lunes, 6 de septiembre de 2010

FiloSofía sobre nuestra tarea. 'Mira por dónde': cigarrables, hoy, gracias a mayores hormigones

["MÁS CONTRAT(AD)OS PERO... -SOLO- POR... MENOS... HORAS Y SUELDO" era simple mas exacto titular por gente del Trabajo mayoritario, currantes, encontrado el último miércoles en uno de esos diarios dizque 'gratuitos' que -como sus "alpistes pa los pollos"...- propagandísticas cadenas para publicidad masiva nos echan a las entradas del Metro cada mañana...]
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Aunque cualquiera sabe ya lo absurdo -y criminal- del matarse trabajando sin llegar a conseguir sostener una forma de vida digna, la clericalla sobre 'lo políticamente correcto' que monopoliza todos los poderes -tanto empresariales como sindicalistas...- insisten con hiperbizantinísimas polémicas estupefacientes usando sus interminables truculencias mediante "indicadores" coyunturales respecto a las [macro]cifras de Actividades, Ocupaciones, Empleos, Contratación, Paro... cada vez sin embargo más ajenas de la, hoy aquí laboral, [micro]Renta básica precisada en definitiva.

Somos hijos reconocidos de quienes, para que llegásemos con la mejor forma posible hasta este hoy aquí, se nos fueron dejando la piel por animosa entrega de sus mayores energía e ilusiones destiladas [hacia enseñanza del preciso bagage que Miguel Hernández recordó...] en sudores de frente -o por los cuatro costados, aun- siempre forzosos a nuestro real hormiguero contra el otro más deseado y artístico cigarrear.

"... Los que no habéis sudado jamás, los que andáis yertos / en el odio sin brazos y música, ni pasos, / no usaréis la corona de los poros abiertos / o el poder de los toros. / / Viviréis maloliendo, moriréis apagados: / la encendida hermosura reside en los talones / de los cuerpos que mueven sus miembros trabajados / como constelaciones. / / Entregad al trabajo, / compañeros, las frentes: / que el sudor, con su espada de sabrosos cristales, / con sus lentos diluvios, os hará transparentes, / venturosos, iguales."

Por eso tenemos tan claro cuanto -precisa mente...- de sus muy abnegados ejemplos habríamos podido sacar: ¡Vivir, cada cual sea- mejor que posea-... para que podamos así Ganar Más...; y No trabajar demasiado...! La cosa está ya bien clarita, ¿no?

