Hubo un tiempo, no hace tanto, en que los agoreros de guardia, esos que habían hecho del Apocalipsis su modus vivendi, nos vendían la "superpoblación" como el quinto jinete del mismo que arrasaría el planeta.
Desde las teorías maltusianas hasta la distopía pop de Soylent Green, el miedo era, literalmente, que no cabríamos.
Que nos comeríamos unos a otros por un mendrugo de pan en un mundo abarrotado.
Permítanme sugerirles que cambien de película. Apaguen esa proyección porque la realidad, siempre más tozuda y aburrida que la ficción, nos está relatando otra historia. Una mucho más silenciosa, pero infinitamente más letal.
No es una explosión: es una verdadera implosión.
En noviembre de 2022, el planeta alcanzó el hito de los 8.000 millones de habitantes. Los titulares se llenaron de exclamaciones y cifras redondas. Pero si uno se molestaba en leer la letra pequeña del informe de la ONU, la realidad suena al chirrido de unos frenos pisados a fondo.
Es cierto que a la humanidad le costó una eternidad, literalmente toda su historia hasta 1800, sumar sus primeros 1.000 millones. Luego nos disparamos, embriagados de penicilina y revolución industrial, y proyectamos llegar a los 9.700 millones en 2050.
Pero hete aquí que el motor se ha gripado. La tasa de fertilidad mundial, que en los años 1950 todavía era de 5 hijos por mujer, ha caído ya en picado hasta 2,2 en 2024. Estamos rozando el larguero del 2,1, el mínimo necesario para que una generación reemplace a la anterior.
La traducción es sencilla: nos estamos acabando.
Y si el mundo frena, Europa directamente ha metido la marcha atrás y ha tirado las llaves por la ventanilla. Nuestro continente hace honor a su adjetivo de "viejo" con una fidelidad suicida: somos el geriátrico del planeta.
La mediana de edad en Europa ronda los 44 años, la más alta del globo. Según Eurostat, los mayores de 65 años (21,3%) ya superan por goleada a los jóvenes menores de 14 (apenas un 19,7%). Hemos invertido la pirámide poblacional hasta convertirla en un sarcófago geométrico perfecto.
Y esto, queridos lectores, no es sólo una cuestión de ver más canas por la calle o de que los parques infantiles se hayan convertido en 'pipicanes'.
Es la demolición irremediable del Estado del bienestar. Ese invento europeo del que tanto nos jactamos, esa red de seguridad que nos permitía vivir con la certeza de que papá Estado proveería, se basa en una estafa 'piramidal' que requiere nuevos pagadores en la base para sostener a los de la cúspide.
El índice de dependencia (esa ratio fría que nos dice cuántos abuelos dependen de cada trabajador) era del 33% en 2022. O sea, que por cada 100 tipos madrugando para levantar el país, hay 33 retirados cobrando. La ONU nos avisa de que en las economías desarrolladas pasaremos de 28 dependientes por cada 100 trabajadores (dato de 2020) a 50 en 2050. Un dos a uno.
Sencillamente, las cuentas no salen.
La población en edad de trabajar en la OCDE ha dejado de crecer. Se acabó. En España, si no hacemos nada (y permítanme dudar de que hagamos algo sensato), la fuerza laboral se contraerá hasta un 30% para 2060, según el INE.
¿El resultado? Un desplome en el PIB per cápita del 40%. Seremos más pobres, más viejos y estaremos más solos.
Y en este escenario dantesco, España, como es nuestra costumbre, ha decidido ser líder. Líder en el desastre, claro.
Este nuestro país es el laboratorio perfecto del suicidio demográfico. En 2023 marcamos un mínimo histórico con apenas 322.075 nacimientos. Es la cifra más baja desde que se tienen registros, lo cual tiene su mérito considerando que hemos pasado por guerras y epidemias. La Tasa Global de Fecundidad se arrastra por el suelo en un 1,19 hijos por mujer.
La estructura familiar española ha mutado vertiginosa y críticamente. Hemos pasado del modelo horizontal (muchos hermanos, muchos primos) a uno vertical. Hoy, el 90% de los niños españoles tiene abuelos vivos e incluso bisabuelos, conviviendo hasta cuatro generaciones, pero la base es cada vez más exigua. Ya incluso tenemos más ancestros que descendencia.
Somos un árbol con muchas raíces y ninguna rama nueva.
El mercado laboral es el reflejo de esta esclerosis. A finales de 2023, casi la mitad de la fuerza laboral disponible en España (el 48%) tenía más de 45 años. Somos un país de trabajadores senior.
