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El actual estado de la Nación
ante posibles debates, hoy aquí, queda resumido por titulares leídos en reiteradas
informaciones recientes: “La Oposición
teme que Rajoy ‘cierre en falso’ su Debate sobre Bárcenas o que se lo desvíen
hacia otros temas (pues el presidente solicitó comparecer, para 'dar cuentas a la
opinión pública de la situación politico-económica...'), y eso suscita
muchos recelos”.
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[Mientras
tanto, “una red de movimientos sociales europeos celebran 3er. GPII en Stuttgart: para este Forum los primeros socios han sido grupos italianos opuestos al nuevo túnel
ferroviario de Alta Velocidad entre Turín y Lyon -el movimiento ‘NO TAV’- y
quienes en Francia se manifiestan contra el absurdo aeropuerto de Notre Dame
des Landes, cerca de Nantes. Se apuntan ingleses contra trenes de Alta Velocidad
desde Londres a Birmingham y Manchester que duplican lo ya existente más españoles
contra el complejo de casinos y hoteles llamado Euro-Vegas cerca de Madrid...
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Hay
muchísimos proyectos de obras públicas inútiles, absurdas, impuestas a la
fuerza. Eso ocurre en todas partes. En Barcelona construyeron un enorme Puerto
del cual se usa menos de la mitad, y una desalinizadora de agua del mar que no
funciona casi nunca… Se crea deuda pública inútilmente para garantizar unos ingresos que compensen de sus cuantiosas e injustificadas inversiones, dándoles ganancias, a las concesionarias de Autopistas y Empresas eléctricas; mas luego, si falta demanda para cubrir
esas inversiones sobredimensionadas, se fuerza al Estado a pagar la diferencia
o permitir aumentos de tarifas...
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Por
eso han surgido esos movimientos que –allende nuestras fronteras…- ahora se
coordinan a nivel europeo y pronto lo harán a nivel mundial”, como nos cuenta Joan Mtnez. Alier…]
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De nuevo entre nosotros... "Ha pasado
el tiempo desde aquel 15 de mayo del 2011 y, como siempre, el aliento se ha ido
extinguiendo. Seguramente, entre muchos de los que estuvieron en las plazas el
desánimo ha cundido. Suele suceder que cuando no se miden realmente las
fuerzas, y se transita con facilidades de la euforia a depresión. Los medios,
además, ayudaron mucho. La ilusión de la novedad, de la que se nutren, es una
mercancía peligrosa. Conduce a encontrar originalidad, peso y corriente de
fondo en lo que es cíclico, estadísticamente irrelevante y circunstancial. Lo
mismo da lo genuinamente singular que lo de siempre.
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Todo se confunde en la
fascinación ante el recién llegado. Basta con ver cuántas renovaciones de
ideario y terceras vías se han devorado en los últimos tiempos. No menos de dos
por año. Como los partidos del siglo en el fútbol. No cabe descartar que los
activistas asumieran esa misma perspectiva. Y eso, a la larga, es malo. Uno se
cree un superhombre y, cuando descubre que no es más que uno entre tantos,
acaba convencido de que es un mierda. A «los indignados» cierto día les dijeron
que habían inventado la pólvora, o al menos el nombre de la pólvora, al añadir
una tercera palabra española —junto a «liberalismo» y «guerrilla»— al léxico
político internacional, y a los pocos meses descubrieron que los mismos que los
habían tratado como genios, no se acordaban del invento ni del inventor. No es
un plato de fácil digestión. Lo contó como nadie Billy Wilder en 'Sunset
Boulevard'.
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Pero
cuidado, si no hay que creerse el relato del día de los titulares a cuatro
columnas tampoco hay que dar por buena la necrológica. Por lo pronto, sí que
hubo algo nuevo y fue importante. La novedad, como siempre, lo era sobre el
trasfondo de las expectativas. Los mismos medios y sujetos políticos que a
diario constataban, no sin complacencia, la escasa capacidad de convocatoria de
los sindicatos y daban por muerta la pulsión cívica, tuvieron que recomponer la
figura y el tono al ver que el difunto todavía respiraba y levantaba la voz.