Ahora leemos al respecto Mira por dónde (autobiografía razonada) -del veterano Fernando [Fdez.-]Savater, claro líder de magistrales excelencias entre primeras condiscipuleces pre universitarias:
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En el comienzo estuvo siempre mi firme propósito de no trabajar. No puedo por menos de frecuentemente reirme cuando admiradores desinformados —valga el pleonasmo— encomian mi capacidad de trabajo y comentan: «¡No sé de dónde sacas tiempo para trabajar tanto!». ¿Cómo aclararles que nunca —bueno, casi nunca, poquísimas veces tristemente inolvidables— he aceptado trabajar y siempre he considerado tal sumisión a la condena de Adán —«amasarás el pan con el sudor de tu frente», menuda guarrada— un indecente fracaso? ¿Cómo precisar que en efecto soy un buen administrador de mi tiempo, concienzudo y nada caprichoso, pero solamente en nombre del difícil arte de evitar el trabajo y no por la pasión de ejercerlo?
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Como en tantas otras ocasiones, se trata de un malentendido fundamentalmente terminológico, aunque con implicaciones conceptuales y hasta morales. La doctrina vulgar —difundida maliciosamente por los propagandistas de la inevitabilidad del trabajo— establece que cualquier «actividad» productiva es trabajo, sobre todo si por medio de ella se consigue una remuneración y el imprescindible sustento para cubrir las necesidades de la vida. Mi punto de vista (y me atrevo a creer que el de toda persona con auténtica vocación de libertad y escasa afición a la servidumbre, en la traza de aquel espíritu rebelde que le escupió en la cara su '¡non serviam!' al mismísimo Trabajoso Hacedor) consiste en distinguir entre la actividad que «hace cosas» y el desempeño propiamente laboral. La diferencia no estriba en cobrar o no cobrar por lo que se hace, sino en hacer cosas para cobrar y hacer cosas cobrando pero que uno haría también sin remuneración, en ocasiones hasta pagando por el privilegio de llevarlas a cabo. El trabajo es una obligación, hija de la necesidad, mientras que la actividad es el ejercicio alegre del deseo. Desde luego no soy indolente, ni apático... pero tampoco trabajador.
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El problema fundamental de las personas con tantas ocupaciones y proyectos que no tenemos tiempo para trabajar es cómo ganarnos la vida. Salvo una fabulosa herencia o la lotería (el asalto a bancos y la estafa a viudas son por supuesto trabajos como los demás), el único medio es lograr escenificar el trabajo sin practicarlo de veras, o sea lograr que nos paguen por hacer —como si nos costase gran esfuerzo— aquello que haríamos encantados también si no nos pagasen. Se requieren grandes dotes dramáticas, facilidad por ejemplo para rechazar la invitación a un cóctel o a un estreno (que nos seducen tan escasamente como los encantos de la guillotina a María Antonieta) murmurando en tono abrumado: «No puedo ir, tengo mucho trabajo». Sobre todo hay que saber fulminar con una mirada cargada de dolorido desdén al incauto que nos propone la charla que nos encantaría dar o el artículo que rabiamos por escribir pero omite el tema de los honorarios pretextando: «A ti eso no te cuesta nada». ¡Claro que no me cuesta nada! Pero si cedo aquí, haciendo lo que me gusta gratis, terminaré teniendo que cobrar por hacer lo que no me gusta. Y no es plan, francamente. De modo que hay que aprender a fingir que se trabaja mientras se goza, para poder seguir activamente gozando sin trabajar... y sin pasar privaciones, que —digan lo que quieran los ascetas— nunca mejoran a nadie.
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Quien es activo pero rebelde al trabajo debe tener tino para seleccionar entre sus juegos favoritos aquel o aquellos que prometen rentabilidad. En este campo, algunos somos desdichadamente bastante limitados: ¡bienaventurados los superdotados para la holganza creadora, como Pavarotti o Picasso! Tras descartar la lectura, la siesta y la afición a las carreras de caballos, pronto me convencí de que a mí sólo me quedaban dos recursos, placenteros pero inciertamente remunerados: hablar y escribir. Inevitablemente, a ellos debía atenerme para conseguir una suficiente prosperidad y lograrla ha sido el único triunfo notable de mi vida, cuyo definitivo refrendo probablemente es la benevolente paciencia con la que el lector ocasional atienda a estas páginas. Ninguna otra hazaña voy a comentarle de aquí en adelante, ni siquiera fechorías más famosas: sólo mi rumia por fin desprejuiciada de un puñado de anécdotas o de querencias. Y por encima de todo, mi único éxito, mi gran triunfo: a diferencia de ti que me lees, yo he logrado arreglármelas bastante bien sin trabajar (o casi). No me guardes rencor y sobre todo no pretendas imitarme si no estás seguro de tus fuerzas o de tu desparpajo...
