Cuando llegué a la entrada del aula de conferencias, vi a un grupo de estudiantes reunidos. Pronto se supo que no estaban allí para asistir al evento, sino para protestar contra él. Los estudiantes habían sido convocados, al parecer, por un mensaje de WhatsApp enviado el día anterior, que anunciaba la conferencia y llamaba a la acción: “¡No lo permitiremos! ¿¡Hasta cuándo seguiremos traicionándonos a nosotros mismos!?”
El mensaje continuaba alegando que yo había
firmado una petición que describía como un “régimen de
apartheid” a Israel
(de hecho, la petición se refería a un régimen del apartheid en Cisjordania). También me “acusaron” de haber escrito un
artículo para el
New York Times, en noviembre de 2023, en el que afirmaba que,
"aunque las declaraciones de los líderes israelíes sugerían una intención genocida, todavía había tiempo para impedirlo" (el que Israel perpetrara un genocidio). En este sentido, me declararon culpable de los cargos que se me imputaban. El organizador del evento, el distinguido geógrafo Oren Yiftachel, fue criticado de manera similar. Entre sus delitos figuraba haber sido director de la ONG de derechos humanos “antisionista”
B’Tselem, a nivel mundial respetada.
Mientras los participantes del panel y un puñado de profesores, en su mayoría de edad avanzada, ingresaban al salón, los guardias de seguridad impidieron que los estudiantes que protestaban entraran, pero no les impidieron mantener abierta la puerta del salón de conferencias, gritar consignas con un megáfono y golpear con todas sus fuerzas las paredes. Después de más de una hora de interrupción, acordamos que tal vez el mejor paso adelante sería pedirles a los estudiantes que se unieran a nosotros para conversar, con la condición de que dejaran de interrumpir la protesta. Un buen número de esos activistas finalmente entraron y durante las siguientes dos horas nos sentamos y conversamos. Resultó que la mayoría de esos jóvenes, hombres y mujeres, habían regresado recientemente del servicio de reserva, durante el cual habían estado destinados en la Franja de Gaza.
No fue un intercambio de opiniones amistoso ni “positivo”, pero sí revelador. Estos estudiantes no eran necesariamente representativos del conjunto del estudiantado israelí. Eran activistas para organizaciones de la extrema derecha pero, en muchos sentidos y por lo dicho, reflejaron un sentimiento mucho más extendido del país.
No había estado en Israel desde junio de 2023, y durante esta reciente visita me encontré con un país diferente al que conocía. Aunque he trabajado en el extranjero durante muchos años, Israel es donde nací y crecí. Es el lugar donde vivieron y están enterrados mis padres; es donde mi hijo ha formado su propia familia y viven la mayoría de mis amigos más antiguos y mejores. Conociendo el país desde dentro y habiendo seguido los acontecimientos incluso más de cerca de lo habitual desde el 7-O, lo que encontré a mi regreso del todo no me sorprendió, pero fue profundamente inquietante aun así.
Al reflexionar sobre estas cuestiones, no puedo dejar de recurrir a mi experiencia personal y profesional. Serví en las Fuerzas para Defensa de Israel (IDF) durante cuatro años, un período que incluyó la 'Guerra del Yom Kippur' de 1973 y destinos en Cisjordania, el norte del Sinaí y Gaza, terminando mi servicio como comandante de una compañía de infantería. Durante mi estancia en Gaza, vi de primera mano la pobreza y la desesperanza de los refugiados palestinos que se ganan la vida a duras penas en barrios congestionados y decrépitos. Recuerdo con mayor nitidez el momento en que patrullaba las calles sin sombra y silenciosas de la ciudad egipcia de Arish (que entonces estaba ocupada por Israel), atravesado por las miradas de la población temerosa y resentida que nos observaba desde sus ventanas cerradas. Por primera vez, comprendí lo que significaba ocupar a otro pueblo, ya entonces.
El servicio militar es obligatorio para los israelíes judíos cuando cumplen 18 años –aunque hay algunas excepciones–, pero después, aún pueden ser llamados a servir nuevamente en las IDF, para tareas de entrenamiento u operativas, o en caso de emergencias como una guerra. Cuando me llamaron a filas en 1976, era estudiante de grado en la Universidad de Tel Aviv. Durante ese primer despliegue como oficial de reserva, fui gravemente herido en un accidente de entrenamiento, junto con una veintena de mis soldados. Las IDF encubrieron las circunstancias de este evento, que fue causado por la negligencia del comandante de la base de entrenamiento. Pasé la mayor parte de ese primer semestre en el hospital de Beer Sheva, pero volví a mis estudios, graduándome en 1979 con una especialidad en Historia.
Estas experiencias personales hicieron que me interesara aún más una cuestión que me había preocupado durante mucho tiempo: ¿qué motiva a los soldados a luchar? En las décadas posteriores a nuestra 2ª Guerra Mundial, muchos sociólogos estadounidenses sostenían que los soldados luchaban, ante todo, por los demás, en lugar de por un objetivo ideológico mayor. Pero eso no encajaba del todo con lo que yo había experimentado como soldado: creíamos que estábamos en esto por una causa mayor que superaba a nuestro propio grupo de amigos... Cuando terminé la licenciatura, también me había comenzado a preguntar si, en nombre de tales causas, al soldado se le podría obligar a actuar de modo considerado reprensible en otra situación.
