Hacerse -de las necesidades- Virtud... es; y nada de más estaría el retener bien aquello del que, como ya lo explicó Aristóteles bien, "a la hora de fijarnos algún ideal puede partirse dando por sentado siempre cuanto deseemos mas en todo caso será necesario evitar las imposibilidades..."
[Cerezuela del Valle continúa regalando sus avellanas, pomelos, limas,
paraguayos, peras, kiwis, granadas, membrillos, uvas, higos, ciruelas]
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"... esperar y a tu afán poner brida (...)
Si sueñas pero
el sueño no se vuelve tu rey,
si piensas y el pensar no mengua tus ardores,
si un desastre o el triunfo no te imponen su ley
y los tratas lo mismo,
como dos impostores,
(...) si puedes mantener en la ruda pelea
alerta el pensamiento
y el músculo tirante
para emplearlo cuando en ti todo flaquea
menos la
voluntad, que te dice adelante,
(...) y si
puedes llenar el preciso minuto
en 60 segundos de un esfuerzo supremo,
tuya es la tierra con todo lo que habita en ella
y más aun, ¡serás
hombre, hijo mío!"
.
O sea, de acuerdo con la petición hecha por Niebuhr y, mucho antes, Boecio:
"...serenidad
aceptando aquello que no puedo cambiar,
más fortaleza
para sí hacerlo con cuanto deba ser cambiado
y sabiduría en ese distinguir unas cosas de las otras:
viviendo día a día;
disfrutando de cada momento;
sobrellevando las privaciones como un camino hacia la
paz..."
.
Entre las filosofías contemporáneas, nos ha valorado el profesor F. Rguez Genovés como “muy meritoria la labor que realiza Clément Rosset en aras a perseverar
por una línea del pensamiento alegre, de avanzar en el saber por esa senda de una
‘gaya ciencia’. En las estelas tras Baruch de Spinoza, y sin otra huella con Friedrich Nietzsche perder de vista, este filósofo francés dice sentirse
atraído especialmente por el término «beatitud» a fin del establecer su objetivo
principal para toda vida moral. En lo tocante a la filosofía del ámbito español,
Fernando Savater -con epílogo 'La vida sin por qué', para poner un ejemplo- dejó, por su parte, opción conceptual pro
«ética de la alegría».
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Al margen de denominaciones o etiquetas, el propósito y la dirección
marcados en las citadas perspectivas son en cualquier caso muy afines, como
tocadas por la gracia del participar en un común aire de familia; todas ellas
tendentes a reforzarles a los individuos el sentido de la humanidad, aquello que
nos hace más humanos, tal como por ejemplo sostiene G. K. Chesterton en esta encendida declaración:
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« ... El hombre está más humano, semejante a sí mismo, cuando_su estado fundamental es alegría y en cambio el
superficial_de_pena. La melancolía debería ser entreacto inocente,_algún tierno
y fugitivo rapto del ánimo; y las alabanzas_de_la vida -por contra- debieran dar
el pulso constante_de nuestras almas: el pesimismo deberá ser como_alguna tarde de
fiesta, emocional; mas alegría, tumultuosa_labor por quien alienta(n) todo(s)...»
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En lo que a mí respecta, comparto con toda decisión el espíritu de la ética
spinoziana, pero (…) porfío en privilegiar respecto vocabularios para la
ética el concepto de contento moral,
pariente de la alegría y el gozo, al cual juzgo más preciso -y, con rigor,
más ‘contenido’...- que los demás términos hermanos.
La alegría no siempre puede impedir verse afectada por presiones de la
pasión y su fuerza («...la mayor» según afirmaría Rosset), mientras el contento
evita cualquier tipo de pasión; aspira a la potencia actuante, mas no a la
fuerza. Primero, porque no se trata de algo que ‘padecer’. Segundo,
por más próximo estar a la categoría del estado de ánimo que de la del afecto:
su causa proviene, no de acción exterior, sino de nuestras disposiciones y obrar. Ni es un padecimiento, sino más bien recreación. Si decía fabricarse su oxígeno propio Wittgenstein, afirmemos que cada ser humano es
capaz para componer su propia sinfonía contenta, algo más que un himno a la
alegría.
