Casi con una década
de retraso, se ha estrenado -al fin, en la capital del Reino de España, como
antes ya entre otras extranjeras...- un artefacto dramático celtibérico temido por concretísima potencia evocadora, para nada complaciente [“Cuando uno hacia detrás mira y
ve su vida, ésta siempre parece sueño; o sea, de cuento. Es el presente como un relámpago. Una
vez que desaparece tal resplandor, ya solo puede hablarse”]…
Y lo mejor es la presentación del autor. “Me llamo Francisco
Jesús Becerra Rodríguez, aunque las cosas que escribo las firmo como Paco
Bezerra. Nací en agosto del 1978, en un barrio de pescadores, en una
familia de campo cristiana y muy supersticiosa. Mi barrio allí se llama El Alquián, o 'aljibe'; significa, en árabe,
una especie del pozo que dentro de las casas hay: diseñado para el agua de lluvias acumularla. Como Almería es la provincia donde llueve menos de toda Europa,
los árabes hicieron este truco, para el agua que caía del cielo almacenar; aunque se supone que ni se puede beber porque no está mineralizada y hay
que echarle un litro de lejía por matarle las bacterias.
Nada más nacer, yo, me
diagnosticaron una enfermedad extraña. El médico les dijo a mis padres que
mis ritmos de crecimiento estaban descompensados; y que, en un
futuro, mi cabeza iba a ser más grande que mi cuerpo. Entonces mi familia
se asustó mucho y mi abuela cogió una soga y, por dentro del
vestido, se la ató en la cintura pegada a la piel; y así anduvo día y
noche, en una especie de sacrificio o promesa, para
pedirle a Dios que a cambio yo me muriera.
Por tal forma me libraría del
rechazo al que, si no, iba a estar expuesto el resto de mi vida; y no sufriría...
Pero, al fin, Dios no me mató. Y aquella extraña enfermedad nunca
evolucionó. Resulta que lo que tenía era asma. Y alergia al olivo, pero la
cabeza no me creció. En cambio, siempre he sido muy propenso a que me
echaran mal de ojo... Y cada vez que ocurría eso, mi madre me llevaba a una vecina curandera, para que me lo
quitase.
Esos males de ojos los
echan las personas con envidia. Normalmente,
tus vecinas envidiosas, que tienen hijos feos. De hecho, se sabe
perfectamente quiénes son porque todas las mujeres se apartan con el
carrito del niño cada vez que aparece alguna... Tienes mal de
ojo porque estás bajo de ánimos, y lloras, sin justificación alguna.
Cuando esto te sucede de adulto, se dice que padeces depresión o que
sufres ansiedad; pero si te ocurre de bebé, entonces es que te hicieron
daño en el alma. Para combatirlo, mi madre, en el carrito me ponía
varias cosas: un escapulario bendecido por un sacerdote, un lazo de color
rojo —el rojo desvía la mirada de la persona que va a hacerte daño, como
los toros con el capote, y evita la embestida...— o alguna cruz de Caravaca.
Pues las cruces
de Caravaca son, por lo visto, de lo más efectivo; tanto que casi todos los niños
suelen llevar una colgada, como método defensivo. Si los ángeles que la
custodian se parten o se ponen negros, entonces es que alguien ha intentado
hacerte daño y la cruz funcionó como escudo. Eso sí, hay que enterrarla
rápidamente. Nunca he sabido muy bien por qué. Imagino que porque la cruz ya no
es ninguna cruz, ni los ángeles son más ángeles, murieron protegiéndote; y es por lo
que hay que darles sepultura.
