Como colofón para las habituales campañas [veraniegas] con alarmismos [climáticos], a mediados de agosto el telediario de la Televisión Pública Andaluza anunció que, según «las predicciones científicas» de unos estudios de Greenpeace, "el nivel del mar se prevé que suba 1 metro en los próximos 6 años", lo cual supondría «una desaparición de 200 playas en nuestro país», particularmente en el Golfo de Cádiz. Dado cómo a largo plazo (en 1880-2009) la tendencia real de aumentar el nivel del mar es 1 mm/año para Cádiz, esta noticia no sólo contradecía el sentido común, sino incluso hasta otros pronósticos análogos (también alarmistas, aunque no tan ridículos) publicitados por la misma cadena tan sólo 4 semanas antes.
El disparate podría ser sólo un ejemplo más de la ausencia de rigor y nulo amor a la verdad del periodismo actual, pero, siendo la fuente una televisión pública controlada hoy por el PP como durante tantos años lo fue antes por el PSOE, también sirve como ejemplo del "único parcialismo" que gobierna España cuando se trata del defenderse consignas indiscutidas -globalista mente...- para plantear solo prejuicio dizque "correcto".
Calma: los mares no nos engullirán
En realidad el «estudio de Greenpeace», con carácter más propagandístico que científico (como casi todo lo que publica la organización), no pronosticaba que el nivel del mar de Cádiz subiría en seis años 1 metro... sino 12 milímetros; pero estimaba que, con esos 12 milímetros de subida del mar, la anchura de las playas podría reducirse en 1 metro.
Es decir, que los intrépidos periodistas confundieron anchura (de la playa) con altura (del mar), algo que no hace ni un alumno de Primaria ni un seguidor del 'Barrio Sésamo', poniendo de manifiesto, una vez más, tamaña descomunal ignorancia y falta de integridad del gremio. Así, de cumplirse el pronóstico del referido «estudio», la magnífica playa gaditana de Camposoto a la que los reporteros fueron a amargar a los bañistas con la noticia no desaparecería como ellos afirmaban; sino que su anchura en bajamar pasaría de forma imperceptible de 300 m a 299 m. Sin embargo, la realidad probablemente no sea ni siquiera esa.
Los periodistas también parecen ignorar que, desde el origen de los tiempos, dos veces al día, 365 días al año, el mar sube y baja en Cádiz con carreras de marea (diferencias, entre pleamar y bajamar) de hasta 3,5 m en mareas vivas, lo que hace que la mencionada playa de Camposoto, por ejemplo, tenga una anchura que varía entre 300 m en marea baja y los 150 m en las altas... Que dentro de unos años esas mediciones quizá sean 299,5 m y 149,5 m, respectivamente, no es ninguna noticia.
Arrogantes pretensiones de precisión
Pretender que podemos medir al milímetro o incluso a la décima de milímetro algo tan difícil de fijar como es el nivel en los océanos no deja de ser un ejemplo más del burdo cientificismo imperante hoy, asignándole a la Ciencia (con mayúscula, pues se trata de una divinidad) los atributos divinos de la omnipotencia y la omnisciencia. Así, el crédulo ciudadano actual, consumidor compulsivo de noticias, tiende a creer a pie juntillas las afirmaciones catalogadas como «científicas» aunque se trate de aserciones absurdas que nuestros mayores, que confiaban más en su sentido común, se habrían tomado con escepticismo e incluso con humor.
Muchos datos de la cuestión climática pretenden rodearse de un aura de exactitud y seguridad inexistentes, como es el caso de la medición de temperaturas de volúmenes gigantescos como la atmósfera o el océano: los datos mínimamente fiables son muy recientes y los históricos no dejan de ser estimaciones. Con la variación en el nivel de los mares ocurre lo mismo... Piénsese qué difícil es medir el nivel de una superficie tan enorme como un océano, superficie que no está nivelada (por ejemplo, en EEUU el mar tiene mayor elevación absoluta en la costa del Pacífico que en la del Atlántico) y que está afectada por ondulaciones que se producen cada pocos segundos (las olas), por la rotación de la Tierra (Coriolis), por corrientes y vientos o, sobre todo, por variaciones diarias y estacionales de origen gravitatorio, las mareas, que llegan a alcanzar en algunas zonas más de 14 metros de diferencia entre pleamar y bajamar.
Intentando medir el nivel de los mares
Existen dos fuentes de medición del nivel del mar: los satélites (sólo desde 1992, apenas tres décadas) y los mareógrafos. Los primeros miden la variación absoluta del nivel de los mares, pero sus lecturas están sujetas a ajustes orbitales que no dejan de ser intervenciones más o menos arbitrarias. De sus resultados se desprende que los mares están subiendo a un ritmo de 3,4 mm al año desde 1992 (¡vaya precisión!). Sin embargo, los mareógrafos, de los que existen muy pocos con lecturas fiables a largo plazo, sólo aprecian subidas de 1-2 mm/año en el mismo período, ritmo al que los mares tardarían entre 250 y 500 años en subir 50 cm (medio metro). Dado que sabemos que el nivel de los mares ha aumentado unos 120 m desde la última glaciación hace unos 12.000 años, esta ligera subida no parece una emergencia, sino que puede entrar dentro de la variabilidad natural propia del período interglaciar en el que afortunadamente vivimos.
