lunes, 2 de marzo de 2015

Recordando a Giner de los Ríos, hoy, aún: el maestro en la educación interior, Sócrates...

 
Francisco Giner de los Ríos y sus amigos, los krausistas, triunfaron con la Revolución del 1868: fueron base ideológica de una monarquía democrática y luego para nuestra República Española, que llegó a presidir su correligionario -después dimitido- Nicolás Salmerón...
 
 
Giner fue un intelectual y hombre con inclinación a firmes acciones, pero que se opuso al participar en el entramado político de los partidos. “No sirvo para eso”, respondía cuando le sugerían que se presentase a senador o diputado. “(...) En esta división e irreconciliable enemiga de los opuestos bandos, todos igualmente aferrados a un intolerante dogmatismo, que siente aquel peligro mortal del verse ante la conciencia emplazado pidiéndole a la fé ciegas adhesiones que puedan hacerle prolongar sus días, la unidad ética, la virtud interior, la sosegada armonía que falta a la vida social, es reemplazada por la fuerza material y externa”.
 
Por otra parte, según nos recitó Ana P. Santaella, "(...) don Miguel de Unamuno, 'el Sócrates español' lo llamaba: “Pronto, un próximo 18 de abril, se cumplirán años desde que se nos fue para siempre (falleció en 1915) de nuestra y su España, en este mundo. ¡Pero no se nos fue del todo, no! Aún aquí, a los que le conocimos, nos queda; es decir, a los que le quisimos; y aún le llevamos dentro...
 
Era un estupendo orador, y se pasó la vida queriendo ahogar en sí esa noble facultad de la oratoria (...) Yo creo que don Paco, así se le llamaba cariñosa y familiarmente, comprendió que la obra más auto educadora de un hombre era la de luchar contra su propia profesión, la de impedir, mientras uno la ejerce honrada y hasta amorosamente, que le profesionalice, la de hacer que el hombre, el hombre entero, no se deje dominar del funcionario. Por eso él, catedrático, propendió al maestro hacerse; y para poder serlo, a volverse aprendiz, el eterno discípulo.”
   
Giner aunque fue republicano, consideraba que no estaba preparada ni dispuesta España para recibir a la República; y que la misma podía terminar en un intento de caudillaje (Fernando Arcas Cubero): “Cierto: la sociedad padece hoy gravísima dolencia. No son las aprensiones livianas de unos cuantos espíritus exaltados, sino sus propios y verdaderos dolores lo que causa su angustioso malestar. Presa de voluntad arbitraria que pone su mandato sobre los de la razón, la consiguiente lucha de todos los elementos de la vida, creencias, principios, clases, instituciones, intereses, mantiene una radical hostilidad entre los hombres, pagados cada cual de su persona o en definitiva sobre todo consumidos por la pasión egoísta y desenfrenada de su propio triunfo, o, cuando más, del triunfo de su idea, que ama, no a título de verdadera, sino de propia”.
    
Tanto él como Cossío, eran personas que se situaban fuera de los partidismos políticos o religiosos. Manuel Bartolomé Cossío, riojano, fue pedagogo e historiador del arte. Como ahijado, alumno predilecto y compañero inseparable fue, a su vez, un bastión incuestionable dentro de la Institución Libre de Enseñanza (ILE). Primero se integró en la Institución como profesor auxiliar y más tarde, como maestro de primaria. En 1883 ganó por oposición, la dirección del Museo Pedagógico de Primera Enseñanza, después llamado Museo Pedagógico Nacional, a esta institución se debe la creación de Bibliotecas escolares y material escolar circulante, y las colonias de vacaciones, entre otros logros. 
  
En 1905, pronunció en Bilbao una importante conferencia sobre “El maestro, la escuela y el material de enseñanza” la cual sentaría las bases para una considerable renovación educativa en España (...) Ambos vieron colmados un sueño largamente acariciado: la puesta en marcha de las Misiones Pedagógicas.
  
Entre los logros y reformas más señeros cabe destacar: la igualdad económica para maestros y maestras adelantándose al resto de Europa, el intento de llevar a los presupuestos del Estado, las consignaciones de la enseñanza primaria y la creación de un Ministerio de Instrucción Pública, además de las Colonias en las que tantos niñ@s disfrutaron..."
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Y más: como se nos rememora estos días otro profesor, Francisco J. Laporta, "(...) en su pequeña escuela, desde la calle del Obelisco, una Institución Libre de Enseñanza -fundada el 1876- había tomado sobre sí aquella tarea del enseñarles a los españoles cómo ser dueños de sí mismos. Para eso tuvo que luchar denodadamente contra resistencia tan sorda como rencorosa de las viejas rutinas hispanas; haciéndolo durante toda la vida, con un sentido profundo de su deber civil así como una resolución inquebrantable, y con gran respeto por todos...
 