Mi curandera era una
mujer que tenía gracia (lo cual es
como poderes, pero en religioso) y me rezaba en la cabeza. Me ponía las manos
en la mollera y, con un paño y un bote de alcohol, me rezaba cerca de media
hora... Yo mientras, me acuerdo, veía siempre ‘Los pitufos’. No sé por
qué, pero el caso es que coincidía. Sería la hora a la que me llevaba mi madre,
pero siempre que su vecina me rezaba por la cabeza echaban ‘Los pitufos’
en la tele. Yo adoraba a María, hablaba mucho con ella. Mientras me rezaba me
contaba un montón de cosas interesantísimas: mujeres que no podían quedarse embarazadas
y ella las fertilizaba; cómo curaba la carne cortada (a causa de un golpe: la
carne se te despega del hueso) sin que fuese necesaria la presencia física del
enfermo; la forma increíble en la que a su hijo se lo tragó el mar; cómo
detectaba y curaba el mal de ojo a través de la dureza de la coronilla…
Recuerdo que, al entrar, María me tocaba siempre arriba de la cabeza y mi madre
le decía:
—¿Qué?
A lo que María contestaba:
—Tócasela tú.
Entonces, mi madre me tocaba la
cabeza, volvía a mirar a María y las dos calladas quedaban. Silencio. Hasta que María se pronunciaba:
—Hecha un chicle.
Dicho eso, mi madre
se iba, dejándome a solas con María; y ésta me rezaba lo preciso, hasta
endurecérmela. Al rato, mi madre volvía a por mí y María, como el que toca al
portón metálico de una cochera, me pegaba en la cabeza.
—¡Toc, toc, toc!
Luego, mi madre
repetía la operación, se aseguraba de que el trabajo estaba bien hecho, y
respondía:
—Dura como una piedra.
Las dos se miraban y
se sonreían mutuamente. María nunca cobraba nada. Ni una peseta. Su hijo me
contó hace poco que cree que murió por curar a tanta gente. El caso es que
María ya no está con nosotros. Desapareció.
Cuando eres niño y
nunca has salido aún desde la casa de tus padres piensas que lo que te pasa a ti es lo
que, con total seguridad, ha de ocurrirle al resto de los humanos. Hasta que,
un día, te das cuenta de que nada era
como imaginabas. Con 19 años me mudé a vivir hasta Madrid para estudiar
arte dramático en el ‘Laboratorio del Teatro William Layton’ y en la RESAD, o sea, Real
Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid. Una vez, recuerdo, hice un
comentario en la clase. Estudiábamos algo en lo que se hablaba del mal de ojo, alguna
obra de Valle-Inclán, creo; un personaje lo padecía o algo así. El caso es que
salió el tema y nadie sabía con exactitud de qué se trataba. Yo les informé a
todos de que a mí me lo habían echado y quitado varias veces... y que, si les
parecía, podría explicarles de qué iba el asunto. Toda la clase, profesor
incluido, soltó una carcajada y se rieron de mí. Nunca entendí muy bien
por qué. Luego me preguntaron si hablaba en serio; pero, avergonzado, no supe
qué contestar.
Mis padres, mis
vecinas… siempre han hecho promesas.
Normalmente, a la Virgen. No cortarte el pelo en no sé cuántos años, subir de rodillas o descalzo una montaña, ir cada equis días a equis sitios, velar a la Virgen
durante toda la noche hasta que amanece…
Mi madre, una vez me di cuenta,
llevaba mucho tiempo vistiendo de marrón; yo no sabía si era coincidencia o
qué. Entonces, le pregunté:
—Mamá, ¿por qué vistes últimamente
tanto de marrón?
Y ella me contestó:
—Porque le he hecho una promesa a la
Virgen.
—¿Cuándo?
—Hace tiempo, pero todavía no la he
cumplido.
Por lo visto, un tío
mío adiestrador de perros dueño de varios puti-clubs y de un invernadero se puso muy malo, y mi madre le hizo a la Virgen del Carmen una promesa. Si se
ponía bien, se vestiría de marrón (esto depende del color del manto de la
Virgen o el santo a quien te hayas encomendado y, en este caso, la Virgen del
Carmen va siempre vestida de marrón) durante 6 meses. Yo no sabía que mi tío
hubiera estado enfermo y se lo comenté a mi madre, pero ella me explicó que no
podía acordarme, que era imposible; que cuando hizo la promesa mi tío era muy
pequeño, y aún yo no había nacido.