Y, paradójicamente, tenemos a 560.000 parados mayores de 50 años, un récord vergonzoso, mientras mantenemos una tasa del 27-28% de paro juvenil, casi doble que medio europeo.
Es el absurdo perfecto. Despreciamos la experiencia de los mayores expulsándolos del mercado antes de tiempo, mientras somos incapaces de integrar a unos jóvenes a los que hemos estafado con la promesa de que un título universitario era un pasaporte al éxito, cuando el mercado demanda soft skills y pensamiento crítico que la universidad no enseña.
Y luego está el elefante en la habitación, las pensiones, de lo que nadie quiere hablar en campaña electoral.
España tiene la tasa de reposición más alta de la eurozona.
Un jubilado español cobra, de media, el 77,5% de su último salario, frente al 44,5% de media en la OCDE. Es un sistema generosísimo, sí, pero financiado con dinero del Monopoly.
El déficit del sistema es estructural y galopante. Necesitamos inyectar más de 38.000 millones de euros anuales extra (casi un 3,8% del PIB) vía transferencias del Estado para que la rueda siga girando.
Con un aumento previsto del 50% en el número de pensionistas de aquí a 2050 (llegaremos a los 15,6 millones), el sistema no es que esté en riesgo. Es que está técnicamente quebrado.
Si quieren ver el futuro, no miren una bola de cristal, miren a Corea del Sur. Allí, las distopías han llegado ya. Con una tasa de fertilidad de 0,72 hijos por mujer (récord mundial absoluto), el país se desvanece.
Las proyecciones del gobierno de Seúl y la ONU son de película de terror. Los 52 millones de surcoreanos podrían quedarse en 7,5 millones en un siglo.
Una nación milenaria desapareciendo por el desagüe de la historia en un par de generaciones.
Ante esto, la respuesta más automática suele ser que "¡...La inmigración nos salvará?"... Es la carta comodín que saca la izquierda (y parte de la derecha económica) para no afrontar el problema de fondo.
Pero de los cinco continentes, sólo queda un único motor demográfico encendido, África, que duplicará su población para 2050, y una de cada cuatro personas nacerá allí, con tasas de fertilidad que aún rondan los 4 hijos por mujer.
Pero fiarlo todo a la importación de mano de obra es de un simplismo aterrador. Primero, porque la población ya está cayendo en diez países de la UE a pesar de los flujos migratorios.
Y segundo, porque l@s inmigrantes no son reproductor@s inmutables... Sino personas que se adaptan. Los estudios demuestran que la fertilidad de las mujeres inmigrantes converge rápidamente con la de las nativas. A la segunda generación, el problema persiste.
No se puede tapar una hemorragia arterial con tiritas, por muchas que traigas de fuera.
La tesis que defiende este artículo no es optimista, pero pretende ser honesta. La crisis demográfica ya es inevitable. El golpe nos lo vamos a dar. La inercia de los datos es como la de un transatlántico, no se vira en cien metros.
Sin embargo, que el choque sea 'inevitable' no significa que debamos cerrar los ojos y soltar el volante.
Tenemos que asumir que el concepto de jubilación tal y como lo conocemos, ha muerto. Habrá que trabajar más años, nos guste o no. Pero para eso, hay que dejar de arrumbar a profesionales de 55 años como unos trastos inservibles.
Tenemos que disparar la productividad, abrazar la tecnología y la IA no como enemigos, sino como los únicos salvavidas que nos permitirán mantener el nivel de vida con menos manos trabajando.
Y, sobre todo, tenemos que dejarnos de frivolidades. Dejarnos de políticas cosméticas de conciliación que no concilian nada y de guerras culturales absurdas. Tener hijos para Occidente se ha convertido en un acto de heroísmo logístico y financiero.
Mientras sigamos penalizando la maternidad y convirtiendo la familia en un lujo, seguiremos cavando nuestra propia tumba.
El invierno demográfico no viene, ya está aquí. Y hace un frío que pela.
La pregunta no es cómo evitarlo, sino si seremos capaces de abrigarnos lo suficiente para que la civilización, tal como la conocemos, no muera de hipotermia.
Postdata [10/12/2025].-
En la naturaleza sigue funcionando la conocida como "ley de los vasos comunicantes", que tiende a equilibrar niveles contiguos... O sea, que si no se producen unas redistribuciones menos inequitativas en las Rentas per cápita (y consiguientemente para otros parámetros demográficos -como las fertilidades, esperanzas de vida o edades medias- derivables) mayores migraciones del Sur al Norte lo harán tanto inevitable cuanto necesariamente: de nada serviría intentar un cerrarle puertas al campo ni a la mar en esa dinámica... cuando por otra parte nuestra sociedad ya es claramente inviable sin más aportaciones cada día desde las juventudes aquí llegadas para ganarse sus vidas mejor que según en su origen les permiten...