    
“Es muy difícil acostumbrarse a carecer del calor de aquella llama viva”. Así escribía José Castillejo, alma de la Junta para Ampliación de Estudios, el 20 de febrero de 1915 tras haber acompañado al cementerio civil de Madrid los restos de don Francisco Giner de los Ríos en un sudario blanco y rodeados de romero, cantueso y mejorana del Pardo, sus pequeñas amigas del monte. Una consternación profunda se apoderó de todos. De los de siempre (Azcárate, Cossio, Rubio, Jiménez Frau), pero también de los grandes del 98, como Azorín, Unamuno o Machado, y de los jóvenes europeístas del 14, como Ortega, Azaña o Fernando de los Ríos. Unas violetas de Emilia Pardo Bazán, y quizás unas flores traídas por Juan Ramón acompañaban también, junto al pesar de los poetas nuevos, a la sencilla comitiva.
   
Todos quedaron como suspendidos en una honda sensación de orfandad. Por esperada que fuera, esa muerte dejó a la cultura española sin aliento, sin calor, sin luz. Aquel hombre incomparable había sido su más importante referencia moral durante medio siglo. Y la más decisiva incitación educativa de la España contemporánea. Con un sereno gesto histórico, con pasión pero con paciencia, sin ceremonias ni grandilocuencias vacías, que tanto despreciaba, había dicho suavemente a todos los maestros hambrientos y desasistidos en España su gran verdad: el oficio del educar era la más importante de todas las empresas nacionales. Una lección que aún sigue repitiéndonos desde entonces y deberemos aprender de nuevo una u otra vez.
   
Había nacido en Ronda el año 1839 y recaló por Madrid para cursar sus estudios del doctorado durante la década de los 1860... Allí encontró a sus maestros Julián Sanz del Río y Fernando de Castro, a cuyo lado reposa todavía hoy. La filosofía krausista que habían introducido éstos en la Universidad española fue aquel prisma por el que miró las realidades españolas. Aprendió en ella una religiosa tolerancia, culto a la razón y ciencias, integridad moral y liberalismo genuino político, no exterior o meramente postizo.
 
Pero con esos pertrechos no encajaba en la Universidad de la época, vigilado hasta las asfixias por el dogmatismo intransigente de los católicos. Esa manía tan nuestra del exigirles juramentos a los profesores, sobre aquella o esta Constitución, le llevó dos veces a ser expulsado de su cátedra. Simplemente, pensaba no deber hacerlo y no estuvo dispuesto al hacer componendas con su propia conciencia. Por su no ceder, puso en pie para España junto a sus maestros la primera piedra de unas 'libertades de cátedra' que luego tardamos 100 años más en poder disfrutar.
   
Giner experimentó una profunda decepción ante la conducta política de la juventud liberal durante el sexenio revolucionario (1868-1873). Sus palabras, que también nos hieren hoy, son el mejor comentario: “¿Qué hicieron los hombres nuevos? ¿Qué ha hecho la juventud? ¡Qué ha hecho! Respondan por nosotros el desencanto del espíritu público, el indiferente apartamiento de todas las clases, la sorda desesperación de todos los oprimidos, la hostilidad creciente de todos los instintos generosos. Ha estado afirmando principios desde lo que legislaó y viola esos principios en la práctica; ha proclamado libertad y ejercido tiranía; ha consignado la igualdad y erigido en ley universal el privilegio; ha pedido lealtad y vive del perjurio; abominaba de todas las vetustas iniquidades y sólo se alimenta en ellas”.
  
Desalentado, expulsado de nuevo de la Universidad por negarse a jurar nada ni aceptar textos oficiales, se perfila en su ánimo la convicción de que sólo la educación “interior” de los pueblos (como él la llama) es eficaz para promover las reformas y los cambios que la sociedad necesita, aunque nunca parece querer (...) Oigámosle otra vez algunos años después, tras el desastre del 98: “En los días críticos en que se acentúan el tedio, la vergüenza, el remordimiento con esta vida actual de las clases directoras, es más cómodo para muchos pedir alborotados con gritos -‘una revolución’, ‘un gobierno’, ‘un hombre’, cualquier cosa...- que dar en voz baja el alma entera para contribuir a crear lo único que nos hace falta: un pueblo adulto”.
  
Por eso, con la Institución Libre de Enseñanza se vino a saber entre nosotros que la implantación memorística de textos y letanías no era educar, sino a lo sumo instruir, y de mala manera. Que para el aprender era necesario pensar ante las cosas mismas, activamente, intentando descifrar su disposición y razón de ser. Se supo también que la integridad moral no tenía nada que ver con reglamentos externos, o premios y castigos; era más bien una suerte de señorío sobre sí mismo que surgía desde convicciones profundas.
   