En un caso extremo, escribí mi tesis doctoral en Oxford, publicada más tarde como libro, sobre el adoctrinamiento nazi del ejército alemán y los crímenes que éste perpetró en el frente oriental durante la 2ª G. M. Lo que descubrí contradecía la manera en que los alemanes de los años 80 entendían su pasado. Preferían pensar que el ejército había librado una guerra “decente”, mientras la Gestapo y las SS perpetraban genocidios “a sus espaldas”. Los alemanes tardaron muchos años en darse cuenta de lo cómplices que habían sido sus propios padres y abuelos en el Holocausto y en el asesinato en masa de muchos otros grupos en Europa del Este y la Unión Soviética.
Cuando estalló la primera Intifada o levantamiento palestino a finales de 1987, yo daba clases en la Universidad de Tel Aviv. Me horroricé por la orden que dio Yitzhak Rabin, entonces ministro de Defensa, a las IDF para “romper los brazos y las piernas” de los jóvenes palestinos que arrojaran piedras a unas tropas fuertemente armadas. Le escribí una carta advirtiéndole que, basándome en mis investigaciones sobre el adoctrinamiento de las fuerzas armadas de la Alemania nazi, me temía que bajo su liderazgo las IDF se nos estuvieran encaminando por un camino igualmente resbaladizo.
Como había demostrado mi investigación, incluso antes de su reclutamiento, los jóvenes alemanes habían interiorizado elementos fundamentales de la ideología nazi, especialmente la idea de que las masas infrahumanas eslavas, lideradas por insidiosos judíos bolcheviques, estaban amenazando a Alemania y al resto del mundo civilizado con la destrucción, y que, por lo tanto, Alemania tenía el derecho y el deber de crear para sí misma un “espacio vital” en el este y de diezmar o esclavizar a la población de esa región. Esta visión del mundo se inculcó luego a las tropas, de modo que cuando marcharon hacia la Unión Soviética percibieron a sus enemigos a través de ese prisma. La feroz resistencia que opuso el Ejército Rojo de la URSS no hizo más que confirmar la necesidad de destruir por completo a sus soldados o civiles por igual, y muy en especial a los judíos, quienes se consideraban principales instigadores del bolchevismo. Cuanto más destrucción causaban, más temerosas se volvían las tropas alemanas de la venganza que les podría esperar si sus enemigos prevalecían. El resultado fue la muerte de hasta 30 millones de soldados y ciudadanos soviéticos.
Para mi sorpresa, unos días después de escribirle, recibí una respuesta de una sola línea de Rabin, en la que me reprendía por atreverme a comparar a las FDI con el ejército alemán. Esto me dio la oportunidad de escribirle una carta más detallada, explicándole mi investigación y mi ansiedad por el utilizarse a las
IDF como herramienta de opresión contra civiles inermes que vivían en la ocupación. Rabin respondió de nuevo con la misma declaración: “¿Cómo te atreves a comparar a nuestras
IDF con la
Wehrmacht?”. Pero en retrospectiva, creo que este intercambio reveló algo sobre su posterior trayectoria intelectual. Porque, como sabemos por su posterior participación en el
proceso de paz de Oslo, por imperfecta que fuera, acabó reconociendo que, a largo plazo, Israel no podía soportar el precio militar, político y moral de la ocupación.
Desde 1989 doy clases en EE.UU. He escrito profusamente sobre la guerra, el genocidio, el nazismo, el antisemitismo y el Holocausto, tratando de entender los vínculos entre la matanza industrial de soldados en la 1ª Guerra Mundial y el exterminio de poblaciones civiles por parte del régimen de Hitler. Entre otros proyectos, pasé muchos años investigando la transformación de la ciudad natal de mi madre –Buchach, en Polonia (hoy Ucrania)– de una comunidad de coexistencia interétnica a una en la que, bajo la ocupación nazi, la población gentil se volvió contra sus vecinos judíos. Si bien los alemanes llegaron a la ciudad con el objetivo expreso de asesinar a sus judíos, la velocidad y la eficiencia de la matanza se vieron facilitadas en gran medida por la colaboración local. Estos lugareños estaban motivados por otros resentimientos y odios preexistentes que se remontan al auge del etnonacionalismo en las décadas anteriores y la opinión prevaleciente de que los judíos no pertenecían a los nuevos estados nacionales creados después de la 1ª G. M.
En los meses transcurridos desde el 7 de octubre, lo que he aprendido a lo largo de mi vida y mi carrera se ha vuelto más dolorosamente relevante que nunca. Como muchos otros, estos últimos meses han sido un desafío emocional e intelectual. Igual que muchos otros, miembros de mi propia familia y de las de mis amigos también se han visto afectados directamente por la violencia. No hay escasez de dolor dondequiera que uno mire.