¡Ni nos plantearíamos
ResponderEliminarrevertir nuestro fraude
piramidal de promesas
barridas por el 'Cambio
Demográfico' y véndese
'parar' cambio climático
(para esquilmarnos Más
con su 'Agenda 2030' del
Mercado dizque 'Global')!
La descripción muy buena... pero no entra hasta la causa, sino en las consecuencias.
ResponderEliminarEl tema está en el reparto de la riqueza: un 15% ó 20% de la población del planeta domina casi toda su riqueza, y ahí está la próxima revolución social pendiente...
La Historia seguirá, lo que pasa es que seguramente no estaremos nosotros ya para verlo; aunque ya estamos viendo algo, y es que todo aquel orden surgido inmediatamente después de la 2ª Guerra Mundial ya no existe.
Alf de Águeda
EL ESTADO DE BIENESTAR SALVÓ AL CAPITALISMO. AHORA PUEDE SALVARA LA DEMOCRACIA EUROPEA
ResponderEliminarMientras Europa se enfrenta a una nueva ola de tensión fiscal, el estado de bienestar europeo es retratado una vez más por los críticos como una responsabilidad insostenible . En Francia, donde la volatilidad política ha visto 4 primeros ministros en menos de 2 años, las preocupaciones por el aumento del gasto público, impulsado por el envejecimiento demográfico, los planes de jubilación anticipada y sistemas generosos de pensiones, han reavivado debate sobre la viabilidad a largo plazo del gasto social. Italia también ha enfrentado el escrutinio... Sin embargo, enmarcar el estado de bienestar como la causa fundamental del malestar económico europeo simplifica excesivamente una realidad mucho más compleja. Esa narrativa oculta problemas estructurales más profundos, como el estancamiento de la productividad, evasión impositiva y gobernanza fiscal desigual.
El que los sistemas de bienestar robustos sofoquen el capitalismo o supriman su vitalidad empresarial carece de fundamento histórico y empírico. De ser así, países como Suecia o Dinamarca nunca ocuparían constantemente los primeros puestos mundiales en innovación, competitividad y clima empresarial. De hecho, en vez del debilitar economías de mercado, los marcos integrales de bienestar pueden fortalecerlas al reducir la precariedad, fomentar movilidad social y facilitar asunción de riesgos: un Estado de bienestar bien calibrado debe verse no como impedimento para el capitalismo, sino como uno de sus facilitadores más eficaces.
La historia lo confirma. Tras la II G.M. Europa Occidental, económicamente devastada, se enfrentó a una fractura política. La región se encontraba políticamente frágil y . En países como Italia y Francia, los partidos comunistas que prometían reemplazar por completo al capitalismo contaban con un apoyo masivo. En las elecciones de 1946, los partidos Comunista y Socialista Italianos obtuvieron juntos casi 40% del voto. El PCF obtuvo su mayor apoyo electoral en las elecciones legislativas del mismo año, llegando a ser el partido con más escaños, 182, en la Asamblea Nacional Francesa.
En ese contexto, la creación del estado de bienestar francés e italiano en la posguerra no fue un acto de altruismo, sino de supervivencia. Al integrar los mercados en un contrato social de tributación progresiva, el sistema político y económico emergente controló el conflicto de clases y brindó un salvavidas tanto al capitalismo como a la democracia. La economía social de mercado europea se convirtió en el contrapeso moral y político tanto al comunismo soviético como al autoritarismo fascista del que Europa acababa de escapar.
En Gran Bretaña, el auge del estado de bienestar también estuvo estrechamente ligado a la creciente influencia del Laborismo y los sindicatos, que movilizaron las demandas de posguerra por justicia social, pleno empleo y protección social universal como contrapeso tanto a la inseguridad económica cuanto de agitación radical; los responsables políticos británicos, en la posguerra, buscaron anticiparse a cambios políticos radicales institucionalizando protección social. Y, por supuesto, Alemania antes adoptó protecciones sociales por la misma razón. Políticas como la atención médica, las bajas por enfermedad, el seguro de accidentes y las pensiones se implementaron no por pura benevolencia, sino como un esfuerzo estratégico para proteger al capitalismo de agitación socialista que se remonto a Bismarck: «Mi idea fue sobornar a la clase trabajadora, o mejor dicho, ganármela; para que considerara al estado como una institución social que existía para su beneficio».
Incluso, si bien no respaldaron explícitamente la tributación progresiva ni programas sociales universales, hasta responsables políticos estadounidenses comprendieron que la estabilidad social requería algo más que los mercados: su Plan Marshall inyectó capital vital en las economías europeas destrozadas, facilitando la reconstrucción y consolidación democrática.