Entonces, le pregunté:
—Si fue hace tanto tiempo, ¿cómo es
que lo haces ahora?
Y mi madre me contestó:
—Las promesas no hace falta
realizarlas enseguida, tienes toda la vida para cumplirlas. El inconveniente es
el peligro.
—¿A qué te refieres?
—Que te ocurra algo.
—¿Algo?
—Sí.
—¿Como qué?
—No sé, que tengas un accidente, te
quedes impedida y no puedas realizarlas.
—¿Qué pasa entonces?
—Que hay que dejárselas encargadas a
alguien.
—¿A alguien?
—Sí, a alguien de la familia, alguien
joven. A un hijo, por ejemplo.
—Ya.
Silencio. Entonces, volvía a preguntarle:
—¿Y te quedan muchas por
cumplir?
—Unas cuantas — Me respondió.
Silencio.
—Unas cuantas...
A veces de pequeño,
cuando no tenía otra cosa que hacer, me entretenía subiendo a los
invernaderos a echar carreras sobre los plásticos. Con
amigos o solo. Para no caer, el truco es pisar cruces de alambre, nunca sobre plásticos; y saltar de
intersección en intersección. Yo siempre me quedaba el último, e imagino que
por mis problemas respiratorios. Y porque andaba un poquito gordo, la
verdad... Así que casi siempre, si no por una cosa por otra,
tropezaba y terminaba cayéndome. Un día, el médico me recomendó no
visitar demasiado los invernaderos, ni acercarme mucho a ellos. Yo le
pregunté que por qué, y él me respondió que por los venenos; podrían inflamárseme las vías respiratorias, y/o provocarme
futuros ataques. Yo nunca había oído nada parecido, así que no le
hice mucho caso. Pero a veces, y esto suele pasar con frecuencia, tan solo
hace falta que alguien te comente algo para comenzar a oírlo por todas
partes. El caso es que, no sé si por casualidad o no, al tiempo cayó en
mis manos un estudio firmado por el jefe del Servicio Provincial de
Consumo de la Junta de Andalucía en el que pude leer cosas que nunca
había oído y que hasta la fecha desconocía.
Según el informe parece
ser que en ciertas zonas de la provincia de Almería no cesaban de aumentar en forma alarmante y sin
descanso los casos de cáncer cerebral, gástrico, de próstata y de
testículos; y que 2 de cada 10 jóvenes presentaban un nivel bajo en
espermatozoides, posiblemente por su exposición prolongada a sustancias
organocloradas; que a causa de los herbicidas y fungicidas habría aumentado
en muy pocos años el número de las enfermedades mentales, y
alteraciones nerviosas, debido a un descenso de litio en la sangre; y
que, durante 1989, fueron atendidas en centros sanitarios 350 personas
de la comarca por presentar intoxicaciones a causa de aquellos venenos...
Finalmente, el informe llegaba a relacionar el índice de suicidios
con el empleo de órgano-fosforados y aseguraba que el 50% de los
fumigadores profesionales padecerían depresiones crónicas; un 38% de las mujeres
embarazadas en Campo de Dalías había sufrido uno o varios abortos; que
la tasa de suicidios en Almería llegó a alcanzar hasta el doble de la
media española; y que 17 especies de insectos, ahora denominados super-insectos, ya se habían vuelto inmunes a todos los pesticidas o plaguicidas…
Sin darle muchas vueltas, me busqué algún plástico, de archivador: metí dentro
aquel Informe y en un fichero lo guardé. Fuera escribí, con una etiqueta:
“Invernaderos”. Y lo coloqué sobre una estantería.