El ataque de Hamas del 7 de octubre fue para la sociedad israelí una tremendísima conmoción, de la que no ha empezado a recuperarse. Fue la primera vez que Israel perdió el control de una parte de su territorio durante un período prolongado, y las IDF no pudieron impedir la masacre de más de 1.200 personas (muchas de ellas asesinadas de las formas más crueles imaginables) y la toma de más de 200 rehenes, entre ellos decenas de niños. La sensación de abandono por parte del Estado y de inseguridad constante (decenas de miles de ciudadanos israelíes siguen desplazados de sus hogares a lo largo de la Franja de Gaza y en la frontera libanesa) es profunda.
Hoy en día, en amplios sectores de la población israelí, incluidos aquellos que se oponen al gobierno, reinan dos sentimientos supremos.
El primero es una combinación de rabia y miedo, un deseo de restablecer la seguridad a cualquier precio y una desconfianza total en las soluciones políticas, las negociaciones y la reconciliación. El teórico militar Carl von Clausewitz señaló que la guerra era la extensión de la política por otros medios y advirtió que sin un objetivo político definido conduciría a una destrucción ilimitada. De manera similar, el sentimiento que ahora prevalece para Israel amenaza por convertir la guerra en su propio fin; en esta línea, la política es un obstáculo para alcanzar objetivos en lugar de un medio para limitar la destrucción. Se trata de una visión que, en última instancia, sólo puede conducir a la auto-aniquilación.
El segundo sentimiento reinante –o, más bien, su falta de tal– es la otra cara del primero: la absoluta incapacidad para sentir empatía por gente masacrada de Gaza entre la sociedad israelí actual. La mayoría, al parecer, ni siquiera quiere saber lo que está sucediendo en Gaza, y este deseo se refleja en la cobertura televisiva. Los informativos de la televisión israelí suelen empezar estos días con informes sobre los funerales de los soldados caídos en los combates en Gaza, invariablemente descritos como héroes, seguidos de estimaciones de cuántos combatientes de Hamas fueron “liquidados”. Las referencias a las muertes de civiles palestinos son raras y normalmente se presentan como parte de la propaganda enemiga o como causa de una presión internacional no deseada. Ante tanta muerte, este silencio ensordecedor parece ahora una forma de venganza en sí misma.
Por supuesto, el público israelí se acostumbró hace tiempo a la brutal ocupación que ha caracterizado al país durante 57 de los 76 años de su existencia, pero la escala de lo que está perpetrando en Gaza en este momento el ejército israelí es tan inaudita como la total indiferencia de la mayoría de israelíes ante lo que se está haciendo en su nombre. En 1982, cientos de miles de israelíes protestaron contra la masacre de la población palestina en los campos de refugiados
de Sabra y Shatila, en el oeste de Beirut, por parte de las milicias cristianas maronitas, facilitadas por el ejército israelí. Hoy, ese tipo de respuesta es inconcebible. La forma en que se ponen los ojos vidriosos cuando se menciona el sufrimiento de los civiles palestinos y las muertes de miles de niños, mujeres y ancianos es profundamente inquietante.
Al encontrarme con mis amigos en Israel esta vez, sentí con frecuencia que tenían miedo de que yo pudiera perturbar su dolor y que, al vivir fuera del país, no podía comprender su dolor, su ansiedad, su desconcierto y su impotencia. Cualquier sugerencia de que vivir en el país los había insensibilizado al dolor de los demás –el dolor que, después de todo, se estaba infligiendo en su nombre– sólo producía un muro de silencio, un repliegue en sí mismos o un cambio rápido de tema. La impresión que recibí fue constante: "no tenemos espacio en nuestro corazón o pensamiento, no queremos hablar ni que nos muestren lo que nuestros propios soldados, nuestros hijos o nietos, nuestros hermanos y hermanas, están haciendo ahora mismo en Gaza; tan sólo debemos centrarnos en nosotros mismos, en nuestro trauma, nuestro miedo y nuestra ira".
En una entrevista realizada el 7 de marzo de 2024, el escritor, agricultor y científico Zeev Smilansky expresó este mismo sentimiento de una manera que me resultó chocante, precisamente porque provenía de él. Conozco a Smilansky desde hace más de medio siglo y es hijo del célebre autor israelí S. Yizhar, cuya novela de 1949 'Khirbet Khizeh' fue el primer texto de la literatura israelí que abordó la injusticia de la NAKBA: expulsión de 750.000 palestinos desde lo que se convirtió en el Estado de Israel en 1948. Hablando sobre su propio hijo, Offer, que vive en Bruselas, Smilansky comentó:
“Offer dice que para él cada niño es un niño, no importa si está en Gaza o aquí. Yo no me siento como él. Nuestros niños de aquí son más importantes para mí. Hay una catástrofe humanitaria terrible allí, lo entiendo, pero mi corazón está bloqueado y lleno de nuestros niños y nuestros rehenes... No hay lugar en mi corazón para niños de Gaza, por muy aterrador e impactante que sea y aunque sé cómo una guerra no es la solución.