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A mí, precisamente, el ejemplo a contrario de lo que no debía hacer en la vida me lo ofreció una de las personas a las que más he querido, mi padre. Así, rechazando su ejemplo en lugar de seguirlo, también se aprende de quienes amamos... y precisamente así demostramos nuestro amor. Porque amamos la nobleza de lo que no pudieron ser tanto como apreciamos la hermosa dignidad de lo que fueron. Mi padre era notario y vivió rodeado de escrituras y papeles legales que detestaba para sacar adelante a su familia, sacrificando su vocación literaria, incluso poética. Luego hablaré de él. Baste decir ahora que yo le vi durante muchos años abrumado de jaquecas y preso de los aranceles —aunque alegre y animoso—, tirando con rabia diariamente a la papelera los insoportables legajos que luego buscaba por la noche vaciándola sobre la mesa del comedor, porque iba a necesitarlos al día siguiente... y él había aceptado la responsabilidad de pensar siempre en el día siguiente. De pequeños, a mis hermanos y a mí nos gustaba jugar en la oficina de papá, prolongación institucional del hogar, territorio familiar y a la vez intimidatorio, ajeno, público. Esperábamos a que los últimos clientes se hubieran marchado y cuando ya sólo quedaba alguno de los oficiales —todos bonachones y amigos, como «de casa»— practicábamos el escondite bajo las mesas de madera olorosa manchadas de tinta (los muebles metálicos llegaron mucho después) y entre los enormes tomos encuadernados en pergamino amarillo del protocolo, que ahora recuerdo como libros de horas o grimorios medievales. Ese reino encantado de los adultos, maravilloso porque resultaba incomprensible y también porque era el dominio indisputado de mi padre, me resultaba especialmente emocionante como palestra de juegos pero nunca atractivo como futuro destino. Y mi padre nunca hizo nada para tentarme a conquistarlo: «Un día todo esto que ves aquí será tuyo...». No, él sólo se resignaba a los papeles tras haberse enfadado con ellos, nos recomendaba a los traviesos que no tirásemos nada de las mesas y se tomaba un optalidón para su maldita, su eterna jaqueca.
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Cuando fui algo mayor puse letra al basso ostinato de mi rechazo laboral. Sin palabras, mi padre me había dado a entender que trabajar en lo que no gusta (es decir, trabajar cuando a uno lo que le gustan son actividades no oficialmente consideradas «trabajos») es cosa quizá circunstancialmente obligada pero desde luego poco deseable: a evitar en cuanto sea posible. Y yo me prometí enseguida que quizá me emplease a ratos, por razones crematísticas, pero que nunca, nunca sería definitiva e inequívocamente «un empleado». A veces me presto, pero nunca me doy, decía a este respecto Montaigne. Y muchos años después leí este párrafo en una carta de Flaubert a Louise Collet, que me llegó al alma: «Sigo sin comprender cómo se puede existir siendo notario, cómo puede uno ser empleado de un despacho, cómo alguien puede levantarse antes de las diez y acostarse antes de medianoche y me cuestiono seriamente que haya seres en la tierra que se dediquen a algo que no sea alinear frases y buscar adjetivos». Salvo lo de levantarme a las diez, porque siempre he sido madrugador, el resto corresponde perfectamente a mi forma de pensar, de sentir y de vivir. Es curioso, pero no recuerdo haber dudado nunca de mi vocación literaria, entendida no como llamada a expresar algo sublime o inédito sino como capacidad de arreglármelas para vivir leyendo y escribiendo, pero sin trabajar. Incluso en los momentos juveniles menos promisorios, sin reconocimiento aún porque nada había hecho digno de ser reconocido, bajo una dictadura gazmoña enemiga de la palabra libre, expulsado de la universidad, siempre supe que con una máquina de escribir y papel podría ganarme mejor o peor la vida.