Muchos derrotados no iban a admitir su condición con naturalidad. Cuando salieron a las calles, su número sorprendió como una suerte de modesta refutación de un diagnóstico repetido mil veces y asumido por muchos como verdad irrebatible: el fin de las ideologías, en este caso, el de las discrepancias. Pero la novedad no era sólo que el muerto estaba vivo. Había algunas más, aunque quizá no las que se destacaron. No está de más entretener algunas notas en algunas singularidades, quizá las más desapercibidas.
Muchos derrotados no iban a admitir su condición con naturalidad. Cuando salieron a las calles, su número sorprendió como una suerte de modesta refutación de un diagnóstico repetido mil veces y asumido por muchos como verdad irrebatible: el fin de las ideologías, en este caso, el de las discrepancias. Pero la novedad no era sólo que el muerto estaba vivo. Había algunas más, aunque quizá no las que se destacaron. No está de más entretener algunas notas en algunas singularidades, quizá las más desapercibidas.
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1. La
bondad de la acción colectiva.
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El activismo, como tal, no es nuevo. Ni tampoco
necesariamente bueno. Hay una favorable disposición hacia los movimientos
sociales que, cuando menos, resulta precitada. Los linchamientos, la quema de
brujas, las juventudes fascistas o la 'kale borroka' también constituyen acciones
colectivas. Si uno elogia la participación colectiva en los empeños, sin más
matizaciones, debería aprobar cosas como éstas. En todo caso, de procesos de
esa naturaleza nos interesan sus condiciones de posibilidad, los requisitos
para que surjan. Para aprender. La socialización compartida, los bajos costes
de comunicación, el trato frecuente, la confianza, la facilidad para reconocer
y penalizar al 'free rider' y algunas cosas más facilitan la colaboración entre
los protagonistas de los empeños colectivos. La teoría de la acción colectiva,
entre otras, se ha ocupado de precisarlas. Una teoría con vocación empírica,
que nada nos dice acerca de la bondad o perversidad de los objetivos que se
defienden.
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2. Los
costes de coordinación.
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La novedad en los mecanismos de coordinación (las redes
sociales, los teléfonos móviles), en principio, resulta irrelevante teórica y
normativamente. Simplemente facilitan la comunicación, como pudieron hacerlo en
su día el telégrafo o el teléfono. Sin duda eso allana en camino para la
participación. A veces nos olvidamos de las precarias condiciones en las que se
dieron las revoluciones francesa o americana: los representantes de los Estados
o las Federaciones viajaban durante días o semanas y, al llegar, se encontraban
con imprevistos problemas y respuestas, que nada tenían que ver con los que los
convocaron, y sin posibilidad de comunicarse con sus electores. Un mundo
inimaginable en estos días en los que cualquiera, desde cualquier parte, puede
acceder a los presupuestos generales del Estado y contarle a medio mundo sus
descubrimientos o sus ocurrencias. La novedad son las facilidades. Pero la mejora en
el medio deja intactas las calidades del mensaje. El guión teórico es el de siempre: hay que ponerse de acuerdo siempre.
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3. Los
peligros de la red.
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A lo anterior hay que añadirle una salvaguarda: para bien o
para mal, los medios pueden condicionar la calidad del mensaje. Los nuevos
medios conceden muchas posibilidades para la transparencia informativa y el
control democrático. Permiten acceder a los presupuestos del Estado a cualquier
ciudadano, acceder a hemerotecas para tasar a sus políticos, asistir en directo
a los debates parlamentarios y mil cosas más. Y, sobre todo, pueden hacer
llegar a otros como ellos sus apreciaciones o sus informaciones. Pero también
tienen sus peligros: la compartimentación entre ciudadanos, que sólo atienden a
los de «su peña»... e ignoran toda información incompatible con sus ideas, puede
hacer imposible la deliberación democrática; el predominio de la consigna, los
140 caracteres del tuit, sobre el razonamiento; la circulación instantánea de
informaciones no ponderadas o simplemente falsas, que se confirman por su
propia proliferación, puede desatar una catarata de desatinos, sostenidos en el
eco de su propia voz.