Escucho a Maoz Inon, que perdió a sus dos padres [asesinados por Hamas el 7 de octubre]… y que habla de manera tan hermosa y persuasiva sobre la necesidad de mirar hacia adelante, de que necesitamos traer esperanza y desear la paz, porque las guerras no lograrán nada, y estoy de acuerdo con él. Estoy de acuerdo con él, pero no puedo encontrar la fuerza en mi corazón, con todas mis inclinaciones izquierdistas y mi amor por la humanidad, no puedo… No solo es Hamas, son todas las gentes de Gaza... los que están de acuerdo en que está bien matar a niños judíos, que es una causa digna… Con Alemania hubo reconciliación, pero se disculparon y pagaron reparaciones, ¿y qué [pasará] aquí? Nosotros también hicimos cosas terribles, pero nada que se acerque a lo que sucedió aquí el 7 de octubre. Será necesario reconciliarse, pero necesitamos cierta distancia.”
Este era un sentimiento generalizado entre muchos amigos y conocidos liberales de izquierdas con los que hablé en Israel. Por supuesto, era muy diferente de lo que los políticos y las figuras de los medios de comunicación de derechas han estado diciendo desde el 7 de octubre. Muchos de mis amigos reconocen la injusticia de la ocupación y, como dijo Smilansky, profesan un “amor por la humanidad”. Pero en este momento, en estas circunstancias, no es eso en lo que se centran. En cambio, sienten que en la lucha entre la justicia y la existencia, la existencia debe triunfar, y en la lucha entre una causa justa y otra –la de los israelíes y la de los palestinos– nuestra propia causa debe triunfar, sin importar precio. Para quienes dudan de esta dura elección, el Holocausto se presenta como la alternativa, por irrelevante que sea para el momento actual.
Este sentimiento no surgió de repente el 7 de octubre. Sus raíces son mucho más profundas:
El entonces jefe del Estado Mayor de las IDF, Moshe Dayan, el 30 de abril de 1956 pronunció un breve discurso que se convertiría en uno de los más famosos de la historia de Israel. Se dirigía a los asistentes al funeral de Ro'i Rothberg, un joven oficial de seguridad del recién fundado kibutz Nahal Oz, establecido por las IDF en 1951 y que se convirtió en una comunidad civil dos años después. El kibutz estaba situado a unos cientos de metros de la frontera con la Franja de Gaza, frente al barrio palestino de Shuja'iyya.
Premier israelí, Benjamin Netanyahu, visita Rafah, en Franja de Gaza, 18/7/24
Rothberg había sido asesinado el día anterior y su cuerpo fue arrastrado a través de la frontera y mutilado, antes de ser devuelto a manos israelíes con la ayuda de la ONU. El discurso de Dayan se ha convertido en una declaración icónica, utilizada tanto por la derecha como por la izquierda política hasta el día de hoy:
“Ayer por la mañana asesinaron a Ro'i. Deslumbrado por la calma de la mañana, no vio a quienes lo acechaban al borde del surco. No acusemos hoy a los asesinos: ¿cómo culparlos... por su ardiente odio hacia nosotros? Llevan ocho años ya viviendo en los campos de refugiados dentro de Gaza, mientras ante sus ojos hemos transformado en nuestra propiedad la tierra y las aldeas en las que ellos y sus antepasados vivieron.
No es entre los árabes de Gaza donde realmente debemos buscar la sangre [de Roi], sino... en nosotros mismos. ¿Cómo habremos podido cerrar los ojos y nunca hemos afrontado con franqueza nuestro destino, ni la misión de nuestra generación en toda su crueldad? ¿Hemos olvidado que este grupo de muchachos, que habita en Nahal Oz, lleva sobre sus hombros las pesadas puertas de Gaza, en cuyo otro lado se agolpan cientos de miles de ojos y manos que rezan por nuestro momento de debilidad, para que puedan destrozarnos? ¿Hemos olvidado eso?
Somos la generación de los asentamientos: sin casco de acero y boca de cañón no podremos plantar un árbol ni construir una casa. Nuestros hijos no tendrán vida si no cavamos refugios, y sin alambre de púas y ametralladoras no podremos pavimentar carreteras ni cavar pozos de agua. Millones de judíos que fueron exterminados por no tener tierra nos miran desde las cenizas de la historia israelí y nos ordenan que nos asentemos y resucitemos una tierra para nuestro pueblo. Pero más allá del surco de la frontera se alza un océano de odio y de ansias de venganza, esperando el momento en que la calma atenúe nuestra disposición, el día en que escuchemos a los embajadores de la hipocresía conspiradora, que nos llaman a deponer las armas…
No nos inmutemos al ver el odio que acompaña y llena las vidas de cientos de miles de árabes que viven a nuestro alrededor y esperan el momento de poder derramar nuestra sangre. No apartemos la mirada para que nuestras manos no se debiliten. Este es el destino de nuestra generación, esta es la elección para nuestras vidas: estar preparados, armados, fuertes y resistentes. Porque si la espada cae de nuestro puño, nuestras vidas serán segadas.”