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Contemplada como emoción placentera, la alegría puede llegar a poseernos,
incluso a dominarnos. En ese caso, estaríamos hablando de euforia o éxtasis,
categorías más próximas al entusiasmo que la placidez. G. W. Leibniz comprendió
que la alegría, en cuanto placer que experimenta el hombre al ver asegurada la
posesión de un determinado bien, no podía desprenderse de la larga sombra de la
inquietud, afecto característico de la tristeza y el dolor. Se crean así unas
condiciones determinadas que impulsarían al mismo a ir siempre más allá, un
deseo susceptible de constituirse en «combate perpetuo», que no otra cosa es la
inquietud: «Tal 'alegría' llegó hasta matar por exceso de la emoción,
y, en ese caso, algo más que inquietud había.»
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El contento moral, empero, conlleva una declaración de paz; que se revertirá
en apaciguamiento con las cosas del mundo y nunca maldice o reniega, sino que procura ganárselas para el propio bienestar, aunque no a cualquier precio.
Principalmente, se consigue merced a la paz consigo mismo: he aquí
la genuina declaración del amor propio.
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La alegría, inquieta y combativa, «la alegría loca», no puede sustraerse a
la fuerza de los extremos. Esta clase de alegría desea más y más, de forma que
hace que se proyecte a su alrededor una sospecha de cierta irresponsabilidad,
ligerezas o descuidos en la acción, y que la lengua común ha registrado
oportunamente, como ese obrar sabio del notario levantando acta por suceso
del cual existen implicados. Reparemos, en este sentido, sobre la muy aguda
precisión de conceptos a cabo llevada por Michel de Montaigne: «Las profundas alegrías tienen
más de seriedad que del júbilo; el intenso y pleno contento más de la serenidad que
de otra exaltación.»
Oímos a veces expresión radiante del «tomarse la vida con alegría», y de
inmediato comprendemos lo que comporta esto, al fin y al cabo: tomarse
a broma la vida. Igualmente se puede llegar a estar «loco de alegría», pero sólo cuando
el alma alcanza un estado que va más allá de lo contento, cuando roza su exaltación.
O, en fin, también hay quien se deja llevar por demasiadas alegrías... No es lo
mismo la actitud desenfadada, propia
del contento, que se enfrenta a la vida libre de enfado, que el impulso
jaranero y ruidoso que busca propiciar un ambiente jovial al grito de guerra:
«¡Alegría! ¡Alegría!»
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La alegría serena –esto es, el contento moral– es afecto liviano, propio de
aquel que ha aligerado su alma de un peso o fardo que le aprisionaba desde
tiempo, siendo por tal opuesto al ‘pesar’ y a ‘pesadumbres’;
nace de la plena des-preocupación que llegó a experimentarse como una liberación. Estamos alegres no por ser
libres, sino, en primera instancia, por lo que nos hemos librado de soportar.
En semejante vivir aliviado, triunfa la alegría como lo hace la ligereza, que
conlleva quitarse de encima una gran carga de ser y existir que la Fortuna a
menudo nos impone.
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(...) Sobre noción moral 'del contento' -entre las éticas antigua y moderna- hay al menos una sincera e inocente presunción según la cual hablar de tal
en la filosofía práctica, entendiéndolo desde cierta perspectiva del individualismo
metodológico y previniendo por las alteraciones con la política o para sus
interferencias en la ética pudieran interpretarse como iniciativas osadas,
percibidas probablemente incluso con recelo, por no decir desconfianza.
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A todo ello añadimos que en el presente trabajo se cuestiona el valor
moral de la simpatía, proponiendo una noción de respeto
traducido por que cada uno se ponga en
su sitio, y no en el lugar del otro (...) con la esperanza de que queden aclarados desde un principio algunos extremos del
asunto a fin de salvar malentendidos: por ejemplo, ese
espacio o lugar en liza al cual nos referimos deberá entenderse como territorio
moral privado, pero no privativo; común, mas no comunitario; discreto y
reservado, aunque de libre admisión y disfrute, pues a él están todos
invitados, todos los que quieran y entiendan que a la ética se podría entrar mejor
siendo convidado que obligado. A tal espacio de la mente y su conciencia, al ámbito moral para deliberación y acción, lo conoceremos aquí bajo el nombre
del 'continente de ética'. ¿Será eso intempestivo?