No estaba seguro de la calidad de lo que produjese —ni lo estoy ahora— pero nunca dudé que podría seducir... sin verme obligado a pegar sellos y rubricar escrituras o cosa parecida. Y, si no algo más elevado, eso al menos lo he conseguido (por favor, que nadie espere cosas «elevadas» de mí, soy alérgico a las alturas encomiásticas). El niño, el adolescente, se salió con la suya. Como triunfo, me basta. Ahora, envejecido, me miro al espejo y descubro en mis rasgos ramalazos de semejanza con los de mi padre, al que siempre conocí muy mayor. Me enternecen y me perturban más de lo que podría expresar con palabras. Gracias en buena medida a que él no fue como yo, a que renunció a escribir y se empeñó en trabajar, a que fue responsable y no meramente respondón como yo soy, he tenido un punto de partida suficientemente cómodo para burlar la maldición laboral y ahora, impunemente, pavonearme ante ustedes. Pero en cualquier caso me enorgullece haberme librado de la maldición de las jaquecas y en silencio, como un ramillete de flores imposibles, le ofrezco esa revancha. Mi modesta rebeldía hedonista es la victoria de su causa.
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No trabajar significa cultivar la fidelidad a aquello que causa placer... y lograr rentabilizarlo. Hay que degradarlo a ratos un poco, claro, pero ese pequeño sacrificio pragmático se compensa con la satisfacción que produce recordar que estamos obteniendo el rescate económico habitualmente pagado por el tiempo en que estamos secuestrados por algún capataz sin que nadie de veras nos haya raptado del goce. En mi caso, el goce esencial es leer. ¡Ah, si leer estuviese convenientemente retribuido! ¡Si algún Estado realmente filántropo pagase por página leída y automáticamente la cuenta bancaria se engrosara tras cada novela policíaca o cada tratado de metafísica que concluimos! Yo sería hoy mucho más rico y creo que habría vivido desde la niñez más contento: probablemente nunca me habría molestado en hacer otra cosa. Pero como sólo por leer no pagan, me tuve que resignar a escribir: una actividad no precisamente desagradable, pero desde luego incomparable con la suprema libertad absorta de la lectura. A la escritura pragmática me he sometido siempre de modo nada caprichoso: soy uno de los muy disciplinados cuando se trata de evitar hacer lo que no apetece y nunca escribo cien páginas si me han pedido dos ni compongo sonetos mallarmeanos en lugar de artículos inteligibles. Me privo fácilmente del placer costoso de dar síntomas constantes de genialidad. Claro que, como suelen recordarse unos a otros los periodistas cuando por la redacción cunde el descontento ante alguna de las inconveniencias de su profesión, «¡peor sería tener que trabajar honradamente!».
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Periodístico es, en efecto, la mayor parte de lo que he escrito, desde que me inicié en las redacciones y revistillas colegiales. Abiertamente periodístico o disimuladamente periodístico, disfrazado por algún ropaje académico si la ocasión lo requería. Y como tal irrevocablemente transitorio, pegado a la urgencia del día, de ligereza necesaria puesto que inútil es hacerse gravoso cuando estás a punto de ser barrido por el mañana. Muy bien lo estableció Charles Péguy: «No hay nada más viejo que el periódico de ayer y Homero siempre es joven...». Quizá si yo hubiera sido más concienzudo, más «trabajador» como suele decirse, habría logrado fabricar algo menos perecedero. Sinceramente opino que cualidades para ello no me faltan. Quizá en el terreno de la filosofía, por ejemplo... Pero la verdad es que precisamente en filosofía todo lo grandioso y alambicado me repele un tanto; especialmente cuando aspira sin ironía a «cimentar», a «fundamentar», a encontrar la clave que lo explica todo. La vocación de sistema no sólo me parece un fraude, como alguien con mayor autoridad que yo dijo, sino una auténtica ridiculez. Se la perdono a los griegos —que a ratos fueron sistemáticos sin creérselo por completo, espontáneamente, como los niños juegan a ser arquitectos con trocitos coloreados de madera— y también a Spinoza, incluso a Schopenhauer... pero ya a nadie más. Que alguien hoy aspire a construir un sistema filosófico me parece tan pretencioso como el sapo empeñado en hincharse e hincharse hasta alcanzar el tamaño del buey. A ese sapo ninguna bella dama le convertirá en príncipe con un beso oportuno: reventará miserablemente. ¡Cómo va a descubrir cuál es la clave o el sentido del mundo alguien tan bobo como para creerse que lo ha descubierto, que puede descubrirlo!
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Incluso los filósofos auténticos, los mejores, me impresionan a veces desagradablemente por su fatuidad. No todos ellos son simpáticamente vanidosos, como Schopenhauer, en plan cascarrabias o sarcástico y alucinadamente vanidosos como Nietzsche, a quien casi nadie hacía caso y que en su soledad padecía una suerte de hiperestesia ante lo real. No digamos pues lo insoportables que resultan algunos mediocres, epígonos de epígonos, que no pierden ocasión de ser risiblemente autorreferenciales y citan orgullosamente «su obra» cada vez que alguien comete el error de preguntarles por algún acontecimiento histórico o una novedad social: «Ese fenómeno ya lo expliqué en mi segundo libro, capítulo tercero... Para comprender eso que usted menciona suelo yo aplicar mi concepto de tal y tal...» (como quien recomienda agua de seltz y frotar para quitar una mancha). ¡La vacua presunción de los dómines, sólo comparable a la de ciertos poetas! El otro día, mi amigo Juan Cruz me hablaba de un poeta muy venerado por los espiritualistas y las damas de la caridad, tan (infundadamente, ay) consciente de su importancia que se le puede atrapar con la más sencilla broma. Si le saludas, por ejemplo, con un «¡Buenos días, Fulano, como bien dices tú en uno de tus poemas!», de inmediato pica, se esponja y lame con frui- ción la orina del halago: «¡Ah, sí, ese “buenos días”... Te gustó, ¿verdad? También tengo otro que se llama “Buenas tardes”. Pertenece a un libro inédito. Y preparo otro, “Buenas noches”, que es una réplica a Leopardi...». Etcétera. En filosofía también abunda el caso: «Desde luego, lo del “humanismo cósmico” o la “episteme inconsútil” ya lo dejé claro en... Ahora, si te interesa la cientificidad de la cientología científica, estoy preparando...». Qué fastidio y qué vergüenza.
