III.1.- Los regicidas
Se mató a reyes mucho antes. Pero nunca imaginando que su trono pudiera quedar vacío, al ser derribado el principio de derecho divino. No yerra Michelet: el año 1789 se explica, en efecto, por una lucha entre la gracia y otra justicia. La monarquía del Antiguo Régimen, si bien no era siempre arbitraria con el modo de gobernar, lo era en su principio indiscutiblemente sin apelación por cuanto a la legitimidad: si bien sí se pudo apelar al rey, no cabía recurrir contra él; toda monarquía en su forma teocrática es un gobierno que quiere poner la gracia por encima de cualquier justicia, dejándole siempre últimas palabras.
Desde cuando el pensamiento libertino puso a Dios en discusión, una justicia que se afirma de igualdad debe asestar un último golpe, directamente contra su representante para lo terrenal: el rey debe morir en nombre del contrato social (por más que Rousseau no lo hubiera querido; al comienzo de su Tratado, dijo «nada merece ser comprado aquí al precio de la sangre humana»).
III.1.1- El nuevo evangelio
El 'Contrato social' es en primer lugar una investigación sobre la legitimidad del poder, pero que llevó a sus límites lógicos la teoría del contrato ya formulada por Hobbes, dándole una mayor exposición dogmática y extensión a esa nueva religión cuyo dios es la razón -confundida con lo natural-; así como haciendo ser ya el representante para la tierra, en vez del rey, al pueblo considerado por su "voluntad general" (¡priorizada, incluso, frente a cualquier otra "voluntad -mayoritaria- de todos" plebiscitable!). Se dedicó a demostrar lo anterior del pacto de los ciudadanos estableciendo el pueblo, al otro entre éste y el rey que funda la realeza, cuando hasta entonces Dios había hecho aquellos reyes que a su vez hacían a los pueblos.
Asistimos al nacimiento de una mística: «cada uno de nosotros —dice Rousseau— pone su persona en común con todo poder bajo suprema dirección de la voluntad general soberana e infalible [que ahora ocupa el anterior lugar de Dios] y recibimos por cuerpo cada miembro, como parte indivisible del todo». Por esta razón las palabras que se repiten más a menudo en 'El Contrato social' son los términos «absoluto», «sagrado», «inviolable».
Estamos en los albores de una religión con sus mártires, ascetas y santos. Fauchet, ante los huesos exhumados en la Bastilla, exclamó: «ha llegado el día de la revelación… Los huesos se han levantado al llamado de la libertad (...) profetizan una regeneración de la naturaleza humana y en la vida de las naciones» [Idéntico idilio hay luego en Rusia: 1905, cuando el Soviet de San Petersburgo desfila con pancartas pidiendo abolición para la pena de muerte, y en 1917]. Pero llega un momento en que la fe, si se hace dogmática, erige sus propios altares y exige adoración incondicional. Entonces reaparecen los cadalsos. La ejecución del rey sacerdote sancionará otra nueva edad, que aún dura.
III.1.2- La condena capital del rey
Si un contrato, natural o civil, pudiera relacionar aún al rey con su pueblo, existiría obligación mutua; la voluntad del pueblo no podría ser erigida, en absoluto, para pronunciar sentencia. Saint-Just establece como axioma que todo rey sea rebelde o usurpador: «es el crimen», blasfemando, por su misma existencia, contra dicha voluntad omnipotente. No es «ciudadano», única manera de participar en la reciente divinidad. Pero ¿quién interpretará esta voluntad para un juicio? La Asamblea, pues posee su delegación por origen y participa de la siguiente, cual inspirado concilio fundador del nuevo absolutismo.
La teocracia fue atacada desde 1789 al principio, y muerta el año 1793 en su encarnación. Tuvo razón Brissot de Warville [líder sobre los girondinos] al decir «el monumento más sólido de nuestra revolución es la filosofía». Ya no hay, por lo tanto, sino una -tan sólo- apariencia de Dios [el de Kant, Fichte y Jacobi] relegado al cielo de los principios.
III.1.3- La religión de la virtud
1789 no afirma aún divinidad para el hombre, sino del pueblo, en la medida que coincide con Razón y naturaleza [¡siendo también ésta otro principio abstracto!] su voluntad; la cual, si es libre, igualmente ha de ser infalible. Muerto el rey al desatarse las cadenas del viejo despotismo, el pueblo va a poder expresar lo que -desde todos los tiempos, en todo lugar- es, ha sido y será la verdad; es el oráculo al que hay que consultar para saber lo que nos exige un orden eterno del mundo: 'vox populi, vox naturae'; el Ser supremo al que vienen a adorar no es sino el antiguo dios, desencarnado, separado bruscamente de toda relación con la tierra y despedido como un globo al cielo vacío de los grandes principios. Privado de sus representantes, de todo intercesor, el dios de los filósofos o no tiene más valor que el de una demostración. Es muy débil, en verdad, y se comprende cómo para ese adorar por mucho tiempo un teorema, no basta con la fe; además, es necesaria policía.