Al día siguiente, Dayan grabó su discurso para la radio israelí, pero faltaba algo. Había desaparecido la referencia a los refugiados que observaban a los judíos cultivar las tierras de las que habían sido expulsados, a quienes no se debía culpar por odiar a sus desposeedores. Aunque había pronunciado estas líneas en el funeral y las había escrito posteriormente, Dayan decidió omitirlas de la versión grabada. Él también conocía esta tierra antes de 1948. Recordaba las aldeas y pueblos palestinos destruidos por dar espacio a colonos judíos... Comprendía muy claramente la rabia de los refugiados al otro lado de la valla, pero también creía firmemente en el derecho y la urgente necesidad de un asentamiento y un Estado judíos. En la lucha entre abordar la injusticia y apoderarse de la tierra, eligió su lado, sabiendo que condenaba a su pueblo a depender para siempre de las armas. Dayan también sabía bien lo que el público israelí podía aceptar. Fue debido a su ambivalencia sobre dónde recaía la culpa y la responsabilidad por la injusticia y la violencia, y su visión determinista y trágica de la historia, que las dos versiones de su discurso terminaron atrayendo a orientaciones políticas muy diferentes.
Décadas después, tras muchas más guerras y ríos de sangre, Dayan tituló su último libro '¿Devorarán las
espadas para siempre?', publicado en 1981, con el cual detallaba su papel para la consecución de un acuerdo de paz con Egipto dos años antes. Por fin había aprendido la verdad de la segunda parte del
versículo bíblico del que tomó el título del libro: “¿No sabes que el fin será amargo?”
Pero en su discurso de 1956, con sus referencias al "
cargar con las pesadas puertas de Gaza..." y a los palestinos esperando un momento de debilidad,
Dayan estaba aludiendo a la historia bíblica de Sansón. Como sus oyentes habrían recordado, Sansón el israelita, cuya fuerza sobrehumana provenía de su pelo largo, tenía la costumbre de visitar prostitutas en Gaza. Los filisteos, que lo veían como su enemigo mortal, esperaban tenderle una emboscada contra las puertas cerradas de la ciudad. Pero Sansón simplemente levantó las puertas sobre sus hombros y salió libre. Fue sólo cuando su amante Dalila lo engañó y le cortó el pelo que los filisteos pudieron capturarlo y encarcelarlo, dejándolo aún más impotente al sacarle los ojos (como supuestamente hicieron también los habitantes de Gaza que mutilaron a Ro'i). Pero en un último acto de valentía, mientras sus captores se burlan de él, Sansón pide la ayuda de Dios, toma las columnas del templo a las que lo habían conducido y las derrumba sobre la alegre multitud que lo rodea, gritando: “¡Déjame morir con los filisteos!”.
Esas puertas de Gaza están profundamente arraigadas en la imaginación sionista israelí, son un símbolo de la división entre nosotros y los “bárbaros”. En el caso de Ro'i, afirmó Dayan, “el anhelo de paz le tapó los oídos y no escuchó la voz del asesino que acechaba al acecho. Las puertas de Gaza pesaron demasiado sobre sus hombros y lo derribaron”.
El 8 de octubre de 2023, el presidente Isaac Herzog se dirigió al público israelí y citó la última línea del discurso de Dayan: “Éste es el destino de nuestra generación. Ésta es la elección de nuestras vidas: estar preparados, armados, fuertes y resistentes. Porque si la espada cae de nuestro puño, nuestras vidas serán segadas”. El día anterior, 67 años después de la muerte de Ro'i, militantes de Hamás habían asesinado a 15 residentes del kibutz Nahal Oz y tomado ocho rehenes.
Desde la invasión israelí de Gaza en represalia inmediata el barrio palestino de Shuja'iyya frente al kibutz se convirtió en una enorme montonera con escombros, donde 100.000 personas vivían, quedando despoblado.
Uno de los raros intentos literarios del exponer la lógica sombría de las guerras para Israel es el extraordinario poema, por Anadad Eldan en 1971, 'Sansón rasgándose la ropa' con el que tal antiguo héroe se abre paso a toda velocidad hacia Gaza y afuera dejando solo desolación a su paso. Conocí este poema por primera vez en el destacado ensayo en hebreo de Arie Dubnov, “Las puertas de Gaza”, publicado en enero de 2024. Sansón, el héroe, el profeta, el conquistador del enemigo eterno de la nación, se transforma en su Ángel de la muerte, una muerte que, como recordamos, termina provocando también sobre sí mismo en una gran acción suicida que ha resonado a través de las generaciones hasta el día de hoy.
[“Cuando fui
a Gaza me encontré con
Sansón saliendo rasgándose la ropa,
en su cara arañada los ríos corrieron
y las casas se doblaron para dejarlo pasar,
sus dolores arrancaron árboles y se enredaron en las raíces
enredadas. En las raíces había mechones de su pelo. Su cabeza brillaba como una calavera hecha de roca y sus pasos vacilantes desgarraron mis lágrimas Sansón caminó arrastrando un sol cansado destrozó los cristales y las cadenas en el mar de Gaza se ahogaron. Oí cómo la tierra gemía bajo sus pasos, cómo le rajó las entrañas. Los zapatos de Sansón chirriaban cuando caminaba...”]