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4. La
limpieza democrática del '15-M'.
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Las novedades, al menos en la historia reciente,
afectaban al contenido, a su vocación democrática, en los procedimientos y en
las reclamaciones. Era una suerte de descontento general a la búsqueda de una
cristalización política. Algo que, si se piensa bien, resulta bastante raro,
porque es como decir, «a la búsqueda de un contenido». Una circunstancia poco
común en las acciones colectivas. El proceso, si se quiere, lo era todo. En
eso, se acercaba a las corrientes más renovadoras de la teoría democrática. Me
explico. Buena parte de la reflexión contemporánea -acaso la mejor- en
filosofía política atañe al cómo decidir. En particular, la justificación
epistémica de la democracia deliberativa se ocupa de exponer las condiciones en
las que las decisiones mejorarán en su calidad: información pública, exposición
contrastada de argumentos, imparcialidad en los criterios, presencia de los
afectados, transparencia, etc.
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No nos dice qué ideas son las mejores, qué
distribución es la más justa, cómo debemos hacer frente a esto o aquello, sino
cómo hemos de decidir acerca de esas cosas. Es de suponer que, una vez en la
mejor democracia, cada cual defenderá sus ideas, dispuesto, eso sí, a
corregirlas a la luz de los juicios ajenos. La decisión final, el contenido si
se quiere, ya llegará, como resultado del propio proceso deliberativo. En el
15-M esa vocación democrática se tradujo —sobre todo en sus primeros momentos-
en una preocupación por la pulcritud de los procedimientos: protocolos
explícitos para evitar la manipulación de las asambleas; prevención frente a
las portavoces estables; rigor en las agendas de decisión y en la composición
del demos; alerta ante los agitadores de oficio, idas y venidas en los procesos
de decisión en aras de aumentar los consensos.
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Repárese
que, en eso, se parece poco a otros movimientos sociales que operan bajo el
leninista procedimiento de «la correa de transmisión». Los nacionalismos y
muchas religiones son, también en eso, deprimentemente ejemplares. Hay una sola
idea, la construcción nacional o la doctrina salvadora, que se pasea por mil
organizaciones distintas que, en rigor, no tienen otra función que la de
extender aquí y allá el mismo mensaje, modulado, eso sí, a cada circunstancia
particular. No pocas veces son los mismos individuos que, en distintos medios,
agitan según sus diferentes identidades. Ofician en distintos momentos como
padres, abogados, socios de club deportivo, vecinos, etc. Unas pocas personas
resuenan como centenares. Después, el mensaje ya diseminado, se vuelve a
recuperar y se presenta como una reclamación compartida de «la sociedad civil».
El contenido está predeterminado y no es susceptible de discusión. Si acaso, se
decora el procedimiento, pero siempre, a sabiendas de cuál tiene que ser el
resultado. Exactamente lo contrario de lo que vimos en el 15-M.
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5. Los
límites de la participación.
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En la travesía que lleva de los sistemas de
decisión a las decisiones, de la democracia a los contenidos, se corría peligro
de encallar. Los escollos eran de diversa naturaleza. Algunos afectaban a la
posibilidad de perfilar objetivos y propuestas. El acuerdo a la hora de decir
que muchas cosas no funcionan no asegura el acuerdo en las propuestas acerca de
cómo hacerlas funcionar. Los debates, si no se acotaban, podían dispersarse con
infinitos problemas y propuestas. Al final no era raro que surgieran objetivos
inconciliables, al modo como años atrás sucedió con el movimiento
'antiglobalizador', donde convivían agricultores europeos proteccionistas con
altermundistas partidarios de abrir los mercados a la producción de los países
pobres. Otros problemas derivaban de las reservas a la institucionalización.