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Defender en el marco de la filosofía contemporánea un ideal moral de la
felicidad u otra vida buena basado en el cuidado de sí mismo y perfección
moral, promover una idea de su excelencia personal no repeliendo a la democracia
ni enemistándose -sino que, por el contrario, se avenga; e incluso contrate, con
ella- o finalmente arrimarse a esas provechosas enseñanzas de los clásicos Maestros cómplices aludidos (...) ¿será postura inactual?
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Con todo (...) la 'del contento' que aquí nos orienta se ha de ajustar
a nociones morales inspiradas por una intemporal ética del presente, lo cual confío en que
aclare las cosas despejando imprecisiones, pues desde antiguo sabemos que tales
filosofía del tiempo y perspectivas éticas para su acción se apoyan en tres
preceptos teórico-prácticos prioritarios, dignos de mencionarse:
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- 1) vivir lo real en su globalidad e intensidades máximas, como si cada
instante soportáramos toda la eternidad; lo cual, por darse con atemporalidad, se
acomoda en todo momento de forma necesaria entre los márgenes del presente;
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- 2) evitar esas dos rémoras que agrietan la existencia humana: nostalgia, o
apego al pasado, y esperanza con preocupación por el porvenir; junto a
sus secuelas inevitables: lamentación y desaprobación de lo que hay existiendo; y
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- 3) amar lo real sin temor, resentimientos ni dobleces, desde la inmanencia;
comprendiendo así cómo el centro de gravedad en la existencia moral del hombre
gira en torno a vida interior, el yo; sobre lo cual cada uno fija su destino: siendo el que solo es, y nunca otro, asumir cada quien su ser sin en lugar
de otro ponerse.
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(…) la perspectiva de nuestra
experiencia moral basada en mejoramiento moral y «vida buena» sufre una estricta alteración
con el advenimiento de la Modernidad -u otra ética, más «moderna»...- en esta
civilización occidental, representada significativamente por sus éticas kantiana o utilitarista; particularmente, debido a las consecuentes aparición y extensión
hegemónica del Cristianismo como su concepción del mundo.
Si bien no se
instauran genuinamente hasta el Renacimiento los conceptos de ‘yo’ e ‘individuo’,
éstos arriban a ese histórico estadio ya henchidos por espiritualidad
cristiana, para la cual sus propósitos de virtud o felicidad no residirían
junto a excelencia ninguna ni en el acto de preferentemente pensar por uno y en
sí mismo; sino en las tendencias a confiar en el otro (confiándose al Otro) el
sentido de la virtud, a fin de obtener aprobaciones morales y ganar salvación, en
lugar del perseverarse con tareas hacia perfección moral desde paradigma ético de autosuficiencia.
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Justamente había sido este sentido
el que sostenían los filósofos antiguos, en especial los estoicos; quienes
enseñaron cómo es posible salvarse por medio del esfuerzo y el perfeccionamiento
personal, sin la ayuda de Otro, aunque se lleve a cabo con otros. Bajo la
presión de principios como 'providencia', 'simpatía', 'benevolencia' y 'caridad', los
conceptos de una ética y acción moral en la modernidad cristiana se ponen al
servicio de nuevas instancias abiertas a 'la otredad'; como son, por ejemplo, el
deber o bienestar general. Ser bueno debe significar -a partir del dicho entonces-
'encomendarse, y servir, a otro', siendo éste alguien o algo distintos de
uno mismo. Las categorías de autonomía moral o virtud públicas se imponen
sobre los postulados de autosuficiencia y excelencia morales.
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Con la revolucionaria Ciencia Moderna se altera el
soporte mental e intelectual del pensamiento antiguo en momentos que inauguran
una nueva forma de pensar y concebir el mundo, lo que comporta importantes
consecuencias para su comprensión de la ética. A diferencia de otros hombres
antiguos, los modernos interpretan el universo como «espacio neutro» abierto,
sin un arriba y abajo ni contornos o señales: carente de jerarquía de valores
y, en general, de valor alguno.