Con 27 años, y
ya licenciado en ‘Ciencias Teatrales’ e ‘Interpretación y Dramaturgia’, me
fui a vivir a París. Encontré una casa en el 17 de la Avenue Secretan, en
el barrio número 19; y un trabajo como asistente de conversación en el
instituto Charles le Chauve (o sea, Carlos el Calvo, el primer rey
de Francia), en Roissy-en-Brie, cerca del Eurodisney. Me había
propuesto escribir mi primera obra como autor profesional. Los textos que
había publicado hasta la fecha habían sido siempre dentro del contexto
académico, bajo convenio en la escuela de arte dramático con una
editorial, siempre escritos con el fin de que el profesor los evaluara y
terminara calificándolos así para obtener el resultado final de la nota.
Pero ese ciclo habría ya terminado, había que inaugurar uno nuevo, y
qué mejor sitio para hacerlo que París.
El único inconveniente era que no tenía ni una idea sobre qué podía escribir.
Ante la duda, hice lo
de siempre: me bajé a un bar de la calle a tomarme una cerveza y ver lo
que pasaba. Lo de la cerveza no tiene especial importancia, siempre bajo a
los bares de las calles donde vivo a tomarme una cerveza, lo curioso es
ver qué pasará. y, a veces, funciona. Yo, por si acaso, sigo confiando
en salir a la calle para buscar no sé bien qué... Resulta que en el
interior de aquella brasserie (así se llaman los bares, ‘brasseries’,
en Francia) estaba la tele puesta. Yo, por aquellos entonces, no entendería gran cosa
del idioma vecino; sí que podía parlotearlo, pero me costaba seguir las
conversaciones. Además, creo, era una de las primeras veces que veía la
televisión francesa; pues aún en casa no teníamos aparato. Por
el contrario, lo que pude distinguir con total claridad fueron las
familiares imágenes que lanzaba el televisor. Estaban echándonos en la tele un documental sobre Almería; y, más concretamente, sacaban El Ejido.
Intenté prestar atención; pero
ante mi incapacidad para entender lo que las voces en off del documental contaban tras las imágenes decidí preguntarle a
una señora que tenía al lado y que, sin despegar el ojo de la
tele, fumaba cigarrillos negros sin boquilla:
—Perdone, ¿sabe usted de qué andan
hablando?
—De invernaderos.
—¿Invernaderos?
—Sí. El laberinto de plástico está
bebiéndose los acuíferos.
—¡Acuíferos!
—Sí, son lagos subterráneos.
—¿Y han dicho dónde sería eso?
—En Almería, ¡dónde va a ser!
Puede que fuese
debido al poco tiempo que llevaba en Francia, o que era la primera vez que
me había ido a vivir a un país extranjero, pero la verdad es que
me sorprendió tanto oír la palabra de la ciudad donde nací en aquella
boca extranjera que le pregunté:
—¿Y es que usted sabe dónde se puede hallar
Almería?
—¿Yo?
La mujer sonrió y continuó
hablando:
—Dónde Almería está todo el mundo lo sabe .
Y luego, aquella
señora (que como yo, aburrida y sola, había bajado de su casa al bar de la
esquina a tomarse algo y que tenía toda la pinta de no tener otra
cosa mejor que hacer) me preguntó, muy amablemente:
—¿Quiere que le siga traduciendo lo
que dicen con el documental?
Y yo le respondí:
—Sí, por favor.
El delito medioambiental y los venenos se
mezclaban con el asunto aquel de las oleadas del racismo desatadas en
2000; cuando todo un pueblo de la provincia se tiró a las calles a
la caza del moro después de que, tras querer violar a una chica del
pueblo, un marroquí de 22 años con trastornos mentales
terminase apuñalando a la joven y causándole su muerte instantánea en el acto.
En
cuanto me contó lo del árabe, recuerdo, miré a la señora y le dije:
—Yo soy de ahí.
Ella no dijo nada; se calló y, al
rato, me contestó:
—¿En serio?
—Sí.
—¿De verdad?
—¿Por qué?
—¿Cuánto tiempo llevas en París?
—Un día.
—¿Solo uno?
—Bueno, dos. Ayer y hoy.
—¿Y a qué te dedicas?