La diferencia de medición entre satélites y mareógrafos resulta controvertida. Cierto es que los mareógrafos miden variaciones del nivel del mar relativas a la costa, cuyo terreno baja y sube también a lo largo del tiempo debido al movimiento de placas tectónicas, a los cambios en la capa freática o a otras causas. Ése es el motivo de que algunas ciudades que eran famosos puertos de mar en la Antigüedad se encuentren hoy tierra adentro (como Éfeso) mientras que otras ahora se encuentran sumergidas cerca de la costa (como Heracleion).
El aumento del nivel de los océanos, como el del agua contenida en un recipiente blando o de geometría variable, puede tener su origen en cambios en el continente (la corteza terrestre) o en el contenido (el agua), sea por el derretimiento del hielo del planeta o por la expansión térmica del agua al calentarse. Sin embargo, resulta temerario ligar a la actividad humana ese aumento ligerísimo de los mares, que aparentan seguir su trayectoria natural desde la última glaciación; no en balde el propio IPCC estima, con los escasos registros antiguos, que la tasa de subida comenzó a registrar un incremento «significativo» entre finales del s. XVIII y mediados del siguiente, mucho antes de que el planeta se industrializara y mucho antes de que comenzara a aumentar el CO2.
Medición de temperatura en atmósfera y océanos
En la medición de temperaturas de la atmósfera o, más bien, de la troposfera, ocurre algo parecido. Sólo tenemos mediciones mínimamente científicas desde finales del s. XIX, pero éstas provienen de una escasa red de termómetros concentrada en países industrializados del hemisferio norte y en tierra firme, lo que supone un pequeño problema cuando los océanos ocupan el 70% de la superficie terrestre. Además, los termómetros tienen que estar bien calibrados, pues miden sólo indirectamente temperaturas a través del aumento del volumen del mercurio o de las variaciones en la tensión eléctrica (los digitales) y tienen que estar protegidos del sol o de fuentes de calor externas y atendidos por personal que realice las mediciones sistemáticamente todos los días a las mismas horas, para que sean homogéneas y comparables.
Para más inri, el llamado "efecto de isla de calor urbano" (que analizamos ya en otro artículo precedente) distorsiona las comparaciones históricas, pues termómetros que en tiempos pasados se encontraban en mitad de un prado hoy están situados en plena ciudad. Por lo tanto, hasta que empezamos a disponer de satélites en 1979 (hace sólo un instante, en términos geológicos), eran bastante deficientes las mediciones de temperatura.
¿Y en otros pasados más remotos? Para medir la evolución paleoclimática de las temperaturas también se utilizan mediciones indirectas inferidas de la anchura de los anillos de los árboles y, sobre todo, de las variaciones isotópicas de catas de hielo concentradas en muy pocos puntos del planeta, sobre todo en la Antártida, donde existen las capas de hielo más profundas (p.ej., Vostok). Que sean estas medidas no demasiado precisas no significa que no sean enormemente útiles para hacernos una idea aproximada de grandes variaciones de temperatura ocurridas en el pasado.
Asimismo, contamos con la geología, con los fósiles o con evidencias anecdóticas, como pueden ser testimonios o cuadros de ríos helados o cosechas de determinados frutos. Gracias a todo ello hemos conocido la existencia de las glaciaciones, del Período Cálido Romano, del Período Cálido Medieval (en ambos casos con temperaturas similares a las de hoy) o de la Pequeña Edad de Hielo (1300-1850, aprox.), período que la ideología climática procura ocultar a toda costa, pues desbarata su relato.
Con la medición de la temperatura de los océanos ocurre algo parecido. Hasta hace 20 años los datos eran esporádicos y se basaban en termómetros de dudosa fiabilidad instalados en la obra viva de buques que navegaban por los mares. Hace 20 años esto cambió con el programa Argo, que desplegó una flota de boyas que flotan libremente en todos los océanos y miden la temperatura y la salinidad hasta los 2000 m de profundidad. Aunque sólo cubren el 30% del volumen de agua de los océanos, nunca habíamos dispuesto de una información tan fiable, pero el calentamiento de los mares es tan inapreciable que su medición entra dentro del grado de error instrumental: o sea, desde 2004, nuestros océanos se calentaron 0,04 ºC (4 centésimas de grado).
Conclusión
La medición fiable de magnitudes clave para construir series históricas e intentar comprender un campo del saber que se encuentra en la infancia, como es el clima, entraña una gran dificultad. Sin embargo, la propaganda del cambio climático finge tener una seguridad en sus afirmaciones que no tiene en absoluto, y exalta el término «científico»... aplicándoselo muy abusivamente a sus aserciones dudosas para intimidar al incauto.
La ciencia actual, lejos de ser omnisciente, tiene enormes limitaciones, pero al hombre moderno esta realidad le molesta, pues anda fascinado consigo mismo. El problema es que, para avanzar en el conocimiento, primero hay que reconocer que hay cosas que no sabemos, e incluso cosas que ni siquiera sabemos que ignoramos, y esto el hombre convertido en dios no puede admitirlo bajo ningún concepto. ¿Sólo sé que no sé nada? Sócrates sería hoy linchado por blasfemo.
(fpcs: "Nec laudibus nec timore, sed sola veritate", F. del Pino, 4-09-2024)