En el año 2007 Steve Jobs presentó el iPhone. El 'smartphone' es hoy una herramienta casi universal que –asociada a otras tecnologías y recursos– ha transformado nuestras vidas, en lo personal, lo educativo, lo profesional y en lo social. Pero, ¿podemos decir que constituye un verdadero progreso? En este artículo me propongo argumentar que no.
El 'smartphone' integra cuatro grandes engaños: la conectividad permanente, la inmediatez, la integración tecnológica y la superación de la manualidad. Son mentiras con algo de verdad, como todas las que nos embaucan.
- La conectividad puede permitir la comunicación, y hace posible la funcionalidad permanente. Pero violenta la privacidad y se convierte en ruido que impide la intimidad, el silencio, la atención exclusiva a lo presente.
- La inmediatez es conveniente ante verdaderas emergencias. Pero convierte casi todo en emergencia, cuando casi nada debería serlo. Distrae nuestra atención de lo importante, de lo lento y laborioso, de los disfrutes que exigen paladeo.
- La integración en un aparato o sistema operativo aligera y simplifica. Pero aumenta la dependencia de pocos intermediarios, que ven su poder de prescripción aumentado, y hacen casi impensable prescindir de esta tecnología.
- Poder hacer cosas sin (usar) las manos libera y amplifica nuestras posibilidades. Pero ya no desarrollamos las habilidades que nos permiten ser autónomos en tareas básicas, cuidar a otras personas, prestar una atención plena a lo que hacemos. Tendemos a olvidar que somos unidad de alma y cuerpo, como se manifiesta sobre todo en el rostro y en las manos.
Todo esto tiene consecuencias obvias para la educación, sobre las que tenemos cada vez más datos empíricos. Y eso que durante un tiempo nos hicieron creer que los nativos digitales integrarían con mayor facilidad la tecnología en sus vidas. Pero seamos sinceros: los problemas no acaban a los dieciocho años. Sigue siendo verdad que el desarrollo técnico no va acompañado automáticamente del desarrollo moral que permite usar las cosas para el crecimiento de la persona, y no ponerla al servicio de otros intereses. Basta ver el impacto que está teniendo en nuestras instituciones políticas, académicas y mediáticas.
Junto con los engaños anteriores, hay también ideas y concepciones equivocadas que han distorsionado nuestro juicio y debilitado nuestra respuesta. Una de las falacias más repetidas es que los instrumentos técnicos son moralmente neutrales. De lo que se deriva que la valoración de su uso depende de las intenciones –buenas o malas– de la persona. Y que eso, en último término, es una responsabilidad personal, al menos en el caso de los adultos. Incluso si se reconoce que la herramienta digital acarrea peligros, remitimos toda la solución a la virtud personal, con la ayuda tramposa de alguna 'app'. Sin embargo, con el uso de muchas otras tecnologías peligrosas, tenemos una normatividad social y legal robusta, que resulta eficaz: permisos para conducir, manejar maquinaria, suministrar o recibir ciertas sustancias, hacer uso de armas… ¡Que van más allá de la 'prohibición para menores'...!
Algunos insisten en que para el desarrollo de la virtud personal, cualquier norma social fuerte es contraproducente (imposiciones, prohibiciones). Como si la virtud sólo pudiera cultivarse en un vacío de normatividad y de límites. Un prejuicio individualista que Alasdair McIntyre ya desmontó en su gran obra 'Tras la virtud': sin participar en una comunidad sana, y sin una legislación justa, la virtud se convierte en algo raro y desvinculado del bien común (y, por tanto, ya no es virtud sino mera 'skill' psicológica). Lógicamente, no todo lo malo debe estar prohibido, ya lo explicaba Santo Tomás.
Pero la responsabilidad no es un juego de suma cero. Quienes configuran el deseo humano y condicionan fuertemente nuestro comportamiento tienen una responsabilidad específica, que no se debe ocultar bajo esta apelación moralizante a la virtud personal. El individuo y las comunidades necesitan apoyarse en convicciones sólidas, en incentivos positivos, en modelos de conducta, en rituales sociales compartidos. Y también –con proporción y prudencia– en prohibiciones, en amenazas de castigo. Los muros son límite, pero también apoyo y protección. Pero repetimos una y otra vez como una verdad obvia que «no se pueden poner puertas al campo». Sin darnos cuenta de que precisamente poniendo puertas al campo es como se crea(n) hogares, comunidades educativas, ciudades.
Deslumbrados por las ventajas prácticas, hemos olvidado que lo bueno no está sólo en la obtención eficaz y eficiente de resultados. Que las dimensiones más importantes de la vida buena se cifran en participar en procesos. Procesos colaborativos, prácticas sociales en las que cultivamos bienes que sólo podemos alcanzar y disfrutar en común. Procesos laboriosos y lentos, que requieren un aprendizaje (intelectual, moral, manual) que transforma la persona y la hace capaz de mejores relaciones. Pensamos que una máquina que nos dé peces sustituirá la necesidad y el gozo compartido de saber pescar. Nos comportamos como si los estímulos fuertes, superficiales y rápidos, fueran sinónimo de felicidad: una necesidad y un derecho. Como si el entretenimiento fuera el criterio máximo de calidad en la educación y en la información.
De algunas ilusiones hemos despertado ya, pagando el precio. Ya nadie se cree aquel espejismo por el cual pensamos que si todo el mundo tenía un iPhone y una cuenta de Facebook, la democracia advendría en los países árabes. O que Twitter acercaría la vida política a los ciudadanos, o las noticias a los lectores. Estamos ya avisados de que las redes no consiguen la desintermediación que prometían, sino que suponen una re-intermediación. Un cambio de mediadores, que suelen ser menos, nuevos, transversales y no sometidos a controles. Y, por tanto, más peligrosos. Pero todo esto ya lo sabíamos.
Nos hemos dejado engañar, cambiado lo verdaderamente humano por los espejuelos de dopamina que nos dan las pantallas. Frente a los engaños antes enumerados, me atrevo a ofrecer algunas sugerencias.
- Frente a la conectividad permanente: distancia física con el móvil según pautas habituales diarias, semanales, anuales. Y privilegiar los encuentros presenciales y las actividades serenas, especialmente de noche.
- Frente a la inmediatez: imponer tiempos lentos para toma de decisiones y respuesta. Pienso en reconfigurar las aplicaciones de mensajería inmediata, en los correos laborales 24/7 o en las opciones de comprar en un 'click'.
- Frente a la integración: la elección de unos medios adecuados para cada tarea, sin tener la eficiencia por único criterio. Lo mejor para leer es un libro. Esto hará que volvamos a ser protagonistas de procesos. Nos sorprenderemos recuperando tecnologías analógicas, pero no como antiguallas sino como experiencias más conscientes y satisfactorias.
- Frente a la abstracción y lo virtual, la realización de tareas manuales lentas, empezando por la caligrafía. Comprendo que todo esto es una importante revolución cultural, para dar su lugar a los bienes comunes e intrínsecos, frente a la unilateral preocupación por la eficiencia y la expresión individual.
(Ricardo Calleja, 20/10/2024)