Nacido en Polonia en 1924 como Avraham Bleiberg, Eldan llegó a Palestina cuando era niño, luchó en la guerra de 1948 y en 1960 se trasladó al kibutz Be'eri, a unos 4 km de la Franja de Gaza. El 7 de octubre de 2023, Eldan, de 99 años, y su esposa sobrevivieron a la masacre de unos cien habitantes del kibutz, cuando los militantes que entraron en su casa inexplicablemente los perdonaron. Después del 7 de octubre, tras la milagrosa supervivencia de este oscuro poeta, otra obra suya fue ampliamente difundida en los medios israelíes. Parecía como si Eldan, cronista veterano del dolor y tristeza provocados por la opresión e injusticia, hubiera predicho la catástrofe que se abatió sobre su hogar. En 2016, había publicado una colección de poemas bajo el título 'Six, the Hour of Dawn (Seis, la hora del amanecer)', a la hora en que comenzó el ataque de Hamás. El libro contiene el desgarrador poema 'On the Walls of Beeri (En los muros de Beeri)', en el que lamenta la muerte de su hija por enfermedad (en hebreo, el nombre del kibutz también significa “mi pozo”).
Tras el 7 de octubre, el poema inquietantemente parece pronosticar la destrucción y transmitir una cierta visión del sionismo, como algo que se originó en la catástrofe y la desesperación diaspóricas, que llevó a la nación a una tierra maldita donde los niños son enterrados por sus padres, pero que mantiene la esperanza de un nuevo y esperanzador amanecer:
“En los muros de Be'eri escribí su historia
desde los orígenes y las profundidades deshilachadas por el frío
cuando leyeron lo que estaba sucediendo con dolor y sus luces
cayeron en la niebla y la oscuridad de la noche y un aullido engendró
oración, porque sus hijos han caído y una puerta está cerrada
por la gracia del cielo respiran desolación y dolor
¿quién consolará a los padres inconsolables?, porque una maldición
susurra que no haya ni rocío ni lluvia, puedes llorar si puedes
hay un tiempo en que la oscuridad ruge pero hay amanecer y resplandor.”
Al igual que el panegírico de Dayan para Ro'i, 'En los muros de Beeri' significa cosas diferentes para distintas personas. ¿Debe leerse como un lamento por la destrucción de un hermoso e inocente kibutz en el desierto, o es un grito de dolor por la interminable y sangrienta venganza entre los pueblos en esta tierra? El poeta no nos ha dicho su significado, como suele suceder con los poetas. Después de todo, escribió esto hace años en señal de duelo por su amada hija. Pero dados sus muchos años de trabajo silencioso, preciso y punzante, no parece descabellado creer que el poema fuera un llamado a la reconciliación y la coexistencia, en lugar de a más ciclos de derramamiento de sangre y venganza.
Resulta que tengo una conexión personal con el kibutz Beeri. Allí creció mi nuera, y mi viaje a Israel en junio tenía como objetivo principal visitar a los gemelos (mis nietos) que había traído al mundo en enero de 2024. Sin embargo, el kibutz había sido abandonado. Mi hijo, mi nuera y sus hijos se habían mudado a un apartamento vacío cercano con una familia de supervivientes (parientes cercanos, cuyo padre sigue aún retenido como rehén), lo que creaba una combinación inimaginable de nueva vida y dolores inconsolables en un mismo hogar.
Moshe Dayan, ministro de Defensa en Israel, con Henry
Kissinger, asesor de seguridad nacional de USA (1974).
Además de ver a mi familia, también había venido a Israel para reunirme con amigos. Esperaba entender lo que había sucedido en el país desde que comenzó la guerra. La conferencia abortada en la BGU no estaba entre mis prioridades, pero cuando llegué a la sala de conferencias aquel día de mediados de junio, comprendí rápidamente que esa situación explosiva también podría quizás proporcionar algunas pistas para entender la mentalidad de una generación más joven de estudiantes y soldados.
Después de sentarnos y empezar a hablar, me quedó claro que los estudiantes querían ser escuchados y que nadie, tal vez ni siquiera sus propios profesores y administradores universitarios, estaba interesado en escuchar. Mi presencia y su vago conocimiento de mis críticas a la guerra despertaron en ellos la necesidad de explicarme, pero tal vez también a ellos mismos, en qué habían estado involucrados como soldados y como ciudadanos.
Una joven, que había regresado recientemente de un largo servicio militar en Gaza, subió al escenario y habló con fuerza de los amigos que había perdido, de la naturaleza malvada de Hamas y del hecho de que ella y sus camaradas se estaban sacrificando para garantizar la seguridad futura del país. Profundamente angustiada, empezó a llorar a mitad de su discurso y se retiró. Un joven, sereno y articulado, rechazó mi sugerencia de que las críticas a las políticas israelíes no estaban necesariamente motivadas por el antisemitismo. A continuación, se lanzó a un breve análisis de la historia del sionismo como respuesta al antisemitismo y como un camino político que ningún gentil tenía derecho a negar. Aunque estaban molestos por mis opiniones y agitados por sus propias experiencias recientes en Gaza, las opiniones expresadas allí por aquellos estudiantes no eran en absoluto excepcionales... Reflejaban a sectores muy amplios de la opinión pública en Israel.
