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La vida es "lo que ocurre cuando estás ocupado en otra cosa", decía un popular John Lennon del pasado siglo. Hay experiencias cruciales que sólo se dan de repente, cuando algo nos asalta por sorpresa y con las defensas bajas. Sin posible preparación, esos momentos nos cogen desprevenidos, o a contrapelo de cualesquier anticiparse... Y con frecuencia los inevitables planes del día son también una pantalla de contraste para que lo anómalo resalte. Algo se precipita: es el que llamamos 'acontecimiento'. Aunque sea mínimo en magnitud, ese lapso de la revelación divide nuestro relato en dos.
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Apenas basta toda una vida para estas briznas del tiempo. El "Cambiando descansa" en Heráclito alude a un reposo interno al movimiento, una velocidad vertiginosamente lenta que demoraría tiempos acumulándolos puntualmente, como hacen las obras de Arte. La posibilidad de tal lentitud fulminante se debe a que tiempo y espacio no son tanto números cuanto formas de vida. Ni orden cuantitativo, sino devenires cualitativos; un algo cuya medición es relativa siempre a intensidades de lo que sucede. La muerte, que invisible puja en lo real, es cuanto hace los tiempos infinitamente maleables; pues nos estiran o encogen según las cercanías al enigma.
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En un suspiro cabe cada tiempo; porque sus pulpas, misterios de la muerte, ni lugar ocupan. Como el animal a quien para no ser devorados acariciar se necesita, ese pálpito mortal hará que la fidelidad al mismo nos imponga resumirlo en un santiamén. Vista desde el aura del momento, ciertamente, toda vida es un “soplo”. De hecho, la integridad se alimenta con instantes expandidos, convertidos en ley; cedemos ante corrupción cuando lo hacemos a las inercias en la cronología, al mito de complejidades. Allí donde hay carácter, por el contrario, habrá también una escena primitiva que retorne siempre. Cada creador que merece la pena lo es por una sola idea, esa única experiencia que se multiplica de modo arborescente. Quien fiel es al “ahora y aquí”, como precio, padece una “inmadurez” (¡a veces tímida!) en la que le cuesta cumplir con liturgias de los tiempos pactados.
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El tiempo se explica en todo caso por sus momentos cruciales, no lo contrario. Según afirmaba Deleuze, la historia -o su información, tecnicismos e ideología...- son sólo el conjunto de condiciones (prácticamente negativas) necesario para que pueda ocurrir algo nuevo, que "nos libera de inercias". Escalera de la cual hay que desprenderse tras momentos clave, pesadillas en donde siempre se debe despertar, las historias... Despertándonos al desierto que suma nuestras posibilidades, a invisibilidad como escenario de nuestra perpetua errancia. El ejemplo serían misteriosas indiferencias de los árboles a la historia. En las plantas, penumbras de sus raíces alimentan la perpetua mutación. Asimismo, los nómadas lo son por aferrarse sobre regiones centrales que a su continua búsqueda obligan. Y a cuestas han de llevar aquel lugar que no les cabría dentro de ninguna residencia.
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Convertir el accidente en monumento duradero es lo mismo que hacer devenir cada situación o/y seres, concediéndoles una potencia que reaparece ante todo acto. Ser fiel a lo que irrumpa exigirá su abandono cuando se fije por un cliché. La verdad es la senda de reaprender una y otra vez, como principiantes, volviendo al tiempo del enigma que juega. “Yo sólo creería en aquel dios que supiese bailar”, escribe Nietzsche. Mucho antes de él y aun que Kierkegaard, el instante siempre ha sido la morada del ser, cual sea frente a la partición mundial de los tiempos; un imperio que no se ha dejado de perfeccionar con la información, sus tecnologías numéricas y mitologías alternativas. En cierto modo es el “pequeño formato” lo que ha resultado más lesionado por este poder-surf de control 'cultural'; pues nos parecerá que no podríamos ya zafarnos, del imperativo hasta la 'conexión', para vivir a solas un secreto.