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La moral, en suma, no puede fundarse
ya con la Naturaleza; de ahora en adelante, se fundamentará por Dios o/y los
otros hombres, entre quienes la relación moral se inspirará para lo sucesivo
por fórmulas de promesa y contrato: sometimiento a un pacto que -según apreciación
atinada de Rosset ('Lo real y su doble')- se inspira, como última instancia, en una «estructura de
reiteración»; donde tal otro viene a ocupar el
lugar de lo real, mientras mundo y sujeto ejercen de hecho papeles del doble.
Esa misma necesidad de buscar en «otro lugar» el sentido último... para la
existencia y fundamento del valor nos da las claves u horas que marcarán dirección
de una «ética moderna». Lo que debe contar a partir del momento es que su sentido,
valor y salvación no se sitúen por ningún «aquí» -o sea, el propio sujeto- sino
en otro lugar.
«Ponerse en lugar del otro» es erigido
como un modelo para conducta moral que compendia el nuevo sentir dominante de
la ética resultante. Según dicta el postulado 'alternante' se trata de
salir de uno mismo y abandonarse en el Otro para pretender acción virtuosamente valiosa. La moral adquiere así una tonalidad severamente
altruista en su forma, orientándose hacia el interés de los demás y al cuidar a
los otros en detrimento del interés personal o cuidadoso de sí mismo. Este
movimiento transforma notoriamente la perspectiva de intencionalidad ética,
venciéndose desde primados del sí mismo hasta fomentar el ‘sí mismo... cual otro’
y ‘... en cuanto a otros’ (Paul Ricoeur).
Las convicciones que conquistan el
mundo moderno son principalmente ya civilidades, derechos humanos, paz,
benevolencia, solidaridad, democracia, simpatía, justicia, &c; unos valores
éstos que -al no fundarse desde la Naturaleza- deben conquistarse con esfuerzos
y por un trabajo para renovación de sí mismo, mediante una rígida ascesis; a
través de unos renovados «ejercicios espirituales» que, superando el ensimismamiento,
se consagran a su alteración. Las fórmulas morales de la obligación o el deber
e imperativos -valores en buena medida «antinaturales»- avanzan con rapidez,
adueñándose de la conciencia del sujeto y estableciendo sus inevitables
corolarios: la culpa, el arrepentimiento, penas más coacciones.
* (...) Cierta tradición de los
especialistas en Antigüedades ha retratado a Marco Aurelio como
un filósofo-emperador melancólico y pesaroso, que arrastraba por la vida su condición
humana con abatido pesimismo; filósofo consternado y emperador, en fin, que
asume su tarea entre cierto malestar o aun enojo. Mas ofrece, la traza de un
hombre preocupado y meditabundo, en efecto, no del descontento. Fiel en las estoicas
enseñanzas recibidas, aprende a desprenderse desde todo sentimiento negativo,
triste o destructor, echando fuera de sí los de autocomplacencias y fatuo
engreimiento, así como tanto autocompasión cuanto rebajamientos morales. Nada
más decadente para esta cuidada sensibilidad moral que un alma rencorosa,
amargada, quejillosa.
Además, en el sabio estoico no es
fácil que crezcan estas flaquezas, pues para salvarlas fortalece su autoestima
merced al ejercicio constante que fructifica por un concepto elevado de sí
mismo, el cual le lleva a situarse más cerca de la excelsitud en los dioses que
de cotidianidades comunes entre mortales. Precisamente porque se considera un
ser privilegiado -pues participa con mayor razón que otro resto de hombres
ordinarios, aproximándose así al ideal de la Naturaleza- se percibe a sí mismo,
y aquellos que comparten esa condición, como individuo moralmente superior; esto
es, un ser que se supera en todo momento y aspira a sacar lo mejor de sí mismo,
que proyecta su vida cual camino hacia la excelencia (areté); así el sabio
estoico es, en el mejor sentido de la expresión, una persona
cabal autosuficiente y feliz…
Tras noche del rebollar, paseo por avenaloca, enebral, zarzamora y pacharanes gratis
.
Lo vital e imprescindible para
Marco Aurelio en filosofía era exhortarse a sí mismo con el fin de «calmarse», o no dejándose arrastrar por las corrientes generales, y manteniéndose firme sobre dos
principios fundamentales para la sabiduría estoica:
1) nada puede ocurrirme
contra la Naturaleza
2) ni nada debe
hacerse que intente contrariarla.