Después, el arte de gobernar no ha producido sino monstruos. «Nuestros objetivos estriban en crear un orden de cosas tal que sea establecida una inclinación universal hacia el bien (...) El pueblo hace la revolución, el legislador la república. Fuera de las leyes —dice Saint-Just— todo estéril es y muerto está». Como lo había visto Montesquieu, aquel bello edificio no podía prescindir de la virtud. La Revolución francesa, pretendiendo construir historia sobre un principio de absoluta pureza, presenta los tiempos modernos al mismo tiempo que otra era de la -"más fuerte que los tiranos"- moral formal.
Saint-Just clamaba: «¡o las virtudes o el Terror!». La virtud absoluta es imposible, y la república del perdón trae las guillotinas, por una lógica implacable (Montesquieu lo había denunciado ya: esas lógicas de la decadencia en las sociedades, dado que los abusos del poder son mayores cuando ninguna ley prevé tales posibilidades).
Saint-Just, sin duda, es el anti Sade. Si la fórmula de su contemporáneo marqués podía ser: «Abrid las cárceles y demostrad vuestra virtud», la del convencional ["Arcángel del Terror"] sería: «Demostrad vuestra virtud o entrad en las prisiones». Ambos legitiman, sin embargo, terrorismos: individual en el libertino y estatal para el sacerdote de la virtud. El bien absoluto o el mal absurdo, si se les añade la lógica que hace falta, exigen un mismo furor. «Los principios deben ser moderados, las leyes implacables, la condena sin remisión». Es el estilo guillotina.
Saint-Just soñó con la ciudad ideal... y si las facciones viniesen a entorpecer este sueño, la pasión exageraría su lógica. Proclama entonces el gran principio de las tiranías del siglo XX: «un patriota es quien sostiene ostensiblemente la república en todo; cualquiera que la combata en detalle es un traidor». Quien critica, sospechoso es,
«Me discuten -exclamó Marat- el título de filántropo: ¡Ah, qué injusticia! ¿Quién no ve cómo quiero cortar unas pocas cabezas para salvar a muchas más?». Pero, haciendo sus últimos cálculos, reclamaba... [273.000] doscientas setenta y tres mil (como delicado ejemplo de filantropía) pidiendo a gritos gritos: «cortadles los pulgares, rajadles la lengua».
Con el discurso en defensa de Robespierre, poco antes de su muerte, Saint-Just reafirma el gran principio de su acción que es el mismo que va a condenarlo: «Yo no soy de ninguna facción, las combatiría todas». Mas he aquí que desespera, sin embargo, puesto que duda del terror mismo. «La revolución está helada, todos los principios se han debilitado; no quedan más que gorros rojos llevados por la intriga. El ejercicio del terror ha embotado al crimen (...) en los tiempos de anarquía».
Por fin, rechazando el mundo y la realidad ostensiblemente, confiesa que somete su vida a la decisión de los principios; la Asamblea lo condena y, con él, muere tal esperanza de una nueva religión. La bandera roja, símbolo de ley marcial, y por tanto del ejecutivo en el Antiguo Régimen, pasó a ser símbolo revolucionario el 10 de agosto de 1792; un traspaso significativo que se comentó así: «Nosotros, el pueblo, somos el derecho […] No somos rebeldes, la rebelión está en el Palacio de las Tullerías».
Al desaparecer entonces el Antiguo Régimen en Francia definitivamente, fue aún preciso que se consolidara otro nuevo tras de 1848; y hasta 1914 la historia del siglo XIX lo fue de la restauración de las soberanías populares, contra las monarquías del régimen antiguo, así como del principio de las nacionalidades. Los jacobinos endurecieron los principios morales eternos en la medida misma que quisieron fundamentar la fraternidad sobre un derecho abstracto, sustituyendo los mandamientos divinos con la Ley de la Razón universal, por todos reconocible; pero, como la razón nunca se reconoce, su justificación se pierde: aquel día en que topa con la psicología su ideología, ya no hay poder legítimo. Saint-Just había previsto esta tiranía en nombre del pueblo silencioso. «El crimen diestro se nos erigirá en una especie de religión, y en el arca sagrada entrarán los bribones». Sade o la dictadura, terrorismo individual o el del Estado, ambos justificados por la misma carencia de justificación: es, desde los instantes en que la rebeldía quede escindida de sus raíces y se priva de toda moral concreta, una de las alternativas del siglo XX.