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Todo es alternativo si está tocado con un devenir enigmático; nada si falta eso lo será. Y es necesario recuperar “posibilidades por arriba de toda realidad”, una distancia inmediata más lejana que cualquier exterior turístico. Únicamente ese afuera, asumido en la médula de nuestros adentros, permite mantenernos bajo este presente sin sucumbir a la tentadora cobertura de su “complejidad”. Se trata de compartir el espectáculo social por practicar las líneas de fuga en cada una de sus franjas horarias. Quien vive la mortal singularidad en un momento, enemigos externos no tiene; debe sostener el sentido del humor, agilidades para “todo caso”... Las microfísicas del poder sólo se rebasan con otra de la existencia, una estrategia que apunte hacia sus atrasos.
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Cada momento decisivo deberemos ser como moribundos, alguien que no tiene futuro y está obligado a condensar su vida en un puño. Es más, cuanto haga memorable algún instante será que se dé tal comunión entre lo singular y universal, unas vivencias inmortales de finitud. ¿Vivir cada minuto como si ya fuera el último? [Aparentemente, tal máxima es un poco estresante o trágica... En realidad, si somos suficientemente joviales, nos cura con una calma que se posa en cada acto: es lo subversivo, y metamorfosis por aceptación.] Quizás nuestro canon ilustrado esté lejos de la sabiduría estoica; pero el Mesías vendrá, insiste Kafka, "cuando ya no sea necesario" sólo.
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Es ineludible preservar para cada ser y en toda situación las disposiciones al milagro, a un liberarnos del omnipresente coaccionar. La verdad, su revolución, sólo consistirá en vivir lo fatalista de las apariencias con otras maneras: ahí la necesidad de practicar alguna política del infinito, en acto, sosteniendo una creencia que se confunde con ateísmos o su pasión por el devenir real. Asir la fragilidad en una “mala salud” de hierro, manteniendo relación infinita con la finitud: un mar en cada ojo de pez, o anarquías coronadas. “El que posee la virtud aseméjase a un recién nacido… puesto que las cosas cuando se hacen fuertes envejecen, son apartadas del Tao” (avisó Lao Tzhu en su 'Dao de Jing', XVIII).
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Si algo hay que todavía sea común bajo la compartimentación global de cada franja horaria y sus individuos; o si existe lo que une a las culturas e ideologías, incluidas tanto religiones como revolución; es 'Theoria', esa visión que concentra toda actividad en un punto. “Mínima de magnitud, máxima por dignidad”, dijo Aristóteles. Hay más acción al pararse a pensar que con seguir corriendo en esta cinta interactiva de lo social, un entretenimiento que se nos impone para entre su ofertar diversiones inmediatas apresarnos. Pero tampoco sin perder aquello que nos permitirá el vuelo, al mismo tiempo, podríamos vivir libres de la gravedad.
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Inyectando simultáneamente miedo y confort, una flexible pared informativa nos acompaña en los encierros del Yo. Tal tiempo programado (genial, pues varía en cada punto) protegería de la existencia, del “eterno retorno”... por el abismo real. Cierto, esa caducidad incorruptible es un poco abrumadora. Sin embargo, tenemos dos manos y sendos hemisferios cerebrales. Necesitaremos que una mano “no sepa qué hace la otra”, pues: imposible soportar el volcán del instante sin protegernos por las pantallas con historia. De hecho, angustia es el tic-tac del tiempo sin relojes; o bien, su esfera pero anumérica.
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El miedo brota hoy del vértigo de tiempos en estado crudo, sin coberturas que -tras “cura por diversión”- regulaciones gregarias ejercen, indudable; necesitamos juguetes, no abandonar jamás una infancia que se alimenta de las sombras. Precisamente la comunidad del momento reconcilia inmovilidad y movimiento, las fatalidades con el juego, los abismos y superficies. Al fin, en tal vitalidad del instante “nos preparamos para el morir”, esa tarea de conquistar una vida que a las alturas de su enigma esté. Con frase de Graves, entonces la muerte ya no es nada, salvo apenas “plomo que sella un frasco repleto...”