—Soy dramaturgo. Escribo teatro.
—Dramaturgo...
—Sí.
—¿Y estás escribiendo algo
ahora?
Pude haber respondido que no, que
quizá; que puede, que pronto, que andaba pensando… Pero el caso es
que, no sé por qué, decidí mentirle y le dije:
—Sí.
—¿Y sobre qué escribes?
Yo me quedé mudo durante 2 ó 3
segundos. La verdad es que no sabía qué contarle. Así que miré
al televisor y, acto seguido, respondí:
—¡Sobre eso!
La señora miró el televisor y luego,
desconfiada, volvió a mirarme a mí:
—Qué casualidad, ¿no?
—En serio, ¿no me cree? — Le
contesté.
Y como si alguien
hubiese abierto el grifo de la ducha o la esclusa de un canal, de
repente mi cabeza se inundó, y empezó al contarle aquello que primero empezó a pasarme por la cabeza: vertederos ilegales, el hijo acondroplásico
de una amiga, mis asmas, todos los nombres de las distintas variedades
del tomate, el cáncer para mi padre, el aljibe de casa, el pitido de
oídos incesante a mi tía, las distintas modalidades para invernaderos que podían
darse según su estructura, aquellos extrañísimos dolores de cabeza en mi
madre, las malformaciones genitales de varios amigos que tan solo
tienen un testículo, un moro sin papeles que tenía mi tío para el
invernadero y que un día desapareció, el sacrificio de mi abuela, las
promesas en mi madre, el mal de ojo, mi vecina curandera, o aquella
extraña enfermedad que me diagnosticaron al nacer y que luego nunca
evolucionó. Y de repente, me acordé del dossier, aquel dossier
que titulé ‘Invernadero’ en el cual había estado almacenando todos aquellos artículos e informes sobre las
consecuencias de la agricultura intensiva fuera de temporada y… Ya está, ya
no recuerdo nada más; nada. Tanto que en momentos como éste, cuando vuelvo
a pensar en la historia de la señora de la brasserie, pienso que
nunca existió; que nunca estuvo allí, y que aquella señora no era sino yo
mismo.
Casi nunca se miente
por gusto ni por casualidad, tampoco por placer, mentimos por probar
suerte; ya que quizá en el intento terminemos descubriendo aquello
que necesitamos, que nos hacía falta, y que andábamos buscando. Cuando uno mira
hacia atrás, y ve su vida, ésta siempre parece un sueño o un cuento.
El presente es como un relámpago: una vez que desapareció su resplandor, ya,
solo puede hablarse de él. Aunque, luego, la verdad es que las cosas nunca
son como se imaginan. Y puede que tenga esto algo de cierto. O,
tal vez, puede que no. Tomates, fantasmas, venenos, inmigrantes,
curanderas, plásticos, imaginaciones, mentira, invernaderos y mucha
tierra. Lo demás fue subir a casa, buscar el dossier y empezar a escribir
lo que terminó llamándose «Dentro de la tierra»; obra por la que me concedieron el premio del
teatro ‘Calderón de la Barca’ para 2007 en primer lugar y, otro año después ya, un ‘Premio Nacional de Literatura Dramática’ 2009.
‘El milagro almeriense’, lo han llamado algunos:
‘El modelo económico’, ‘El mar de los plásticos’, ‘La huerta
de Europa’... o ‘Del cómo los almerienses pasaríamos, ante todas las miradas atónitas
de medio mundo, del montar en burro al conducir un Mercedes’... Por
lo visto, nunca fue cierto que se viera desde los espacios la 'Gran Muralla China', no. Se trataba de algún río. Ahora, los astronautas aseguran que,
desde allí arriba, los invernaderos de Almería son la
única construcción humana que puede divisarse sin ningún tipo de
problema; ya que, si los pusiéramos en fila unos detrás de otros, podríamos
llegar andando por encima de ellos y sin tocar ni una vez el suelo hasta
Bruselas.