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Vergüenza ni siquiera ajena. A veces me encuentro incomodado porque otro maneja sin citarme alguna fórmula que sé de mi cosecha (es decir, cosechada por mí, lo que no equivale a decir que yo la haya sembrado); o busco sin poderlo evitar mi nombre entre la lista de sabios o de éxitos amañada por cualquier suplemento cultural para llenar dos páginas esa semana. Siento como una ofensa que me ignoren en el hit parade (realmente el shit parade) del momento. ¡Qué humillación, creer que se ha despertado al menos de «eso» y luego darse cuenta de que tampoco, de que sigue uno suplicando hasta la caricia más mercenaria! Todo el que nos censura nos parece sectario o malevolente, pero el más trivial de los halagos hace que concibamos una especie de impaciente simpatía incluso por quienes conocemos sin controversia como acendrados cretinos. Con suerte y esfuerzo he podido purgarme de las manifestaciones externas más estruendosas de la manía de darse importancia, pero la perra en el alma sigue pidiendo que la masturben. Ojalá hubiera almas desechables, como ciertos bolígrafos o encendedores...
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Lo que verdaderamente me apasiona de la filosofía son las preguntas. Dentro de la pregunta misma incluyo también las respuestas ingeniosas, sean tajantes o dubitativas. Las que mantienen abierta la pregunta y aun la ensanchan, no las que pretenden cerrarla. Por ejemplo, si a la cuestión «¿qué es la vida?» se me contesta: «nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir», me han respondido sin respuesta de clausura, me impulsan a seguir preguntándome de modo aún más rico. Y más enigmático, aunque menos obvio. Los ríos, el fluir, la muerte y el mar: no tengo solución al interrogante pero a partir de ahora lo plantearé de modo menos inocente. Es eso lo que espero del pensador, sea filósofo o poeta. Con la diferencia de que en el segundo acepto sin más lo fulgurante y en el primero agradezco la paciencia del desmenuzamiento, los peldaños del razonamiento que llevan unos a otros hasta algún descansillo en su ascenso (o su descenso) pero nunca al descanso.
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En cuanto queda establecido que «ya hemos llegado» acaba el filosofar y tropezamos con el sistema, es decir con el anquilosamiento doctoral del pensar libre. En el fondo de mi fondo no hay fondo: está el escepticismo. El escepticismo de fondo respecto al fondo. Cuentan que las últimas palabras del admirable Diderot fueron: «El escepticismo es el comienzo de la sabiduría». Para mí ha sido no tanto el comienzo sino el final de la «sabiduría», es decir las comillas irónicas que la enmarcan y por tanto vedan que tenga nunca precisamente final o descanso. Ojalá que nunca lo requiera, ni lo admita, por cansados que estemos y por trascendentalmente halagador o cómodo que sea el supremo desenlace que se nos ofrece... ¡Qué asco me dan los que a través de la filosofía desembocan en la religión, sofisticada —eso sí— cuanto se pueda, evidentemente porque nunca salieron de ella! .
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Espero que se me entienda bien: mi escepticismo no es renunciar a la verdad, ni a su búsqueda ni a la confrontación que sopesa las opiniones y elige las de mayor sustancia racional. Al contrario, esos empeños me parecen indispensables: si renunciásemos posmodernamente a ellos, agravaríamos enormemente nuestra condición. Pero hay que acometerlos sabiendo que tampoco eso nos rescatará de casi nada en términos absolutos, que nuestra área de certeza (o de verosimilitud racional) es sumamente angosta, que podemos empeorar hasta el fondo de las tinieblas pero no ascender en gloria y majestad hacia el trono de la luz. Podemos conocer bastante en lo tocante a «mecanismos» (físicos, biológicos, incluso sociales) y también sobre motivos y contramotivos del alma, que la literatura explora, de los que el arte vive. Somos relativamente expertos en lo que nos condiciona y lo que nos desazona: pero nada más. No somos dueños de ningún porqué; ni siquiera creo que sea lícito poner nombre, cara e intención a cualquiera de los que se nos escapan. Estamos encerrados en el cuarto de jugar del palacio desconocido.
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A veces, demasiado frecuentemente, buscamos como el borracho del chiste las llaves perdidas que abren todas las puertas allí tan sólo donde ilumina nuestra farola (socioeconómica, psicoanalítica, genética, etcétera), no porque sea en esa mínima zona de luz donde las hemos extraviado sino porque en ella creemos ver mejor. Y los peores borrachos son quienes ni siquiera se acercan a la farola y dan tumbos disparatados en la sombra, proclamando que ven lo que no saben o que saben por qué no ven: ciertos filósofos y los curas de cualquier tamaño y condición.