Que la catequesis religiosa debería desaparecer de la escuela, pues no hacía sino adelantar las diferencias que dividen a los seres humanos, ignorando la raíz común de humanidad que los une a todos (...) O que las niñas (y estábamos en 1876, no se olvide) debieren educarse no sólo como los niños, sino con los niños, pues el establecer una división artificial en la escuela no sólo es discriminación errónea, sino solemnísima estupidez. Y tantas otras cosas.
   
Para Giner de los Ríos debía transmitirse con educación la idea del que nuestra propia vida precisa ser vista como una obra de arte, como la realización libre y capaz de las ideas que cada cual se forja en el espíritu, la plasmación -desde algún proyecto- personal. En eso consistiría ser dueños de unos mismos..."
  
   

1 comentario:

  1. En 1876 se produce la llamada “cuestión universitaria”: el ministro Orovio envía una circular a los rectores universitarios para que vigilen que en las aulas no se enseñe «nada contrario al dogma católico ni a la sana moral… ni se explique nada que ataque, directa o indirectamente, a la monarquía constitucional ni al régimen político…». Brillantes profesores (Castelar, Azcárate, Salmerón, Cossío, Joaquín Costa…) abandonan sus cátedras como protesta, y Giner de los Ríos declara que sólo someterá la enseñanza al criterio de su conciencia.

    Giner, Azcárate y Salmerón deciden entonces fundar una escuela privada para todos los niveles de la educación, incluso universitaria. Surge así la Institución Libre de Enseñanza en 1876, de la que Giner será su mayor impulsor. Cuando en 1881 ganan elecciones los liberales, con Sagasta como Jefe de Gobierno, se acepta la libertad de cátedra y los profesores destituidos vuelven a sus puestos. La ILE deja de impartir enseñanza universitaria, considerando que ya puede llevarse a cabo desde instancias oficiales, y se centran en la primaria y secundaria.

    Sus ideas pedagógicas parten de experiencias alemanas y británicas (como las del método intuitivo Pestalozzi y Fröebel), que van ampliando y modificando… Giner defiende la coeducación como principio esencial del método escolar, tanto para formar el carácter de la juventud como para acabar con «la actual inferioridad positiva de la mujer, que no empezará a desaparecer hasta que aquélla se eduque, en cuanto a la cultura general, no sólo como, sino con el hombre».

    El laicismo es otro de sus principios irrenunciables, chocando abiertamente con la escuela obligatoriamente católica de la época, y así, en el artículo 15 de sus Estatutos, se dice: «Esta Institución es completamente ajena a todo espíritu e interés de comunión religiosa, escuela filosófica o partido político, proclamando únicamente el principio de la libertad e inviolabilidad de la Ciencia y de la consiguiente independencia de su indagación y exposición respecto de cualquiera otra autoridad que no sea la de la conciencia».

    La enseñanza nunca será memorística y no se confía ni en los exámenes ni en los libros de texto, sino en la autonomía del estudiante y el estudio directo de la realidad. La función del maestro ha de ser la de estimular al alumno, despertando su curiosidad y fomentando su capacidad de razonamiento. Su relación con los discípulos no debe ser autoritaria, sino activa y de aprendizaje mutuo.

    Eran frecuentes las clases al aire libre, visitas a fábricas o al Museo del Prado, y las excursiones para aprender en contacto con la naturaleza, con el trabajo o con las obras de arte: fue memorable el viaje de 1883 a Lisboa, recorriendo antes la sierra de Guadarrama, parte de la costa Cántabra, Asturias y León, Picos de Europa y La Coruña. También hubo viajes a Francia, Inglaterra y Países Bajos.

    La labor de Giner, seguida por el pedagogo M. B. Cossío, junto a otros institucionistas, continuó creando diversos organismos oficiales que buscaban desarrollo científico y artístico capaz de incorporar cultura española a la europea: centros como el Museo Pedagógico, la Junta para Ampliación de Estudios, el Instituto Nacional de Ciencias Físico-Naturales y, finalmente, la Residencia de Estudiantes, fundada en 1910, que se convirtió en una rica experiencia de intercambio cultural y por donde pasaron a impartir cursos o conferencias figuras de talla como Albert Einstein, Paul Valéry, Marie Curie, Igor Stravinsky, John M. Keynes, Alexander Calder, Walter Gropius, Henri Bergson y Le Corbusier.

    Antonio Machado, ingresó a la ILE con 8 años en septiembre de 1883 junto 2 hermanos: “… Oh, sí, llevad, amigos, / su cuerpo a la montaña, / a los azules montes / del ancho Guadarrama. / Allí hay barrancos hondos / de pinos verdes donde el viento canta. / Su corazón repose / bajo una encina casta, / en tierra de tomillos, donde juegan / mariposas doradas… / Allí el maestro un día / soñaba un nuevo florecer de España.”

    Paloma Uría (en ‘Página abierta’ 237)

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