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Esas magistrales lecciones en
ética, no las dirige a sus alumnos, un cónclave, cualquier asamblea, queridos
amigos, los dioses o ningún lector desconocido: sino a sí mismo, escribe acerca
de sí mismo y para sí mismo: eis heautón...
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* Según confiesa Montaigne en el ensayo «De l'oisiveté (De la ociosidad)», el proyecto
general de su libro nace, como
la sabiduría de los antiguos, del ocio y reposo al que se aplica en su retiro
voluntario, después de haber conocido los disgustos que le comportó actividad
mundana por empleos y negocios relacionados con asuntos públicos, a lo cual se
aplicó tras heredado deber de alcurnia más personal sentido del vínculo
familiar y la lealtad, desde luego sin esperanza de sacar beneficio alguno, y entendiendo
siempre tales ocupaciones en un orden secundario entre otras prioridades de la
vida. Reacio a la pesadumbre, se nos muestra
sin embargo muy preocupado con el destino y suerte de la humanidad.
Pese a su
condición de gentilhombre y seigneur, siente una profunda piedad por
esas «pobres gentes» que soportan en mayor grado que otros los desastres de la
inacabable guerra civil fanatizando y ensangrentando Francia durante su época.
Pero aunque se preocupe por eso, no se ocupa con ellas ni sobre la causa de sus
desdichas. Nunca planeó su libro para procurar remedio a
situaciones imperiosas. Tampoco es ningún tratado político, ni manual de
«autoayuda», y nada más a su aspiración extraño que cualquier erigirse como
guía para mentes desorientadas o corazones consternados. No siente impulso de -como
hace Blaise Pascal en sus ‘Pensées’- reprochar a los hombres; o del amonestarse incluso a sí mismo, cuanto Jean-Jacques Rousseau en sus ‘Confessions’.
Montaigne
se mueve por otros estímulos y sus ‘Essais’ contienen un
inapreciable tesoro, acaso el mayor de todos los que cobijan: una moral de altura,
universalizadora, vigorizante, jubilosa y más ejemplar que modélica. Su alcance
se compendia en alguna excelente ambición que también es máxima moral, de
máximos: cada hombre, ante cualquier situación o lugar, como fin primario se
debe al cuidado de sí mismo, lo que representa no sólo el modo más sabio de
reconocer su vida buena, sino aquella mejor y más eficaz manera de auxiliar a
las causas generales de la humanidad: «Chaque
homme porte la forme entière de l'humaine condition.»
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En consecuencia, ¿ocuparse de sí
mismo, practicando el egoísmo racional humanista, sería tarea deshonrosa o vergonzante?
Para él, no hay tal contradicción. Los deberes con respecto a la sociedad
y hacia sí mismo se concilian en el momento de comprender sin reservas que conviene por
mejor servir a los otros, saber vivir uno mismo -en sí mismo y para sí
mismo- aprendiendo en cada instante a mejorarse. Cuando se pone a escribir, ya es
consciente del comenzar con un singular ejercicio de introspección o
reconocimiento, jamás concebido hasta entonces, pero también sabe que su tarea
se comprende como entrenamiento concebido para superar lo contingente de la
existencia. Desde tamaños pasos iniciales ve crecer en su alma una moral para
la superación y un esfuerzo de colosal envergadura. Sumergirse todavía hoy en
sus páginas sigue siendo una fuente del saber con alegría.
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* Finalmente, no puede haber mejor manera de poner digno colofón a
una disertación sobre las éticas del contento y vida buena que desembocar en
la filosofía spinoziana: su ética suele caracterizarse como ‘...de alegría’, en efecto. Pero tal vez
podamos -por decirlo spinozianamente- ‘perfeccionar’ aun esta descripción
para el sistema filosófico del sabio de Ámsterdam; afirmando que, sobre todo, es
una genuina ética ‘de la beatitud' -o/y 'del
contento'- debido a tres razones principales:
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-> 1) Nace o crece por la fuerza de un deseo, el conatus,
del ser esforzado con perseverar en sí mismo y perfeccionándose por sí mismo.
Este impulso sigue un orden natural y racional que otorgándole singular aire de
claridad vivaz, o vitalidad o luminosa, que no puede por menos de calificarse
como alegría. Esa fuerza creciente de su alegría, en efecto, permitiría vencer
resistencias, superar debilidades y liberarse de servidumbres; lo cual
nos distingue la vida buena -lograda, enérgica o excelente- de una existencia
servil, derrotada, medrosa y débil.