Arresto de Saint-Just y 'el Incorruptible' Robespierre, por la Comuna de Paris (1794)
En cuanto se pongan en duda los principios eternos al mismo tiempo que la virtud formal, estando todo desacreditado, la razón se pondrá en movimiento sin remitirse más que a sus éxitos. Querrá reinar, negando todo lo que ha sido, por afirmación de todo lo que será. Se volverá conquistadora. El comunismo ruso, con su crítica violenta de toda virtud formal, acaba la obra rebelde del siglo XIX negando todo principio superior. A esos regicidas del siglo XIX suceden los deicidas del XX, que van hasta el fin de la [nihilista] lógica rebelde y quieren hacer en la tierra el reino (histórico), donde será el hombre dios. Todo lo que perteneció a Dios, en adelante, será dado al César.
III.2.- Los deicidas
El pensamiento alemán del siglo XIX, y particularmente Hegel, quiso continuar la obra de la Revolución francesa -y de la Reforma luterana, "revolución de los alemanes" para el mismo autor- suprimiendo las causas de su fracaso. Observaron, por ejemplo, cómo el lapso de tiempo que pasa entre Augusto y Alejandro Severo (235 d.C.) es el del apogeo de la ciencia del derecho, pero también con la tiranía más implacable. Para superar esta contradicción habría que pretender, pues, una sociedad vivificada por algún principio que no fuese formal y en donde se conciliara la libertad con su necesidad sustituyéndose "razón universal" por "lo universal concreto".
Se puede decir, con seguridad, que Hegel racionalizó hasta lo irracional que se va encarnado en el devenir del mundo. Gran parte de la demostración hegeliana consistió en demostrar cuánto la conciencia moral que obedece a la justicia y a la verdad como si existieran reales fuera del mundo, precisamente, compromete el advenimiento de tales valores. La acción no era ya más que por un cálculo en función de sus resultados, en vez de los principios. Todas las disciplinas, en el siglo XIX, se desviaron de la fijeza y clasificación que caracterizaban el pensamiento del XVIII. Así como Darwin sustituyó a Linneo, filósofos de lo dialéctico reemplazan a los armoniosos y estériles constructores de la razón. Con Hegel, como filósofo napoleónico, empiezan los tiempos de la eficacia.
Toda su obra respira horror a la disidencia: quiso ser el espíritu de la reconciliación. Pero en la medida que -para él- lo real es racional, justifica todas las especulaciones del ideólogo sobre lo real. Su "pan-agonismo" es una justificación del estado de hecho, exaltando también la destrucción en sí misma. Todo se reconcilia y en la dialéctica, sin duda, no podrá establecerse un extremo sin que surja el otro.
Los revolucionarios del siglo XX han guardado de él la visión de una historia sin trascendencia, resumida en impugnación permanente por lucha entre las voluntades de poder. Y bajo su aspecto crítico, una denuncia violenta -tanto en partes fundadas, del comunismo moderno, como más frívolas del fascismo- sobre la hipocresía formal que preside una sociedad burguesa. "Nada es puro": ese grito convulsiona el siglo; y la historia, por tanto, se va a convertir en la regla. Entraremos en mentira o violencia, entonces, como se entra en religión y con el mismo movimiento patético.
Pero la primera crítica fundamental de la buena conciencia, con denuncia del "alma bella" y las actitudes ineficaces, se la debemos a Hegel; para quien aquellas "ideologías de la verdad o lo bello y el bien" son sólo "religiones" de quienes "no las tienen". Frente a Saint-Just, no sólo no le sorprende, antes afirma por el contrario que la facción está en la base del espíritu. Todo el mundo era virtuoso para el jacobino; el movimiento que parte de Hegel, y triunfa hoy en día, supone al contrario que nadie lo es pero todo el mundo lo será. La superación del Terror, por él emprendida, conduce tan sólo a un ensanchamiento del mismo; porque las ideologías contemporáneas, que modifican la faz del mundo, han aprendido de sus lecciones a pensar la historia.
Por más que Nietzsche y Hegel sirvieron de coartadas a los maestros de Dachau y Karaganda, ello no condena toda su filosofía. Pero la 'Fenomenología del espíritu' hegeliana describía una educación de las conciencias, caminando hacia la verdad absoluta. Es como el 'Emilio' rousseauniano, pero metafísico (...) Esta pedagogía tiene, no obstante, el defecto de presuponer alumnos para su lectura superiores a ella; y se ha tomado al pie de la letra, cuando con ésta sólo quiso anunciárseles el espíritu. Aun cuando sea infinitamente más en Hegel que luego entre los hegelianos de izquierda, quienes finalmente le han vencido, su "dialéctica del señor y el siervo" proporciona la justificación decisiva del espíritu de poder en este siglo. El vencedor tiene siempre razón... (en lenguaje simple: