lunes, 27 de noviembre de 2017

Supremacistas identitarismos, la 'degeneración' inmadura de Progresismo antes revolucionario

 
El bíblico Génesis narra un mito del ‘crimen original’ entre una primera pareja de -antes inocentes- hermanos, en la naciente Humanidad: “aconteció que Caín llevó al Señor una ofrenda del fruto en las tierras mas también Abel ofreció, por su lado, otro con primogénitos de su ganado así como sus grasas; y el Señor vio con agrado la ofrenda del primero pero no tanto, en cambio, las de su hermano. Entonces a ése -o sea, Caín- se le demudó el semblante por su mucha rabia, levantándose contra el otro, Abel (…) y lo mató”…
   
 
Esto sería que "los 4 jinetes del Apocalipsis (de hambruna, saqueo, guerra y muertes)" bien conocidos desde siempre irían al desencadenarse por un mismo cainismo victimista, insaciable para vindicaciones en cuanto a 'lo propio', con desconsideración reaccionaria sobre cualquier otra identidad ajena... 

Sin embargo, la Ilustración -en su Revolución francesa-  ya plasmó aquellos antídotos imperecederos por las Unidades e Indisolubilidades (de consiguientes Repúblicas)... para otra tríada benéfica universal: Libertad, Igualdad y Fraternidad; todo ello, a despechos de cuantísima superchería pretenda tocomotxarnos el Bienestar con tramposas 'panaceas' por cualesquier -dizke- "nazi_o_ná_sociá..."_listas y tal...  
  
"El 'izquierdismo', enfermedad infantil del Comunismo" (Lenin)
    
Ya sé que podrá no estilarse, ya, pero aún tiene sentidos: "Atruena la razón en marcha, es el fin de la opresión (...) El mundo va a cambiar de base: los nada de hoy todo han de ser (...) Agrupémonos todos, en la lucha final; el Género humano es la Internacional.
    
Ni en dioses, reyes ni tribunos, está el supremo salvador. Nosotros mismos realicemos aquel esfuerzo redentor (...) Soplemos la potente fragua que a un Hombre nuevo ha de forjar y... Agrupémonos todos, en la lucha final; el Género humano es la Internacional.
   
(...) Basta ya de tutela odiosa, que la IGUALDAD ley habrá de ser: 'No más deber sin derechos, y ningún derecho sin deberes'... Agrupémonos todos, en la lucha final; el Género humano es la Internacional."
  
En fin, como nos razona Fernando Savater, paciente mente: "Juan Ramón Jiménez pidió a la intelijencia (con jota, como prefería) 'el nombre exacto de las cosas'. En efecto, es malo ignorarlos o utilizar muy convencidos la voz equivocada. A veces el error es risible (como llamar 'hacer el amor' a follar) pero otras puede resultar peligroso, letal. Por triste ejemplo, creer que 'pueblo' es la mejor denominación para el cuerpo político activo en una democracia.
  
Porque dicha palabra parece exigir una homogeneidad entre los miembros del colectivo, una identidad moral y quizá étnica que los determina y a la vez excluye a quienes no deben pretender mezclarse con ellos. El pueblo es un 'nos-otros' que equivale siempre y primordialmente a un 'no-a-otros'.
    
Invocar al pueblo, conjurarlo en la 'noche de Walpurgis' del nacionalismo, proclamar su infalibilidad y a la vez su 'pureza' frecuentemente 'traicionada', es utilizarlo como un biombo tras el cual arrinconar bien tapaditos a los otros ciudadanos, cada cual dueño de la gestión de sí mismo y no obligado a parecerse por decreto a los demás.
  
Por detrás del biombo (chino, preferentemente, como las 'urnas...' catalanas), asomará de vez en cuando irreverente una testa despeinada y sudorosa de algún ciudadano: un enemigo del pueblo, quién se atrevería a dudarlo... Una solución ya la dio hace tiempo aquella Reina de Corazones, '¡Qué le corten la cabeza!', según Lewis Carroll."
   
 
Desde luego, llamar pueblo al conjunto de los ciudadanos no es pecado, como tampoco denominar 'corcel' a un caballo: son licencias poéticas, o sea, dudosa retórica. Pero resulta engañoso creer de tal 'corcel' ser más que un caballito o al pueblo más que sus ciudadanos. Ese caballo no se queja, es muy sufrido; pero en su derecho, de decir 'Oiga, ese pueblo lo será Vd.', el ciudadano puntilloso está." 
 
[Opinión, 'EL PAIS', 25/11/17]
 

martes, 21 de noviembre de 2017

LLOVER (hoy, aquí, se canta lo que perdimos)

  
Mirar al cielo ha dejado de ser cosa de agricultores.
 
Bajé esta mañana a dar un paseo y se oía el ruido de las hojas, de lo secas que caían sobre la sequedad de las cosas. Es como si hasta el aire crujiera por la falta de agua: no recordaba otros otoños como éste, las hojas tan quietas, esperando no se sabe muy bien a qué.
 
 Las fragas lucenses entre nuestros recuerdos, normal mente, sin sed...
     
Yo estoy también un poco así, esperando no se muy bien a qué, para marcharme.

La verdad es que este año, igual que está haciendo el otoño, hemos alargado un poco el verano. Pensábamos quedarnos sólo un par de semanas más y todavía no hemos vuelto.

Me he dado cuenta de que no se está tan mal en otoño. Tenía el recuerdo de aquellos años en los que se puso a llover por septiembre y cuando se acercó la Navidad seguía lloviendo. Lo recuerdo perfectamente.
  
Hueco de S. Blas, ahora: circo del Mediano bajo Matasanos, en la Cuerda Larga
  
El agua, el ruido, el cielo cubierto, la lluvia sobre el tejado, en el suelo, en el parabrisas, en las botas cuando llevaba los niños al colegio. Y no fue algo que me disgustara, ni me importase mucho.
 
Yo no sé si las personas que tienen niños ahora se dan cuenta de esto mientras sucede pero, cuando hay niños en casa da igual el tiempo que haga afuera porque se tiene el sol dentro. O al menos a mí me pasaba. Pero sí es verdad que había años en los que podría estarse lloviendo varios meses seguidos aunque la lluvia no fuera toda igual.

Quiero decir que el agua tiene algo de pianista que crea una música distinta no ya cada día, sino a cada segundo que pasa, y va cambiándonos la lluvia al golpear las cosas produciendo sonidos muy singulares; no siendo lo mismo el ruido que hace al tocar una hoja de hortensia, que es un ruido muy grueso y opaco, que el sonido de la lluvia en el charco, más musical.
 
Cuando estoy en Madrid y añoro esta casa, no lo hago pensando en los días de sol, ni siquiera en estos días en los que, como ahora, está todo el otoño en las hojas, que es una maravilla ver mi casa desde arriba, bueno, casi ni ve, entre los rojos y los ocres y los malvas de las ramas, y al fondo, un infinito verde seco que acaba en un mar que no veo porque se confunde con el cielo, o eso quiero pensar yo, al saber que está ahí mismo el océano, como el marinero que está siempre queriendo ver tierra, o el nómada el oasis en el desierto. No.
 
Inusual se nos muestra la foz de Arbayún, en este centro del Otoño tan tardío
 
Cuando añoro mi casa, lo hago entre la lluvia, que al final, quién me lo iba decir, es lo que más echo de menos.
 
Dicen que a lo mejor empieza ya, por fin, a caer pasado mañana.
 
Me va a costar mucho irme de aquí si llueve.
 
(Mónica Fernández-Aceytuno,
a 20 de noviembre del 2017)
 
 

viernes, 10 de noviembre de 2017

DENTRO DE LA TIERRA: según Paco Bezerra (sobre dramatismo, ahí hoy, extraordinario)...

    
Casi con una década de retraso, se ha estrenado -al fin, en la capital del Reino de España, como antes ya entre otras extranjeras...- un artefacto dramático celtibérico temido por concretísima potencia evocadora, para nada complaciente [Cuando uno hacia detrás mira y ve su vida, ésta siempre parece sueño; o sea, de cuento. Es el presente como un relámpago. Una vez que desaparece tal resplandor, ya solo puede hablarse”]…
  
  
Y lo mejor es la presentación del autor. Me llamo Francisco Jesús Becerra Rodríguez, aunque las cosas que escribo las firmo como Paco Bezerra. Nací en agosto del 1978, en un barrio de pescadores, en una familia de campo cristiana y muy supersticiosa. Mi barrio allí se llama El Alquián, o 'aljibe'; significa, en árabe, una especie del pozo que dentro de las casas hay: diseñado para el agua de lluvias acumularla. Como Almería es la provincia donde llueve menos de toda Europa, los árabes hicieron este truco, para el agua que caía del cielo almacenar; aunque se supone que ni se puede beber porque no está mineralizada y hay que echarle un litro de lejía por matarle las bacterias. 
   
Nada más nacer, yo, me diagnosticaron una enfermedad extraña. El médico les dijo a mis padres que mis ritmos de crecimiento estaban descompensados; y que, en un futuro, mi cabeza iba a ser más grande que mi cuerpo. Entonces mi familia se asustó mucho y mi abuela cogió una soga y, por dentro del vestido, se la ató en la cintura pegada a la piel; y así anduvo día y noche, en una especie de sacrificio o promesa, para pedirle a Dios que a cambio yo me muriera.
    
Por tal forma me libraría del rechazo al que, si no, iba a estar expuesto el resto de mi vida; y no sufriría... Pero, al fin, Dios no me mató. Y aquella extraña enfermedad nunca evolucionó. Resulta que lo que tenía era asma. Y alergia al olivo, pero la cabeza no me creció. En cambio, siempre he sido muy propenso a que me echaran mal de ojo... Y cada vez que ocurría eso, mi madre me llevaba a una vecina curandera, para que me lo quitase.
   
Esos males de ojos los echan las personas con envidia. Normalmente, tus vecinas envidiosas, que tienen hijos feos. De hecho, se sabe perfectamente quiénes son porque todas las mujeres se apartan con el carrito del niño cada vez que aparece alguna... Tienes mal de ojo porque estás bajo de ánimos, y lloras, sin justificación alguna. Cuando esto te sucede de adulto, se dice que padeces depresión o que sufres ansiedad; pero si te ocurre de bebé, entonces es que te hicieron daño en el alma. Para combatirlo, mi madre, en el carrito me ponía varias cosas: un escapulario bendecido por un sacerdote, un lazo de color rojo —el rojo desvía la mirada de la persona que va a hacerte daño, como los toros con el capote, y evita la embestida...— o alguna cruz de Caravaca.
  
Pues las cruces de Caravaca son, por lo visto, de lo más efectivo; tanto que casi todos los niños suelen llevar una colgada, como método defensivo. Si los ángeles que la custodian se parten o se ponen negros, entonces es que alguien ha intentado hacerte daño y la cruz funcionó como escudo. Eso sí, hay que enterrarla rápidamente. Nunca he sabido muy bien por qué. Imagino que porque la cruz ya no es ninguna cruz, ni los ángeles son más ángeles, murieron protegiéndote; y es por lo que hay que darles sepultura.
     
 
Mi curandera era una mujer que tenía gracia (lo cual es como poderes, pero en religioso) y me rezaba en la cabeza. Me ponía las manos en la mollera y, con un paño y un bote de alcohol, me rezaba cerca de media hora... Yo mientras, me acuerdo, veía siempre ‘Los pitufos’. No sé por qué, pero el caso es que coincidía. Sería la hora a la que me llevaba mi madre, pero siempre que su vecina me rezaba por la cabeza echaban ‘Los pitufos’ en la tele. Yo adoraba a María, hablaba mucho con ella. Mientras me rezaba me contaba un montón de cosas interesantísimas: mujeres que no podían quedarse embarazadas y ella las fertilizaba; cómo curaba la carne cortada (a causa de un golpe: la carne se te despega del hueso) sin que fuese necesaria la presencia física del enfermo; la forma increíble en la que a su hijo se lo tragó el mar; cómo detectaba y curaba el mal de ojo a través de la dureza de la coronilla…
    
Recuerdo que, al entrar, María me tocaba siempre arriba de la cabeza y mi madre le decía:
¿Qué?
   
A lo que María contestaba:
Tócasela tú.
   
Entonces, mi madre me tocaba la cabeza, volvía a mirar a María y las dos calladas quedaban. Silencio. Hasta que María se pronunciaba:
Hecha un chicle.
   
Dicho eso, mi madre se iba, dejándome a solas con María; y ésta me rezaba lo preciso, hasta endurecérmela. Al rato, mi madre volvía a por mí y María, como el que toca al portón metálico de una cochera, me pegaba en la cabeza.
—¡Toc, toc, toc!
   
Luego, mi madre repetía la operación, se aseguraba de que el trabajo estaba bien hecho, y respondía:
Dura como una piedra.
   
Las dos se miraban y se sonreían mutuamente. María nunca cobraba nada. Ni una peseta. Su hijo me contó hace poco que cree que murió por curar a tanta gente. El caso es que María ya no está con nosotros. Desapareció.
   
Cuando eres niño y nunca has salido aún desde la casa de tus padres piensas que lo que te pasa a ti es lo que, con total seguridad, ha de ocurrirle al resto de los humanos. Hasta que, un día, te das cuenta de que nada era como imaginabas. Con 19 años me mudé a vivir hasta Madrid para estudiar arte dramático en el ‘Laboratorio del Teatro William Layton’ y en la RESAD, o sea, Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid. Una vez, recuerdo, hice un comentario en la clase. Estudiábamos algo en lo que se hablaba del mal de ojo, alguna obra de Valle-Inclán, creo; un personaje lo padecía o algo así. El caso es que salió el tema y nadie sabía con exactitud de qué se trataba. Yo les informé a todos de que a mí me lo habían echado y quitado varias veces... y que, si les parecía, podría explicarles de qué iba el asunto. Toda la clase, profesor incluido, soltó una carcajada y se rieron de mí. Nunca entendí muy bien por qué. Luego me preguntaron si hablaba en serio; pero, avergonzado, no supe qué contestar.
    
Mis padres, mis vecinas… siempre han hecho promesas. Normalmente, a la Virgen. No cortarte el pelo en no sé cuántos años, subir de rodillas o descalzo una montaña, ir cada equis días a equis sitios, velar a la Virgen durante toda la noche hasta que amanece…
 
Mi madre, una vez me di cuenta, llevaba mucho tiempo vistiendo de marrón; yo no sabía si era coincidencia o qué. Entonces, le pregunté:
Mamá, ¿por qué vistes últimamente tanto de marrón?
    
Y ella me contestó:
Porque le he hecho una promesa a la Virgen.
¿Cuándo?
Hace tiempo, pero todavía no la he cumplido.
          
 
Por lo visto, un tío mío adiestrador de perros dueño de varios puti-clubs y de un invernadero se puso muy malo, y mi madre le hizo a la Virgen del Carmen una promesa. Si se ponía bien, se vestiría de marrón (esto depende del color del manto de la Virgen o el santo a quien te hayas encomendado y, en este caso, la Virgen del Carmen va siempre vestida de marrón) durante 6 meses. Yo no sabía que mi tío hubiera estado enfermo y se lo comenté a mi madre, pero ella me explicó que no podía acordarme, que era imposible; que cuando hizo la promesa mi tío era muy pequeño, y aún yo no había nacido. Entonces, le pregunté:
Si fue hace tanto tiempo, ¿cómo es que lo haces ahora?
     
Y mi madre me contestó: 
—Las promesas no hace falta realizarlas enseguida, tienes toda la vida para cumplirlas. El inconveniente es el peligro. 
—¿A qué te refieres? 
Que te ocurra algo. 
—¿Algo? 
Sí. 
—¿Como qué? 
No sé, que tengas un accidente, te quedes impedida y no puedas realizarlas. 
—¿Qué pasa entonces? 
Que hay que dejárselas encargadas a alguien. 
—¿A alguien? 
Sí, a alguien de la familia, alguien joven. A un hijo, por ejemplo. 
Ya. 
     
Silencio. Entonces, volvía a preguntarle: 
—¿Y te quedan muchas por cumplir? 
Unas cuantas — Me respondió. 
   
Silencio. 
Unas cuantas... 
    
A veces de pequeño, cuando no tenía otra cosa que hacer, me entretenía subiendo a los invernaderos a echar carreras sobre los plásticos. Con amigos o solo. Para no caer, el truco es pisar cruces de alambre, nunca sobre plásticos; y saltar de intersección en intersección. Yo siempre me quedaba el último, e imagino que por mis problemas respiratorios. Y porque andaba un poquito gordo, la verdad... Así que casi siempre, si no por una cosa por otra, tropezaba y terminaba cayéndome. Un día, el médico me recomendó no visitar demasiado los invernaderos, ni acercarme mucho a ellos. Yo le pregunté que por qué, y él me respondió que por los venenos; podrían inflamárseme las vías respiratorias, y/o provocarme futuros ataques. Yo nunca había oído nada parecido, así que no le hice mucho caso. Pero a veces, y esto suele pasar con frecuencia, tan solo hace falta que alguien te comente algo para comenzar a oírlo por todas partes. El caso es que, no sé si por casualidad o no, al tiempo cayó en mis manos un estudio firmado por el jefe del Servicio Provincial de Consumo de la Junta de Andalucía en el que pude leer cosas que nunca había oído y que hasta la fecha desconocía.
      
Según el informe parece ser que en ciertas zonas de la provincia de Almería no cesaban de aumentar en forma alarmante y sin descanso los casos de cáncer cerebral, gástrico, de próstata y de testículos; y que 2 de cada 10 jóvenes presentaban un nivel bajo en espermatozoides, posiblemente por su exposición prolongada a sustancias organocloradas; que a causa de los herbicidas y fungicidas habría aumentado en muy pocos años el número de las enfermedades mentales, y alteraciones nerviosas, debido a un descenso de litio en la sangre; y que, durante 1989, fueron atendidas en centros sanitarios 350 personas de la comarca por presentar intoxicaciones a causa de aquellos venenos... Finalmente, el informe llegaba a relacionar el índice de suicidios con el empleo de órgano-fosforados y aseguraba que el 50% de los fumigadores profesionales padecerían depresiones crónicas; un 38% de las mujeres embarazadas en Campo de Dalías había sufrido uno o varios abortos; que la tasa de suicidios en Almería llegó a alcanzar hasta el doble de la media española; y que 17 especies de insectos, ahora denominados super-insectos, ya se habían vuelto inmunes a todos los pesticidas o plaguicidas
   
Sin darle muchas vueltas, me busqué algún plástico, de archivador: metí dentro aquel Informe y en un fichero lo guardé. Fuera escribí, con una etiqueta: “Invernaderos”. Y lo coloqué sobre una estantería. 
    
Con 27 años, y ya licenciado en ‘Ciencias Teatrales’ e ‘Interpretación y Dramaturgia’, me fui a vivir a París. Encontré una casa en el 17 de la Avenue Secretan, en el barrio número 19; y un trabajo como asistente de conversación en el instituto Charles le Chauve (o sea, Carlos el Calvo, el primer rey de Francia), en Roissy-en-Brie, cerca del Eurodisney. Me había propuesto escribir mi primera obra como autor profesional. Los textos que había publicado hasta la fecha habían sido siempre dentro del contexto académico, bajo convenio en la escuela de arte dramático con una editorial, siempre escritos con el fin de que el profesor los evaluara y terminara calificándolos así para obtener el resultado final de la nota. Pero ese ciclo habría ya terminado, había que inaugurar uno nuevo, y qué mejor sitio para hacerlo que París. El único inconveniente era que no tenía ni una idea sobre qué podía escribir.
     
     
Ante la duda, hice lo de siempre: me bajé a un bar de la calle a tomarme una cerveza y ver lo que pasaba. Lo de la cerveza no tiene especial importancia, siempre bajo a los bares de las calles donde vivo a tomarme una cerveza, lo curioso es ver qué pasará. y, a veces, funciona. Yo, por si acaso, sigo confiando en salir a la calle para buscar no sé bien qué... Resulta que en el interior de aquella brasserie (así se llaman los bares, ‘brasseries’, en Francia) estaba la tele puesta. Yo, por aquellos entonces, no entendería gran cosa del idioma vecino; sí que podía parlotearlo, pero me costaba seguir las conversaciones. Además, creo, era una de las primeras veces que veía la televisión francesa; pues aún en casa no teníamos aparato. Por el contrario, lo que pude distinguir con total claridad fueron las familiares imágenes que lanzaba el televisor. Estaban echándonos en la tele un documental sobre Almería; y, más concretamente, sacaban El Ejido.
       
Intenté prestar atención; pero ante mi incapacidad para entender lo que las voces en off del documental contaban tras las imágenes decidí preguntarle a una señora que tenía al lado y que, sin despegar el ojo de la tele, fumaba cigarrillos negros sin boquilla: 
Perdone, ¿sabe usted de qué andan hablando? 
De invernaderos. 
—¿Invernaderos? 
Sí. El laberinto de plástico está bebiéndose los acuíferos. 
¡Acuíferos! 
Sí, son lagos subterráneos. 
—¿Y han dicho dónde sería eso? 
—En Almería, ¡dónde va a ser! 
    
Puede que fuese debido al poco tiempo que llevaba en Francia, o que era la primera vez que me había ido a vivir a un país extranjero, pero la verdad es que me sorprendió tanto oír la palabra de la ciudad donde nací en aquella boca extranjera que le pregunté: 
—¿Y es que usted sabe dónde se puede hallar Almería? 
—¿Yo? 
    
La mujer sonrió y continuó hablando: 
Dónde Almería está todo el mundo lo sabe . 
        
Y luego, aquella señora (que como yo, aburrida y sola, había bajado de su casa al bar de la esquina a tomarse algo y que tenía toda la pinta de no tener otra cosa mejor que hacer) me preguntó, muy amablemente: 
—¿Quiere que le siga traduciendo lo que dicen con el documental? 
   
Y yo le respondí: 
Sí, por favor. 
    
El delito medioambiental y los venenos se mezclaban con el asunto aquel de las oleadas del racismo desatadas en 2000; cuando todo un pueblo de la provincia se tiró a las calles a la caza del moro después de que, tras querer violar a una chica del pueblo, un marroquí de 22 años con trastornos mentales terminase apuñalando a la joven y causándole su muerte instantánea en el acto. 
 
   
En cuanto me contó lo del árabe, recuerdo, miré a la señora y le dije: 
—Yo soy de ahí
     
Ella no dijo nada; se calló y, al rato, me contestó: 
—¿En serio
—¿De verdad
—¿Por qué
—¿Cuánto tiempo llevas en París? 
Un día
—¿Solo uno
Bueno, dos. Ayer y hoy
—¿Y a qué te dedicas
Soy dramaturgo. Escribo teatro
Dramaturgo... 
Sí. 
—¿Y estás escribiendo algo ahora? 
    
Pude haber respondido que no, que quizá; que puede, que pronto, que andaba pensando… Pero el caso es que, no sé por qué, decidí mentirle y le dije: 
—¿Y sobre qué escribes
     
Yo me quedé mudo durante 2 ó 3 segundos. La verdad es que no sabía qué contarle. Así que miré al televisor y, acto seguido, respondí: 
—¡Sobre eso! 
    
La señora miró el televisor y luego, desconfiada, volvió a mirarme a mí: 
Qué casualidad, ¿no? 
En serio, ¿no me cree? — Le contesté.
    
Y como si alguien hubiese abierto el grifo de la ducha o la esclusa de un canal, de repente mi cabeza se inundó, y empezó al contarle aquello que primero empezó a pasarme por la cabeza: vertederos ilegales, el hijo acondroplásico de una amiga, mis asmas, todos los nombres de las distintas variedades del tomate, el cáncer para mi padre, el aljibe de casa, el pitido de oídos incesante a mi tía, las distintas modalidades para invernaderos que podían darse según su estructura, aquellos extrañísimos dolores de cabeza en mi madre, las malformaciones genitales de varios amigos que tan solo tienen un testículo, un moro sin papeles que tenía mi tío para el invernadero y que un día desapareció, el sacrificio de mi abuela, las promesas en mi madre, el mal de ojo, mi vecina curandera, o aquella extraña enfermedad que me diagnosticaron al nacer y que luego nunca evolucionó. Y de repente, me acordé del dossier, aquel dossier que titulé ‘Invernadero’ en el cual había estado almacenando todos aquellos artículos e informes sobre las consecuencias de la agricultura intensiva fuera de temporada y… Ya está, ya no recuerdo nada más; nada. Tanto que en momentos como éste, cuando vuelvo a pensar en la historia de la señora de la brasserie, pienso que nunca existió; que nunca estuvo allí, y que aquella señora no era sino yo mismo. 
    
Casi nunca se miente por gusto ni por casualidad, tampoco por placer, mentimos por probar suerte; ya que quizá en el intento terminemos descubriendo aquello que necesitamos, que nos hacía falta, y que andábamos buscando. Cuando uno mira hacia atrás, y ve su vida, ésta siempre parece un sueño o un cuento. El presente es como un relámpago: una vez que desapareció su resplandor, ya, solo puede hablarse de él. Aunque, luego, la verdad es que las cosas nunca son como se imaginan. Y puede que tenga esto algo de cierto. O, tal vez, puede que no. Tomates, fantasmas, venenos, inmigrantes, curanderas, plásticos, imaginaciones, mentira, invernaderos y mucha tierra. Lo demás fue subir a casa, buscar el dossier y empezar a escribir lo que terminó llamándose «Dentro de la tierra»; obra por la que me concedieron el premio del teatro ‘Calderón de la Barca’ para 2007 en primer lugar y, otro año después ya, un ‘Premio Nacional de Literatura Dramática’ 2009. 
   
‘El milagro almeriense’, lo han llamado algunos:El modelo económico’, ‘El mar de los plásticos’, ‘La huerta de Europa’... o ‘Del cómo los almerienses pasaríamos, ante todas las miradas atónitas de medio mundo, del montar en burro al conducir un Mercedes’... Por lo visto, nunca fue cierto que se viera desde los espacios la 'Gran Muralla China', no. Se trataba de algún río. Ahora, los astronautas aseguran que, desde allí arriba, los invernaderos de Almería son la única construcción humana que puede divisarse sin ningún tipo de problema; ya que, si los pusiéramos en fila unos detrás de otros, podríamos llegar andando por encima de ellos y sin tocar ni una vez el suelo hasta Bruselas.
   
Dicen los que han volado por encima de la Tierra que cuando se mira desde el espacio en la Andalucía oriental, en ocasiones puede verse un mar; otras veces un pedazo de cielo con su luz y sus pájaros, azul y brillante, como si las nubes se hubieran pegado un batacazo contra la tierra o como si hubiese tenido algún accidente Dios... Un enorme espejo sobre el que se refleja el sol, un incendio de dimensiones desproporcionadas...
     
Se trata del cielo, el cielo en la tierra, un cielo plastificado: un espejismo que se estrella contra los plásticos, y allá permanece; como una gran pantalla de cine sobre la que se proyectara una extraña película de hombres que pueden andar, sin hundirse, sobre las aguas; alguna película de fábrica sin chimenea que sube brillando por los montes y que, aunque nada la ocultase, lo cierto es que persistiría escondida; como casi todo lo que suele darse por estas tierras donde, de tan intenso, el sol siempre acabará por cegarte y sumirte a la más profunda oscuridad: este lugar donde los sueños y milagros terminan por convertírsenos en alguna pesadilla.” 
    
(Autobiografía de Paco Bezerra: en EL ESTADO MENTAL, 2011)
 
  
El texto nos resuena con ecos de otras conmociones, cual cruce inverosímil entre las Agota Kristof (del 'Claus y Lucas'...) o María Ángeles Maeso (por su 'Perro'...) mediante otra soltura expresiva que tan bien ya manejaba Ray Loriga (desde 'Lo peor de todo'...), como variopintos ejemplos precedentes; mas era encabezado con significativas citas diversas:
  
Mi historial no es agradable, ni es dulce y armonioso, como las historias inventadas. Tiene un sabor a disparate y a confusión, a locura y sueños, como la vida de todos los hombres que ya no quieren seguir engañándose a sí mismos. 
 Hermann Hesse
  
“... Me  gusta sumergirme en un mundo onírico que yo he construido o descubierto... [pues] elijo...
  David Lynch
  
En el momento que sobre algo tengo una opinión ya casi no puedo escribir (teatro) sobre ello [...] No se sueña sobre lo que se sabe, sino sobre lo que se desea y/o se teme. El teatro es investigación sobre lo que no se sabe o/y no se dice [...] Sólo se puede escribir sobre aquello acerca de lo cual se tiene dudas.
  Marco A. de la Parra
  
No me preguntéis por lo verdadero y lo falso, porque la “verdad poética” es una expresión que cambia al mudar su enunciado [...] La imaginación es sinónima de aptitud para el descubrimiento [...] La imaginación fija y da vida clara a fragmentos de la realidad invisible donde se mueve el hombre [...] Pero la imaginación está limitada por la realidad: lo que ni existe no puede imaginarse.
   F. Gª Lorca
  
“... Todo aquello que no sea literatura tampoco existe ya. Porque, ¿dónde, las realidades, estarían? Un árbol lo es porque alguien esté nombrándolo. Y al nombrarlo estará suscitándose la imagen que (inventada) teníamos. Pero, si no se le nombra, el árbol no existe...
   Francisco Ayala
 
Y nos lo ha introducido, al alimón con quien lo escribió, su director escénico para estas representaciones: A través de la imaginación, el artista ha tenido siempre la capacidad para descubrir hechos y realidades que, en principio, no se encontraban a la vista. O, por lo menos, a las vistas de todos. Los primeros creadores aprendieron a utilizar la ficción como herramienta para descifrar y comprender lo que les rodeaba, desentrañando el enigma. En eso se basa nuestro trabajo, en esperar al que se produzca una corazonada, esa sospecha que va irremediablemente... al llevarnos a tomar la más arriesgada y dolorosa de las decisiones: salir en búsqueda de la verdad.
 
Por eso, y desde que el mundo es mundo, ha supuesto el poeta siempre amenaza para los poderes; porque, sin que ninguno de ellos haya conseguido entender todavía cómo ni de qué manera, en ocasiones la poesía... es capaz de ver mucho más allá.
 Luis Luque y Paco Bezerra