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Las cuestiones clásicas de la democracia, cuántos, quiénes y cómo se decide,
son algo más que formalismos. No una constitución o unos estatutos
organizativos, pero sí algo que se les parece, al menos en sus funciones,
resulta necesario si no se quiere recalar en el principio de que «quien resiste
gana», de que el último que se queda, en plenos acuerdos consigo mismo, acabe por
hablar en nombre de todos. Tampoco faltaron problemas derivados de cierta
disposición inaugural que conducía a discutirlo todo desde el principio,
incluyendo asuntos sobre los que no faltan resultados procedentes de la
investigación empírica, no susceptibles de abordarse mediante la participación
democrática, o de la experiencia acumulada de unos sistemas democráticos, que
se han enfrentado a ellos en más de una ocasión.
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6. El
sentido de la participación.
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En las tradiciones democráticas, en particular en
las inspiradas en el republicanismo, hay dos miradas acerca de la
participación. Dos defensas, si se quiere. Para unos, calificados como
«neo-aristotélicos», la participación es un fin en sí mismo. No importa la
calidad de las decisiones sino el mismo hecho de decidir, que contribuye a la
excelencia humana, a realizar una parte, acaso la mejor, de la naturaleza humana,
la condición de animal político. En su versión más actualizada, algunos apelan
al ejercicio de autonomía. Para los otros, calificados como «neo-romanos», la
participación es un medio para otras cosas, para mejorar la calidad normativa
de las decisiones, que cuajarían en leyes justas, que impiden la dominación y
el despotismo, la arbitrariedad. En este caso, la democracia sería el mejor
medio de proteger la libertad, de impedir la tiranía o un populismo
plebiscitario que veta la posibilidad de discrepar.
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La
distinción puede parecer una pejiguera académica sin mayores implicaciones
políticas. Puede que sea así. Pero algunas interpretaciones del 15M invitan a
no despacharla con precipitación. Y es que había dos modos de entender el lema
de «no nos representan». En sentido estricto ese lema no condena la
representación, sino a los representantes. Es más, avala la importancia de la
buena representación y, si acaso, lo que defiende es mejorar su calidad:
control de los políticos, listas abiertas, transparencia de su gestión,
sistemas de elección, etc.
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En el otro
caso, se condena la idea misma de representación en nombre de una democracia
directa, no siempre precisada en su diseño. Esa segunda interpretación supone
una visión de la participación, del activismo que, en el mejor de los casos,
podría encontrar sus avales en las ideas neo-aristotélicas y, en el peor, en
las retóricas comunes a democracias populistas, desprovistas de todo tipo de
restricciones, controles constitucionales y separación de poderes. Importaría
la participación «directa», no su calidad. Una democracia directa que
prescindiera por completo de órganos representativos y que relegara la
totalidad de las decisiones legislativas y al menos las más importantes de las
ejecutivas directamente al pueblo, que debiera pronunciarse, por ejemplo, a
través de votaciones semanales, sería una muestra consumada de esa democracia
populista. Todos votando todo el tiempo sobre todo: impuestos, tipos de
interés, planes hidrológicos. Las preferencias de cada uno traducidas —si es
que eso es posible, pero esa es otra historia— directamente en una voluntad
general, sin que medien deliberaciones públicas, ponderación de razones,
búsqueda de información.
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Quizás estas
últimas líneas resultasen un tanto melancólicas. No quieren serlo. Si acaso,
aspiran a ser una invitación a la autoconciencia crítica, a no ignorar que,
como en aquel poema de Brecht, «también el odio contra la bajeza desfigura la
cara. También la ira contra la injusticia pone ronca la voz». Quizá la mejor lección
de la historia del ideal democrático, del que, con sus carencias y
limitaciones, también forman parte nuestras democracias, sea una prudente
cautela respecto a lo que podemos hacer."