En fin, admito que podría haberme esforzado más, podría haber estudiado más, podría... ¡podría haber aprendido alemán, pasaporte filológico para la filosofía! Y debería seguramente haberme leído todas las revistas de mi especialidad, en lugar de tebeos o cuentos de fantasmas. Pero no me ha dado la gana, sencillamente. Por eso sólo escribo para niños o para ignorantes, para cómplices modestos y devotos con quienes conecto porque comprendo su perplejidad, su confusión; y las comparto. Detesto a quienes se toman la vida como si fuera una oposición a cátedra y procuran acumular doctorados, méritos diversos, certificados, cursos de aquello o de lo otro, de lo que sea. En ese mundo académico, del que también me he lucrado aunque siempre escaqueándome ante sus tediosos requisitos, sólo he sido un infiltrado. Nunca me lo he tomado en serio y, afortunada y legítimamente, tampoco mis colegas me han tomado nunca demasiado en serio a mí. En realidad, en el fondo, carezco de verdaderos títulos (de esos que se tatúan con letra de molde en el alma del sabio oficial) y poseo pocas destrezas, salvo las intuitivas e irregulares.
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Como la vida me cogió de improviso, nunca he creído en las técnicas de prepararse para ella. Mi reino, de modestos vuelos, es ante todo la improvisación, complementada por justas dosis de entusiasmo (el entusiasmo me es tan connatural que casi me atrevería a decir que me lo puedo provocar a voluntad, como la masturbación). He escrito y pensado para vivir mejor, un poco a tientas: me dirijo a quienes quieren vivir algo mejor, sin dejar de tantear y sin tener prisa por hacer pie en lo incontrovertible. Supongo que eso precisamente es el periodismo, en su vertiente filosófica. Pese a las halagadoras reediciones a lo largo de los años de algunos de mis libros, admito sin protesta que todo lo que he firmado es irrevocablemente fugacísimo, que lleva fecha urgente de caducidad, que probablemente ya ha caducado en gran parte. A fuer de sincero —y eso sí que siempre, si no recuerdo mal, he procurado serlo— no me duele este designio transitorio. Casi al contrario. Me fastidiaría segregar perennidad no siendo perenne; que lo que he hecho durase más de lo que soy. La fama imputrescible de nuestras obras no me parece una compensación para los que nos vamos poco a poco pudriendo, sino algo así como un recochineo en nuestra maldición. Pero ya tendré ocasión más adelante, mucho más adelante, de volver sobre estas cuestiones. .
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Entonces ¿por qué y para quién hacer memoria? No descarto la presunción, claro, ni el narcisismo que quiere halagarse hasta el final, hasta lo imposible... sobre todo en lo imposible. Pero tal vez estas páginas no sean más que otro mensaje de uno que se va a los que luego también van a irse. Mirar los tramos del camino recorrido, aunque sólo sea para comprobar que ya no está, que ha desaparecido dejando tenues e irrelevantes sombras. A cualquiera le pasa, desde luego, pero no deja de ser impresionante. A eso, a lo perdido, a la perdición constante, nunca me acostumbraré; y me pasma que los demás, mal que bien, parezcan acostumbrados... Memoria ¿de qué? No desde luego de «mi obra», de su gestación y sus motivos: francamente, me da igual. Como dijo el bueno de Sartre, «no me siento vinculado en absoluto a lo que he escrito pero no reniego de nada de lo que he escrito». Cada línea, cada página tienen su qué, su porqué y sobre todo su fecha. Estoy seguro de que en su día cumplieron una función, en mi vida o en la de otros. Si tuviese que releerme encontraría ahí probablemente cosas apreciables, multitud de disparates y algunas fidelidades obsesivas... pero no pienso releerme ni mucho menos incitar a nadie a que me relea. Que cada cual obre según su vicio. Puedo contar lo esencial de mi vida entera sin una sola referencia a las páginas que he escrito; me sería imposible, en cambio, sin hablar de las que he leído.