Dicen los que han volado por encima de la Tierra que cuando se mira
desde el espacio en la Andalucía oriental, en ocasiones puede verse
un mar; otras veces un pedazo de cielo con su luz y sus pájaros, azul
y brillante, como si las nubes se hubieran pegado un batacazo contra la
tierra o como si hubiese tenido algún accidente Dios... Un enorme
espejo sobre el que se refleja el sol, un incendio de dimensiones desproporcionadas...
Se trata del cielo,
el cielo en la tierra, un cielo
plastificado: un espejismo que se estrella contra los plásticos, y allá
permanece; como una gran pantalla de cine sobre la que se
proyectara una extraña película de hombres que pueden andar, sin hundirse, sobre las
aguas; alguna película de fábrica sin chimenea que sube
brillando por los montes y que, aunque nada la ocultase, lo cierto es que persistiría escondida; como
casi todo lo que suele darse por estas tierras donde, de tan intenso, el sol
siempre acabará por cegarte y sumirte a la más profunda oscuridad: este
lugar donde los sueños y milagros terminan por convertírsenos en alguna
pesadilla.”
El texto nos resuena con ecos de otras conmociones, cual cruce inverosímil entre las Agota Kristof (del 'Claus y Lucas'...) o María Ángeles Maeso (por su 'Perro'...) mediante otra soltura expresiva que tan bien ya manejaba Ray Loriga (desde 'Lo peor de todo'...), como variopintos ejemplos precedentes; mas era encabezado con significativas citas diversas:
“Mi historial no es agradable, ni es dulce y armonioso, como las
historias inventadas. Tiene un sabor a
disparate y a confusión, a locura y sueños, como la vida de todos los
hombres que ya no quieren seguir engañándose a sí mismos.”
Hermann Hesse
“... Me gusta sumergirme en un mundo onírico que yo he construido o descubierto... [pues] elijo...”
David Lynch
“En el momento que sobre algo tengo una opinión ya casi no puedo escribir
(teatro) sobre ello [...] No se sueña sobre lo que se sabe, sino sobre lo que se desea
y/o se teme. El teatro es investigación sobre lo que no se sabe o/y no se
dice [...] Sólo se puede escribir sobre aquello acerca de lo cual
se tiene dudas.”
Marco A. de la Parra
“No me preguntéis por lo verdadero y lo falso, porque la “verdad
poética” es una expresión que cambia al mudar
su enunciado [...] La imaginación es sinónima de aptitud para
el descubrimiento [...] La imaginación
fija y da vida clara a fragmentos de la realidad invisible donde se
mueve el hombre [...] Pero la imaginación
está limitada por la realidad: lo que ni existe no puede imaginarse.”
F. Gª Lorca
“... Todo aquello que no sea literatura tampoco existe ya.
Porque, ¿dónde, las realidades, estarían? Un árbol lo es porque alguien esté
nombrándolo. Y al nombrarlo estará suscitándose la imagen que (inventada) teníamos.
Pero, si no se le nombra, el árbol no existe...”
Francisco Ayala
Y nos lo ha introducido, al alimón con quien lo escribió, su director escénico para estas representaciones: “A través de la imaginación, el artista ha tenido siempre la capacidad para descubrir hechos y realidades que, en principio, no se encontraban a la vista. O, por lo menos, a las vistas de todos. Los primeros creadores aprendieron a utilizar la ficción como herramienta para descifrar y comprender lo que les rodeaba, desentrañando el enigma. En eso se basa nuestro trabajo, en esperar al que se produzca una corazonada, esa sospecha que va irremediablemente... al llevarnos a tomar la más arriesgada y dolorosa de las decisiones: salir en búsqueda de la verdad.
Por eso, y desde que el mundo es mundo, ha supuesto el poeta siempre amenaza para los poderes; porque, sin que ninguno de ellos haya conseguido entender todavía cómo ni de qué manera, en ocasiones la poesía... es capaz de ver mucho más allá.”
Luis Luque y Paco Bezerra