Los estudiantes, que sabían que yo ya había advertido de que se produciría un genocidio, se mostraron especialmente interesados en demostrarme que eran humanos, que no eran asesinos. No tenían ninguna duda de que las IDF eran, de hecho, el ejército más moral del mundo, pero también estaban convencidos del justificárseles totalmente cualquier daño a la población y los edificios de Gaza, que todo era culpa de Hamas, que los utilizaba como escudos humanos.
Me mostraron fotos de sus teléfonos para demostrar que se habían comportado admirablemente con los niños, negaron que hubiesen hambrunas en Gaza, e insistieron en cuánto
tanta sistemática destrucción de todo (o sea, contra sus escuelas o universidades, los hospitales, edificios públicos, viviendas e infraestructuras) era necesaria y justificable. Consideraban que cualquier crítica a las políticas israelíes por parte de otros países y desde las Naciones Unidas era, simplemente, antisemita.
A diferencia de la mayoría de los israelíes, estos jóvenes habían visto con sus propios ojos la destrucción de Gaza. Me parecía que no sólo habían interiorizado una visión particular que se ha vuelto común en Israel –a saber, que la destrucción de Gaza como tal fue una respuesta legítima al 7 de octubre– sino que también habían desarrollado una forma de pensar que había observado hace muchos años cuando estudiaba la conducta, la visión del mundo y la autopercepción de los soldados del ejército alemán en la segunda guerra mundial. Habiendo interiorizado cierta visión del enemigo –los bolcheviques, o/y Hamas: infrahumanos ['Untermenschen'] 'animales' humanos– y de la población en general como menos que humanos e indignos de derechos, los soldados que observan o perpetran atrocidades tienden a atribuirlas no a sus propios militares, ni a ellos mismos, sino al enemigo.
¿Miles de niños fueron asesinados? Es culpa del enemigo. ¿Nuestros propios hijos fueron asesinados? Eso es, sin duda, culpa del enemigo. Si Hamas lleva a cabo una masacre en un kibutz, son nazis. Si arrojamos bombas de 2.000 libras sobre refugios de refugiados y matamos a miles de civiles, la culpa es de Hamas por esconderse cerca de sus refugios. Después de lo que nos hicieron, no tenemos más remedio que erradicarlos. Después de lo que les hicimos, sólo podemos imaginar lo que nos harían... si no los destruyésemos. Sencillamente, no tenemos otra opción.
A mediados de julio de 1941, apenas unas semanas después de que Alemania lanzara lo que Hitler había proclamado como una “guerra de aniquilación” contra la Unión Soviética, un suboficial alemán escribió a casa desde el frente oriental: “El pueblo alemán tiene una gran deuda con nuestro Führer, porque si estas bestias, que son nuestros enemigos aquí, hubieran venido a Alemania, se habrían producido asesinatos como el mundo nunca ha visto antes… Lo que hemos visto… raya en lo increíble… Y cuando uno lee 'Der Stürmer' [un periódico nazi] y mira las imágenes, eso es sólo una débil ilustración de lo que vemos aquí y de los crímenes cometidos aquí por los judíos.”
Un folleto de propaganda del ejército publicado en junio de 1941 pinta un cuadro igualmente de pesadilla de los oficiales políticos del Ejército Rojo, que muchos soldados pronto percibieron como un reflejo de la realidad: “Cualquiera que haya visto alguna vez la cara de un comisario rojo sabe cómo son los bolcheviques. Aquí no hay necesidad de expresiones teóricas. Insultaríamos a los animales si describiéramos a estos hombres, en su mayoría judíos, como bestias. Son la encarnación del odio satánico y demente contra toda la noble humanidad... [Ellos] habrían puesto fin a toda vida significativa, si esta erupción no hubiera sido reprimida en el último momento.”
Dos días después del ataque de Hamás, el ministro de Defensa, Yoav Gallant, declaró: “Estamos luchando ahora contra animales humanos y debemos actuar en consecuencia”, añadiendo después que Israel “destruirá un barrio tras otro en Gaza”. El ex primer ministro Naftali Bennett confirmó: “Estamos luchando contra los nazis”.
El primer ministro, Benjamin Netanyahu, exhortó a los israelíes a “recordar lo que Amalec les ha hecho”, aludiendo al llamado bíblico a “exterminar a hombres, mujeres, niños y bebés” de Amalec. En una entrevista de radio, dijo sobre Hamas: “No los llamo animales humanos porque eso sería insultar a los animales”.
El vicepresidente del Knesset, Nissim Vaturi, escribió en X que el objetivo de Israel debería ser “borrar la Franja de Gaza de la faz de la Tierra”. En la televisión israelí, declaró: “No hay gente que no esté involucrada… debemos entrar allí y matar, matar, matar. Debemos matarlos antes de que nos maten a nosotros”.