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¿Rememoraré ahora mis gustos, mis aficiones, mis preferencias? Es lo que más me tienta. Estoy seguro de que estamos unidos a este mundo y a la vida por cuanto aprobamos, no por nuestra capacidad de detestar... por elocuente que sea. Si yo fuese dueño y señor de lo que a partir de ahora voy a escribir en este libro (no lo soy, porque cada libro se escribe en gran parte contra nuestra voluntad o es mero plagio) no admitiría en él más que alabanzas. En su poema dedicado a la memoria de W. B. Yeats incluye Auden esta gratitud: «En la cárcel de sus días / enseña al hombre libre a elogiar». Yo, que he tenido fama de criticón, me enorgullezco sobre todo de saber elogiar y de saber que es preciso elogiar, para ser libre.
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Muchas veces he señalado que lo verdaderamente admirable que hay en nosotros es nuestra capacidad de admirar (la característica y también el último refugio del esclavo es la queja, pero nunca su liberación). Lo malo es que sobre lo que admiro y prefiero ya he escrito mucho. He dedicado libros mejores o peores a la narrativa juvenil, a Cioran, a Nietzsche, a Schopenhauer, a Borges, a las carreras de caballos y a San Sebastián, junto a mil artículos encomiando el vino, los cigarros puros, el cine de aventuras y la alegría, yo qué sé. Si vuelvo sobre estas cuestiones placenteras —cuando vuelva, porque seguramente volveré— me estaré inevitablemente repitiendo. En fin, qué más da, escribo este libro sólo para quienes no me conocen en absoluto —y lo han comprado por equivocación— y para quienes me conocen demasiado, pero se resignan a mí.
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¿Revelaré secretos? No, porque los que tengo no son revelables, son secretos de verdad. ¿Cotillerías? Soy el último que se entera de todas y por tanto el menos adecuado para propalarlas. ¿Enigmas históricos? ¿Entresijos inéditos del poder o de la cultura? Niñerías a las que ni siquiera mi infantilismo consiente: soy pueril, pero no imbécil. Para colmo mi memoria anecdótica es mala, cada vez peor. Casi todas las mejores anécdotas que sé de mí me las han contado. Según Flaubert la historia es como el mar, grande por lo que borra. A mi memoria le pasa lo mismo... Por eso pensé al principio llamar a estas notas «recuerdos conjeturales» (en homenaje a Borges, desde luego), porque son reconstrucciones literarias a partir de algunos granitos de arena enquistados en mi registro del pasado y que me empeño en convertir en perlas. Cultivadas, artificiales si hace falta. Miento mal a los demás, pero probablemente mejoro cuando lo hago para mí mismo... Pero fundamentalmente creo que todo lo que narro es verdad, aunque no siempre sea exacto.
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He agrupado estas «perlas» en tres partes, como Hegel nos manda. La primera ocupa mi infancia en San Sebastián, hasta que a los doce años mi familia se trasladó a Madrid. La segunda se ocupa de mi adolescencia y primera juventud, hasta la muerte de Franco cuando yo contaba veintiocho años. La tercera llegará más o menos hasta el día en que acabe estas páginas, si es que las acabo. Los periodos cronológicos van de más breve a más largo, mientras que la importancia de lo narrado para mí está en proporción inversa. Por supuesto abundarán los saltos atrás y adelante, las interpolaciones, las interferencias: vivimos en orden sucesivo pero no rememoramos lo vivido del mismo modo... afortunadamente. La estricta cronología no es mucho menos arbitraria que el orden alfabético, cuando de una biografía humana se trata. Y tampoco voy a empeñarme en dar con exactitud los datos de mi currículum, lo que algún guasón llamaba el «ridiculum vitae». El curioso o malicioso empeñado en obtenerlos puede recurrir a Internet, donde casi todo está equivocado pero nimbado de prestigio tecnológico. No, en las páginas sucesivas sólo recogeré restos del naufragio, lo que trae la marea, lo que aún no se ha llevado la resaca. Las fechorías del tiempo... Este libro no trata de mí, sino de lo que el tiempo ha hecho conmigo. Hablaré de mis contratiempos...
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4 comentarios:

