco. Quienes esta norma sigan podrán ser ancianos del cuerpo pero no en su espíritu (...) La vida va transcurriendo sin darse uno cuenta, no se quiebra de repente, la lámpara de la vida se va extinguiendo poco a poco, día y noche.

 * Entramos en el tercer reproche tachado a la vejez: dicen que carece de placeres. La vejez no busca el placer con excesivo deseo. Se abstiene de los banquetes, de las indigestiones, de las frecuentes orgías, por tanto de la embriaguez, y de los insomnios. Sin embargo si algo debe adjudicarse al placer, ya que difícilmente nos resistimos a sus caricias es el poder disfrutar con los contertulios porque la vejez se abstiene de los desmesurados banquetes (...) Muy acertadamente nuestros antepasados denominaron al hecho d e comer juntos los amigos 'convivium', ya que realmente llevaría a la unión de las vidas. Designación más acertada que la que le dieron los griegos 'simposio', comida en común, de modo que en este tipo de reuniones parecen disfrutar al máximo con eso, cuando el banquete es lo que menos importa.

  Sinceramente, tengo que estar agradecido a la vejez que acrecienta el interés por la conversación  en mí... dejando en segundo puesto el beber y el comer. Por lo tanto no comprendo por qué la vejez ha de ser insensible ante esos placeres, si esto también deleita a otros. De ningún modo se debe considerar que he declarado la guerra al placer, el cual, tal vez, sea una característica natural...

  ¡Qué gran cosa es que el espíritu se desprenda de la ambición, de las querellas contra las enemistades, de toda concupiscencia y que, como se dice, viva en paz consigo mismo, como en la vida militar! Pero, para la ancianidad nada hay más placentero que la vida intelectual, si se siente una chispa de aliciente por el estudio y las normas (...) Ciertamente estos son afanes de los estudiosos, de los prudentes y bien formados, y crecen en proporción a la edad, de ahí aquella afirmación de Solón que aparece en un versículo de su obra: 'Se envejece aprendiendo cada día muchas cosas'. Pienso que no puede existir un placer mayor para el alma...

  Ahora me voy a referir a los placeres de los trabajos de la tierra, con los que yo disfruto enormemente, placeres que en absoluto les son impedidos a los ancianos. Al contrario, a mí me parece que están muy de acuerdo con la vida del sabio. En efecto su actividad se relaciona con aquella, que nunca rehúsa lo que se le impone ni tampoco devuelve con reproche lo que recibió. Algunas veces con menor abundancia, pero en la mayoría de las ocasiones, con creces. A mí, aunque no me dedico mucho a ella, me agrada la fertilidad natural de la tierra en sí misma.

  Podría seguir contando las numerosas satisfacciones que proporcionan las labores del campo pero reconozco que lo expuesto, ya fue extenso. Os pido perdón por ello. Me he dejado arrastrar por el gran placer que supone trabajarlo. Además la vejez es muy locuaz... y no quiero que creáis que reivindico la vejez alejada de todos los vicios.

 * Queda la cuarta causa: el hecho de que la cercanía de la muerte parece que atormenta y angustia a nuestra edad. ¡Desgraciado el anciano que no considere que la muerte debe de ser despreciada después de una vida tan larga! Si la mente está ausente, la muerte se ignora totalmente, si la muerte le conduce a una situación terminal debe ser incluso deseada; y no puede hablarse de ninguna otra tercera disyuntiva.

  Así pues, ¿qué he de temer si no puedo ser desgraciado después de la muerte, ni tampoco puedo ser feliz? ¿Quién es tan necio, aunque sea un adolescente, que asegure que va a vivir hasta la ancianidad? Entre la juventud hay más muertes que entre la vejez: los jóvenes caen más fácilmente en enfermedades de mayor gravedad y se recuperan en menor número: pocos son los que llegan a la senectud, si esto no sucediera se viviría con más prudencia; pues el buen juicio, la razón y el consejo están en los ancianos. Si no existiesen los ancianos no existirían las ciudades. Pero vuelvo de nuevo al hecho de la muerte que siempre está amenazante. ¿Por qué la muerte es la desazón perenne de la vejez, cuando bien se sabe que está siempre presente y que también es común a la juventud? (...)

  Lógicamente el joven espera vivir mucho tiempo, cosa que el anciano ya ha conseguido. El joven espera insensatamente, porque ¿hay algo más necio que tener por seguro lo que es en sí incierto y por falso, lo verdadero? El anciano, al fin y al cabo tiene lo que esperaba, por esto mismo la vejez es mejor que la adolescencia, el joven espera, el anciano ya lo ha conseguido. Aquél quiere vivir durante mucho tiempo, éste ya lo ha vivido.

  Aunque, ¡O dioses benévolos!, ¿qué hay en nuestra naturaleza que dure mucho tiempo? Decidme exactamente el tiempo máximo. Consideremos la edad del rey de los Tartesios, Argantonio, que gobernó a los gaditanos durante 80 años, y que vivió 120. Sin embargo ese tiempo tampoco me parece a mí algo muy duradero, pues siempre hay un final. Y cuando llega el final, lo pasado se ha borrado, sólo queda lo que has conseguido actuando recta y honestamente. Pasan ciertamente las horas, los días, los meses, los años, el tiempo pasado nunca se recupera, y lo que vaya a suceder no puede saberse. Por lo tanto el tiempo que se da a cada uno es para vivirlo, por esto mismo se debe estar contento.

  Ni siquiera, como gustaría en general, es necesario que el actor actúe en toda la obra hasta el final para ser aplaudido; lo importante es que se actúe con toda perfección en el tiempo que se le asigne. El breve tiempo de la vida es suficientemente largo para vivir bien y honestamente. Si, por ventura, se prolonga durante mucho tiempo, no sería más doloroso que la queja de los agricultores que se lamentan de que, superada la primavera, llega el verano y después al otoño. La primavera simboliza la adolescencia y como ésta muestra los frutos futuros, así el resto de las edades se acomodan a recolección y guarda de los frutos que son propios de las mismas...

  En general, según opino, la consecución de todos los anhelos produce la satisfacción de la vida. Los caprichos de la infancia son indiscutibles, pero ¿acaso los jóvenes los echan de menos? También cuando llega la juventud tiene sus propios entusiasmos, pero ¿acaso los reclaman la edad media o adulta? Y tampoco se buscan los apegos de la edad madura en la vejez. Existen también las últimas inclinaciones propias de la vejez, que van desapareciendo como sucede con los deseos propios de cada edad anterior. Sucede lo mismo con las propias voluntades de la ancianidad. Cuando llega la saciedad de la vida se crea el momento, ya maduro, para la muerte... "