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Con este progreso vital, las almas
humanas van ascendiendo en grados del conocimiento hasta lograr acceder al
nivel superior (tercer grado, ya, o amor intelectual de Dios), transmutando pasiones
en afectos, lo que posibilita no dejarse dominar por las afecciones
debilitadoras sino seguir perfeccionándose merced a las ideas adecuadas. Ese
crecimiento moral representa genuina transitio por donde un alma humana
pasa de una perfección menor a otra mayor; y esa fuerza que inspira el
crecimiento moral, Spinoza lo llama laetitia (o alegría). Aunque si el
afecto por tal alegría se apuntare hacia una mayor perfección, ¿a qué grados de
más perfección podría Dios aspirar si ya, Él, representa la entidad real más
perfecta?
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-> 2) La beatitud informa del poseer la
perfección, de su consumarse. Pero un acceso al último nivel de conocimiento
(intuitivo, del tercer género) no supone paralización en su actividad, pues
toda potencia es de actuar, y llegados a la cumbre no se pierde potencia, sino
todo lo contrario. Dicho extremo queda explícitamente aseverado por esta proposición
40 en la Quinta Parte de su 'Ética': «Cuanta mayor perfección tiene cada cosa,
más actúa y menos padece; o, al revés, cuánto mejor actúa, es más perfecta.»
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Sucede que conservando allí su actividad,
el entendimiento ejerce una perfecta transitividad, pero ahora ya sin género alguno
de la exterioridad. La ética spinoziana no se basa en sacrificios ni
sometimiento a ninguna fe o deber. Afirma con claridad Spinoza en una última
proposición sobre su ‘Ética’ que la beatitudo (felicidad) no es premio a ninguna virtud, sino virtud misma.
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-> 3) Tal alegría, en consecuencia, puede sujetarse
a oscilación, entre grados, fluctuaciones y [de]crecimiento; o también a
excesos: verbigracia, la risa (risus) que -como la broma- «meramente
alegría es; y por tanto, buena en sí misma, con tal de no tener exceso»; lo
cual significa que puede tener exceso. Asimismo, es buena la jovialidad (hilaritas),
en cuanto alegría que se refiere al cuerpo.
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Por el contrario, la beatitud
contempla su máxima realización y contento de sí, complacida en tranquilidades
del ánimo. Pero, tal estado en plenitud no es adquirible de pronto y sin
esfuerzo, sino que se concibe como el resultado (tampoco la recompensa) por un
ejercicio moral e intelectivo al mismo tiempo: «a recta norma de vida sigue tranquilidad suma del ánimo.» Toda
esta preparación interior -del dominio, control y transformación positiva de
las pasiones externas- es dispuesto en orden a establecimiento del carácter, o
ánimo, templado y firme; por un estado positivo, de contento, que permite su
estabilidad en la calma.
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Llegados a ese punto, tal alegría
ya no es experimentada como un estado de gozo (gaudium), del placer y
cosquilleo (titillatio); ahora se ha transformado en alegría perfecta, vale
decir felicidad, salvación, beatitud, tranquilidad para los ánimos: “...acquiescentia
in se ipso, acquiescentia animi...” o contento de sí mismo.
[ Mas también, las buganvillas nos crecían solas, aun generosa mente... ]
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Ética del contento pues, a partir
de Marco Aurelio, Montaigne y Spinoza (…) aunque con su admirable relación -aparte
de todos los Maestros ya reseñados, tan bien- no estarían de más Lucrecio, Epicteto, Baltasar Gracián u Ortega y Gasset o «Alain», así como -para citar otro autor contemporáneo,
viv[acísim]o- el inicialmente comentado Clément Rosset, por ejemplo…”
.
.
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O, en definitiva, y bajo cierto punto de vista complementario: "...Algunos de cuantos van por un río nadan contracorriente, pero aun así el agua se los lleva. Otros han aprendido como meollo del asunto dirigirse flotando a favor; mas ellos, igual, son arrastrados: la única diferencia es que -mientras dichos contrarios piensan estar nadando en su sentido- quien escogió ese nadar solo aguas abajo mejor lo habría conseguido saber..."
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