El ministro de Finanzas, Bezalel Smotrich, subrayó en un discurso: “El trabajo debe completarse… Destrucción total”.
“Borrad de debajo del cielo la memoria de Amalec”, dijo Avi Dichter, ministro de Agricultura y ex jefe del servicio de inteligencia Shin Bet, al hablar de “desplegar la NAKBA en Gaza”.
Un veterano militar israelí de 95 años, cuyo discurso motivador dirigido a las tropas de las IDF que se preparaban para la invasión de Gaza las exhortaba a “borrar su memoria, sus familias, madres e hijos”, recibió un certificado de honor del presidente israelí Herzog por “dar un maravilloso ejemplo a generaciones de soldados”.
No es de extrañar que haya habido innumerables publicaciones en las redes sociales de las tropas de la IDF en Gaza llamando a “matar a los árabes”, “quemar a sus madres” y “aplanar Gaza”... ¡No se ha conocido ninguna medida disciplinaria por parte de sus comandantes!
Esta es la lógica de la violencia sin fin, una lógica que permite destruir poblaciones enteras y sentirse totalmente justificado al hacerlo. Es una lógica de victimización: debemos matarlos antes de que nos maten, como hicieron antes, y nada fortalece más la violencia que un sentimiento de victimización justificado. “Miren lo que nos pasó en 1918”, dijeron los soldados alemanes en 1942, recordando el mito propagandístico de la “puñalada por la espalda”, que atribuía la catastrófica derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial a la traición judía y comunista. “Miren lo que nos pasó en el Holocausto, cuando confiamos en que otros vendrían a rescatarnos”, dicen las tropas de la IDF en 2024, dándose así licencia para la destrucción indiscriminada basada en una falsa analogía entre Hamas y los nazis.
Los jóvenes con los que hablé ese día estaban llenos de rabia, no tanto contra mí (se calmaron un poco cuando mencioné mi propio servicio militar), sino porque, creo, se sentían traicionados por todos los que los rodeaban. Traicionados por los medios de comunicación, a los que percibían como demasiado críticos, por los altos comandantes que creían que eran demasiado indulgentes con los palestinos, por los políticos que no habían podido evitar el fiasco del 7 de octubre, por la incapacidad de las IDF para lograr una “victoria total”, por los intelectuales y los izquierdistas que las criticaban injustamente, por el gobierno de los EE. UU. por no entregar municiones suficientes con la suficiente rapidez y por todos esos políticos europeos hipócritas y estudiantes antisemitas que protestaban contra sus acciones en Gaza. Parecían temerosos, inseguros y confundidos, y algunos probablemente también sufrirían de trastornos por el estrés postraumático.
Les conté la historia de cómo, en 1930, los nazis tomaron democráticamente el control de la Unión de Estudiantes Alemanes. Los estudiantes de aquella época se sintieron traicionados por la derrota de la 1ª G. M., las faltas de oportunidades a causa de la crisis económica y las pérdidas de tierras y prestigio a raíz del humillante tratado de paz de Versalles; querían hacer que su Nación volviese a ser grande, y Hitler parecía capaz de cumplir esa promesa. Los enemigos internos de Alemania fueron eliminados, su economía floreció, otras naciones volvieron a temerle y luego fue a la guerra, conquistó Europa y asesinó a millones de personas. Finalmente, el país quedó completamente destruido. Me pregunté en voz alta si tal vez los pocos estudiantes alemanes que sobrevivieron esos 15 años lamentaban su decisión de 1930 de apoyar al nazismo. Pero no creo que los hombres y mujeres jóvenes de la BGU comprendieran las implicaciones de lo que les había contado.
Los estudiantes eran aterradores y estaban asustados al mismo tiempo, y su miedo los hizo aún más agresivos. Este nivel de amenaza, así como un cierto grado de superposición de opiniones, parece haber generado miedo y obsequiosidad en sus superiores, profesores y administradores, quienes demostraron una gran renuencia a disciplinarlos de cualquier manera. Al mismo tiempo, una multitud de expertos de los medios de comunicación y políticos han estado aplaudiendo a estos ángeles de la destrucción, llamándolos héroes justo un momento antes de enterrarlos y darles la espalda a sus familias afligidas.
Los soldados caídos murieron por una buena causa, se les dice a las familias. Pero nadie se toma el tiempo de articular cuál es realmente esa causa más allá de la mera supervivencia a través de cada vez más violencia. Por eso, también sentí pena por esos estudiantes, que no eran conscientes de cómo los habían manipulado. Pero salí de esa reunión lleno de inquietud y aprensión. Cuando regresé a Estados Unidos a finales de junio, reflexioné sobre mis experiencias durante aquellas 2 últimas semanas caóticas y problemáticas. Era consciente de mi profunda conexión con el país que había dejado. No se trata solo de mi relación con mi familia y amigos israelíes, sino también con el tenor particular de la cultura y la sociedad israelíes, que se caracteriza por su falta de distanciamiento o simple deferencia. Esto puede ser reconfortante y revelador; uno puede, casi instantáneamente, encontrarse en conversaciones intensas, incluso íntimas, con otras personas en la calle, en un café, en un bar.