  1. ¿Cuándo despertarán los parroquianos de la tan viejísima receta del "trabajo, trabajo y trabajo (remunerado)" como "discurso único", igual por la izquierda cuanto desde la derecha?

    Hace un cuarto de siglo que hasta el rigorista André Gorz abdicó de sus escrúpulos previos y proclamó una nueva convicción respecto a inevitabilidad de Rentas básicas incondicionales = "forma social que adquiere el sueldo cuando la automatización ha abolido, junto con la obligación permanente del trabajo, la ley del valor y del propio salariado”...

    Y luego el catedrático de Sociologías en Universidad de Upsala, Ulf Himmelstrand, lo explicó también: “En el pasado me he mostrado escéptico hacia propuestas, como la de una Renta mínima, por algún sueldo a todo ciudadano sencillamente porque me parecían poner más énfasis en subsistencias pasivas que en alternativas más activas de creación de empleo. Sin embargo ahora puedo aceptar tal sistema como una especie de 'Renta social mínima, garantizada' que puede complementarse por un empleo corriente o con las rentas procedentes de un negocio o proyectos de cooperación local en el terreno del medio ambiente, cuidados sociales, etc.

    Creo que deberíamos ser más flexibles con respecto a esas modalidades de supervivencia y crecimiento para poder asegurar cobertura de aquellos «gastos básicos necesarios» en una sociedad posindustrial expuesta a fluctuaciones de mercados financieros globalizados”.

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  2. Qué arte tiene Savater para unir palabras, para seducir con ellas y conseguir que te las leas; cuando para él todo ha sido un goce, disertar sobre lo humano -lo divino se queda para los que viven de ello-.
    Y, sí, la pretensión es Trabajar + por -
    Un recochineo ¡vaya!
    Buen día tengamos: PAQUITA

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  3. Sí, de acuerdo, gracias. La cita que nos das del de Upsala es muy esclarecedora y André Gorz lo resumió ya impecablemente con su MISERIAS DEL PRESENTE Y RIQUEZA DE LO POSIBLE, publicado desde los años 90 del siglo pasado:

    "La necesidad imperiosa de algunos ingresos suficientes sirve de vehículo para hacernos pasar de contra-bando 'una necesidad imperiosa de trabajar'... A todas luces, el remedio para esta situación no es 'crear más trabajo', sino repartir mejor todo el que a la sociedad le sea necesario y todas las riquezas producidas socialmente. Así, el tiempo del trabajo dejaría de ser dominante [...]

    Durante años rechacé la idea de un ingreso social que permita 'vivir sin trabajar...'; y eso por motivo inverso al de los discípulos de Rawls, para quienes el 'trabajo' sería 'un bien' que –en nombre de la justicia- debe ser equitativamente distribuido [...]

    No, el 'trabajo' no es sino un tipo de actividad necesaria ejercido, en épocas modernas, según las normas definidas por la sociedad, a pedido de ella y que les da a quienes lo hacen sentimiento de que son capaces para realizar aquello de lo que la misma tiene necesidad. Ella –socializándolos- los reconoce, y les confiere derechos por esas demandas atendidas [...] A medida que el peso de sus necesidades disminuye, una equidad exige que lo haga, al tiempo, también en la vida de cada uno y se reparta equitativamente entre todos [...]

    Por eso yo aspiraba a que la garantía del ingreso pleno, para toda persona, estuviera ligada al cumplimiento por parte de cada cual, con respecto de alguna cantidad del trabajo necesario en la producción social de las riquezas [...] Esta fórmula –que preconicé a partir de 1983- no era coherente con los cambios introducidos y perspectivas abiertas ya por el posfordismo; por lo tanto, ahora, la abandono [...]

    Nuestra economía se halla en una pendiente donde las sumas a deducir y por distribuir, para cubrir necesidades individuales o colectivas, tienden a superar las distribuidas por y para su producción. No sólo es la asignación universal lo que no sería financiable sobre esas bases. Será (de manera muy visible en Estados Unidos o Gran Bretaña) todo el Estado, y toda la sociedad, lo dislocado.

    Se ha resumido tal situación con esta metáfora: 'Cuando una creación de riquezas no dependa más del trabajo de los hombres, éstos morirán de hambre en las puertas del Paraíso, a menos que se responda por medio de nuevas políticas de ingresos a esa nueva situación...' Reivindicar una asignación incondicional y suficiente se inscribe en tal perspectiva [...] de redistribuir los trabajos liberando el tiempo."

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  4. "...Cada pancarta reclamando el '¡Queremos trabajo!', proclama la victoria del capital sobre una humanidad esclavizada de trabajadores que, realmente, ya no son tales pero tampoco pueden ser nada más."

    André Gorz (1997)

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