(continuará...)
... ... (... continúa)
EliminarHoy, esa lógica cambió radicalmente. El estado de bienestar, antaño pilar de la resiliencia democrática, ahora se presenta sistemáticamente como el culpable del estancamiento económico europeo. Sin embargo, este diagnóstico neoliberal es erróneo. Las verdaderas crisis no se derivan de la redistribución, sino por incapacidad del capitalismo global para generar crecimiento inclusivo. La crisis financiera en 2007/2008, desencadenada desde los excesos por Wall Street, puso de manifiesto la fragilidad con mercados desregulados. Tras de aquella, los gobiernos abandonaron su austeridad y recurrieron al estímulo keynesiano para evitar más colapso. La pandemia de COVID-19 no hizo sino reforzar este cambio, ya que se volvió a desplegar un gasto público masivo, no para reformar los excesos del capitalismo, sino por evitarse su implosión. La ironía es cruda: las mismas herramientas que ahora se critican como insostenibles fueron aquellas que mantuvieron el sistema a flote.
Recuérdese aquí la experiencia entre Guerras Mundiales. Las recesiones económicas y el ajuste fiscal rara vez generan estabilidad; con mayor frecuencia, incuban extremismo político. En la década de 1930, la Gran Depresión, agravada por austeridad, creó un terreno fértil para los movimientos fascistas. Si bien la historia nunca se repite con exactitud, sus ecos son inconfundibles en actual Europa: erosión constante de las protecciones sociales no solo acentúa la desigualdad, sino que también ha socavado la resiliencia democrática; ciudadanía desilusionada, que lidia con salarios estancados con empleos precarios y fragmentación social, se siente cada vez más atraída por narrativas populistas y xenófobas prometiéndoles orden en medio del caos.
A instancias de Washington, los aliados en la OTAN han establecido un nuevo objetivo de gasto hasta el 5 % del PIB para 2035; este cambio plantea un claro dilema fiscal a la UE: ¿cómo financiar más defensa sin desmantelar los programas sociales? La tensión es real. Recortar pensiones o atención médica para financiar tanques y misiles solo profundizará la desigualdad y alimentará reacción populista.
Sin embargo, existe un camino más prometedor sin alejarse del estado de bienestar, que lo reinventa para una nueva era. Europa no necesita menos bienestar; sino mejor otro más adaptable y con visión de futuro... El modelo nórdico ofrece una demostración convincente: países como Dinamarca y Finlandia han demostrado ser posible combinar una protección social generosa con altos niveles de innovación, competitividad y sostenibilidad fiscal. La cuestión no es si las naciones europeas pueden permitirse el estado de bienestar, sino si la democracia liberal puede permitirse abandonarlo. Recuperar el 'ethos' que antaño convirtió el modelo social europeo en un referente mundial —universalismo, solidaridad e inclusión— podría ser el antídoto más eficaz contra las fuerzas centrífugas que ahora debilitan el tejido de las sociedades democráticas a ambos lados del Atlántico.
Omer Taspinar (prof. para Estrategia de Seguridad en la Escuela Nacional de Guerra de la Universidad de Defensa Nacional de EEUU y en la Escuela de Estudios Internacionales Avanzados de la Universidad Johns Hopkins):
http://foreignpolicy.com/2025/12/12/europe-democracy-welfare-state-spending-authoritarianism-populism
HACE MÁS DE 2.000 AÑOS primero, la democracia en Atenas pudo ser por el sencillo motivo de que los ciudadanos eran tan sólo una pequeña parte de su población global... Ni las mujeres ni los extranjeros ni los trabajadores 'ilotas' o esclavos tenían mismos "Derechos" de ciudadanía. Ese 'apartheid' funcionó de nuevo en la colonia británica que fundó los EE.UU. sobre Territorios ancestrales de indios norteamericanos a los cuales primero se les "desplazaba" y luego se llegó, prácticamente, a exterminar; SIN EMBARGO, incluso allí, ese modelo con discriminación de trabajadores negros ya no fue más viable tras del acabarse la Guerra de Secesión. Ni tampoco en Sudáfrica, como un último bastión de todo euro-supremacismo largamente sostenido "a costas" de los indígenas africanos... Y ahora -¡ya!- se ha vuelto también obvia la inviabilidad para una democracia en Israel si no incluyen al pueblo palestino natural de su tierra... E igualmente, sin dudarlo, sucede con esa progresiva oleada inmigrante que precisaría OCCIDENTE para sostener el envejecido&decadente estado de su economía o/y sociedad PRESENTE...
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